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Los diablos azules

Svetlana Alexiévich, poeta de la tragedia

La periodista y escritora Svetlana Alexiévich.

Nobel de Literatura, periodista, veterana escritora con apenas seis obras, inigualable notaria de las grandes tragedias de la antigua Unión Soviética, lo único que hace pensar que Svetlana Alexiévich es un ser humano como el resto de los que la acompañan en la sala es su bolso apoyado en el suelo, junto a sus pies. Acaba de visitar España de nuevo, invitada en esta ocasión por el festival literario Cosmopoética y acogida siempre por un público devoto de la honestidad y la emoción de su literatura. Público también novel, pero con v, pues cuando 2015 se llevó el galardón de la Academia Sueca, solo uno de sus cinco libros estaba traducido al castellano: Voces de Chernóbil (1997), que ha vuelto de nuevo a la palestra gracias a la serie de HBO.

Cuatro años después ya están editadas en español todas sus obras, ese magnífico y magnánimo proyecto coral que repasa las heridas de la historia ruso-soviética: la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer y Últimos testigos), la contienda en Afganistán (Los muchachos de zinc), la catástrofe de Chernóbil y la caída del imperio (El fin del ‘Homo sovieticus’). Todas ellas publicadas por Debate -a no ser esta última, que apareció en Acantilado- y enmarcadas en lo que la autora denomina “novela de voces”. En sus páginas se suceden testimonios de los perdedores en la utopía soviética, que dan como resultado una obra a medio camino entre la entrevista y la crónica, pero que sobre todo ofrecen, gracias a la altura literaria de su autora, una poética de la tragedia.

“Ya he cumplido 51 años, tengo mis propios hijos, y, sin embargo, todavía sigo queriendo que venga mamá”, decía uno de los protagonistas de Últimos testigos, donde Alexiévich recoge decenas de recuerdos de aquellos que vivieron la Segunda Guerra Mundial siendo niños. “Encontrar a mis personajes es un gran trabajo, resulta muy difícil dar con gente que sepa verbalizar su sufrimiento. Escucharla no significa que el texto grabado se concrete en un libro. Nosotros los escritores somos como el escultor Rodin, tenemos que convertir el relato en literatura, pero también ser sinceros con los sentimientos y la verdad”, explica la Nobel (Ucrania, 1948) en un encuentro organizado en el Espacio Fundación Telefónica.

Dice que detrás de cada puerta hay sufrimiento y que cuando encuentra a uno de esos sufridores hablan durante horas sobre los temas que más le inquietan: la guerra, el amor, el desastre de Chernóbil, el colapso de la Unión Soviética. No hay cuestionario previo ni pautas para las entrevistas. “Para mis libros no puedo hacer simplemente preguntas. El relato no puede surgir de una única conversación”, concede sobre su proceso creativo. “En ocasiones me veo con una persona cinco o siete veces, medito sobre lo que me dice y, a veces, vuelvo a hablar con ella al cabo de un año”. En este “trabajo infinito”, los testigos y sus testimonios la persiguen de un libro a otro, duelos individuales de una misma historia llena de cicatrices. “El trabajo de coleccionar los relatos poco heroicos quizás sea para los escritores y periodistas, porque es la verdad de la guerra, lo que quizás no le interesa a la gran verdad histórica”, diferencia entre la historiografía y su labor.

Utilizando su propio interés como principal motivo para sentarse a trabajar –“escribo porque quiero entender”, dice, como si la tarea fuera sencilla-, la pentalogía soviética ha dado paso al amor y la vejez, los dos temas en los que está volcada ahora mismo. Para el primero ya tiene todos los relatos, solo de mujeres, ya que renunció a entrevistar a hombres por la dificultad que tenía para penetrar en su sensibilidad respecto a esta materia. El libro, sin embargo, aún no está listo. “Ante todo, intento ofrecer una visión. En la literatura hay que aportar un sentido y, hablando del amor, es difícil no repetir los cánones”, aclara.

Alexiévich subraya que no le interesan las ideas, especialmente “las superideas que siempre existen en Rusia”, sino que busca escribir sobre los intentos de ser feliz, “sobre las personas que quieren vivir su propia vida escondiéndose de las ideas”, aseguraba en una reciente entrevista a El País. No obstante, en sus obras laten preguntas que van más allá de los acontecimientos que narra: desde el significado de la patria y los sacrificios que se hacen por ella en La guerra no tiene rostro de mujer a ese subtítulo de “crónica del futuro” que lleva Voces de Chernóbil. El segundo proyecto en marcha versará sobre la vejez: “La civilización nos ha regalado 20 o 30 años más de vida y no sabemos qué hacer con ellos, necesitamos un nuevo sentido para la vida”.

La belleza del caos

Chernobyl, la serie sobre el desastre nuclear de 1986, vuelve a poner su obra más conocida internacionalmente en primer plano. Y eso, pese a que los responsables de la ficción, que firmaron un contrato con Alexiévich para utilizar varias de las historias recogidas en el libro, no reconocen su influencia en los créditos. Aun así, Alexiévich agradece que el guionista buscase en su libro “la belleza y la tristeza” de la tragedia, firme defensora como es de que hasta en las situaciones más dramáticas, hasta los personajes más oscuros, tienen destellos de luz. Como aquel piloto, encargado de lanzar sacos de arena sobre la central ucraniana, que le describió la belleza inigualable del fuego que salía del núcleo. “Vivimos en una época en la que nos interesan más los sentimientos humanos que las lápidas frías”.

Pilotos, liquidadores, científicos, profesores, excombatientes, francotiradoras, vecinos, campesinos, víctimas, testigos… componen en la literatura de Alexiévich un collage no de héroes, sino de hombres y mujeres pequeños, portadores de otras verdades, más humanas y conmovedoras y probablemente menos efímeras que las de los manuales de Historia. Lo apreciaron ya los censores soviéticos cuando a principios de los ochenta vetaron La guerra no tiene rostro de mujer: “Después de leer un libro como este, nadie querrá ir a la guerra. Usted con su primitivo naturalismo está humillando a las mujeres. A la hembra heroína. La destrona. Hace de ella una mujer corriente. Una hembra. Y nosotros las tenemos por santas”.

‘El fin del homo sovieticus’, de Svetlana Alexiévich

'El fin del homo sovieticus', de Svetlana Alexiévich

Durante décadas los medios de comunicación de su país ignoraron su trabajo y hoy en día sigue siendo una voz incómoda, aunque respetada entre los activistas y opositores a las políticas de Putin y Lukashenko. Sus obras están prohibidas tanto en Rusia como en Bielorrusia, en cuya capital, Minsk, reside la Nobel. “El escritor no debe sentirse demasiado orgulloso, yo hago mi trabajo con honestidad. Fui a la guerra de Afganistán porque este riesgo forma parte de mi profesión, pero no puedo decir que sufra más que un cirujano oncológico infantil. Simplemente pienso que tengo una profesión peligrosa física e intelectualmente, pero es la profesión que he elegido”, asegura con determinación.

Solo asoma cierta satisfacción, cierto orgullo casi imperceptible, cuando reconocen la belleza de su palabra. Para ella, su literatura carece de heroicidad. El arduo e inagotable trabajo de su obra, también. Como si condensar la vida de un escenario tan complejo como la Unión Soviética y sus vicisitudes fuese un designio divino. En parte lo es, se llama vocación y ella habla de la suya con esta claridad: “En mi familia todos se reían de mí cuando les decía que iba a ser escritora, pero yo nunca tuve que buscar mi camino en la vida, la literatura es mi forma de ver el mundo”.

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