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Chile, los relojes de 1973

Protestas feministas en la plaza Italia de Santiago.

Claudia Larraguibel | Santiago de Chile

En la zona cero, en el centro de Santiago de Chile, el calor del mediodía levanta con fuerza el hedor a gases lacrimógenos y a químicos. Para caminar por la plaza Italia (rebautizada en las protestas como plaza de la Dignidad) hay que usar un pañuelo sobre la nariz y la boca. Han sido casi dos meses de intensos enfrentamientos entre carabineros y manifestantes y este lugar, ya emblemático, se ha transformado drásticamente. No es solo el olor, es el paisaje entero: las tiendas, bancos y oficinas cerrados y tapiados con paneles de madera, estaciones de buses derruidas, semáforos desmantelados, la boca del metro sepultada bajo una montaña de piedras y toda superficie posible —paredes, aceras, estatuas, mobiliario urbano— rayada con las consignas que se repiten por todo el país: “Hasta que la dignidad se haga costumbre”, “El neoliberalismo nació y murió en Chile”, “Pacos asesinos”, “Me tienen tan endeudado que no les conviene matarme”, “Nueva Constitución”, “No era depresión, era capitalismo”, “Chile despertó”…

Jóvenes encapuchados y otros con uniforme escolar se van acercando a la estatua del general Baquedano, vestida con la bandera mapuche y rayada de la base a la cabeza con grafitis. Dos de los encapuchados encienden la primera barricada y lanzan nubes de humo con sendos extintores. Pero aún es pronto. Alrededor de las cinco de la tarde la plaza comenzará a llenarse de gente, como casi todos los días desde que el estallido social empezó.

El 18 de octubre se ve ahora muy lejano, como si hubiera ocurrido en otra época, en otra vida. Es lo que sienten muchos chilenos hoy: que de verdad era otra vida en otro país. Aquel viernes fue un día extraño: más tráfico de lo usual, calles cortadas y ríos de gente desplazándose a pie porque el metro de la ciudad había colapsado y 20 estaciones habían sido incendiadas. Pocos días atrás, la subida del pasaje del metro en 30 pesos (0,035 euros) había desatado la protesta de estudiantes de secundaria, que evadieron el pago saltando los torniquetes. Ahí estaba la señal que nadie pudo prever.

Pero hasta ese momento solo había sido un día inusual, suponíamos que pasajero. ¿Qué tan acontecimiento extremo podía pasar en este país indemne, isleño, ejemplo de laboratorio del triunfo del neoliberalismo en Latinoamérica? Pues lo que contra todo pronóstico pasó. El sábado 19 amanecimos conjeturando, acelerando hipótesis. Transitamos el día viendo las noticias, escuchando la radio, esperando a que alguien a cargo nos explicara algo más allá de los saqueos y de los incendios que se habían desatado por todo el país. En la tarde, cuando por fin apareció el presidente, lo hizo tan solo unos minutos y para delegar su responsabilidad en un militar que, a su vez, anunciaba con pocas ganas el toque de queda, una infamia que no se vivía desde la dictadura y que duró una semana entera. Pocos minutos después, un tuitero compuso: “Recuerden que a las 22:00 horas se retrasan todos los relojes hasta 1973”. Esa noche muchos tuvieron que tranquilizar a sus padres, que asustados revivían los fantasmas del pasado.

El domingo 20 el presidente anunció “una guerra contra un enemigo poderoso”, sin explicar de quién se trataba (como tampoco lo ha explicado hasta ahora). Por eso, a la hora del toque de queda, además de las cacerolas, en toda la ciudad se escuchó El derecho de vivir en paz, de Víctor Jara, una canción compuesta contra la guerra de Vietnam que se ha convertido en el himno de esta revuelta, cantada en todas las protestas, interpretada por cien guitarras frente a la Biblioteca Nacional, regrabada con una letra actualizada por músicos chilenos. Y, entonces, Chile estaba efectivamente en los setenta. Se desempolvaron también los discos de Violeta Parra y de Quilapayún. El pueblo unido, jamás será vencido se coreaba en las plazas y en las marchas, y hasta por Patti Smith al final de su concierto en Santiago, organizado justo el día que se cumplía un mes del estallido social.

Pero tal vez la canción que mejor da una explicación de lo que está ocurriendo en Chile es el otro himno de esta revuelta: El baile de los que sobran, de Los Prisioneros, compuesta en los ochenta, en plena dictadura. “Es una pena que se tenga que seguir cantando porque los problemas son los mismos; en todo este tiempo no se ha solucionado nada”, decía en una entrevista Jorge González, el líder de la banda.

Únanse al baile, de los que sobran.Nadie nos va a echar de más.Nadie nos quiso ayudar de verdad.A otros enseñaron secretos que a ti no.A otros dieron de verdadesa cosa llamada educación.Ellos pedían esfuerzo,ellos pedían dedicación.¿Y para qué? Para terminar bailandoy pateando piedras.

“La incubadora de los que sobran, los que perciben en carne propia la injusticia, los que se sienten humillados por el trato cotidiano de los que no sobran, han sido y son las escuelas públicas, esos guetos de desesperanza aprendida que fueron conformados sistemáticamente, por acción o benigna omisión de todos los gobiernos democráticos, en nuestro hipersegregado sistema”, comenta el profesor Mario Waissbluth, fundador de Educación 2020, una ONG que busca reformar el sistema de enseñanza.

La mayoría de los estudiantes chilenos que hoy protagoniza el estallido social recuerda poco de la revolución de los secundarios de 2006, cuando ellos tenían tres o cuatro años. Pero allí hay que rastrear las señales, además de en los movimientos de 2011 y las protestas feministas de 2018. Son estos estudiantes los que, conscientemente o no, recogieron la posta del espíritu que animó a los pingüinos de 2006: que el bien común es algo a lo que no podemos renunciar. Los jóvenes de hoy no se veían afectados directamente por la subida del pasaje de metro, pero reclamaban a favor de sus abuelos y sus padres. “Mis papás se matan trabajando y a mis abuelos no les alcanza la pensión. Por eso estamos luchando”, comenta Sara, de 14 años, alumna del liceo Pedro Apóstol, de Puente Alto, una de las zonas más vulnerables de Santiago. “Estoy contenta, pero estoy triste también… ¿Por qué tenía que suceder toda esta violencia para que nos escucharan? ¿Por qué no nos escucharon antes?”, añade su compañera Millaray. “Nunca pensé que tuviera que enfrentarme a un paco [antidisturbios] o huir de las lacrimógenas, pero lo hice, y no tuve miedo”, asegura Pablo.

Fueron estos estudiantes los que al saltar el torniquete del metro dinamitaron la normalidad y la percepción que se tenía de este país aparentemente a salvo de los movimientos de descontento que afectan a tantas otras zonas del planeta, un país aparentemente inmune a las penurias del resto de Latinoamérica. Mientras a los adultos nos embargaba el pánico, la tristeza, la euforia adolescente, o todas las anteriores, fueron ellos los que continuaron sin miedo en la calle, día tras día, a pesar del estado de emergencia, del toque de queda, de las agresiones desmedidas de militares y carabineros. Son ellos los que siguen ahora, tras semanas de protestas, llenando las calles de un país que ya nunca podrá volver a ser el que era. Los que nos han dado un bofetón en la cara para advertirnos de que vivíamos en un equilibrio delicado y en una fragilidad insostenible. Los que demuestran que lo que sucede allá afuera, en Hong Kong, en Beirut, en Caracas, en Bogotá, en La Paz, nos afecta y nos compete, porque estamos indefectiblemente conectados.

A lo largo de la historia, la mayoría de los movimientos estudiantiles han comenzado como una respuesta rápida a una injusticia puntual que dispara la indignación. Lo que enciende la llama de las protestas no suelen ser grandes ideas ni conceptos abstractos, sino la legítima defensa hacia una medida concreta que nos vulnera. A partir de ahí, a veces surge una reflexión más profunda y también demandas en torno a problemas estructurales más complejos, globales, sistémicos. Mayo del 68 comenzó porque los estudiantes de París Nanterre pedían que se flexibilizaran las normas de su universidad; y solo cuando el movimiento creció, la protesta se volcó hacia reivindicaciones sociales, culturales y políticas de mayor calado: contra el capitalismo, la represión sexual, la sociedad de consumo, el colonialismo. En los primeros días de protestas que en China desembocaron en la matanza de la Plaza de Tiananmén en 1989, los estudiantes solo pedían mejoras de las condiciones en los comedores y en las residencias. Luego pasaron a exigir reformas políticas sustanciales, como la apertura del régimen, libertad de expresión y democracia. Los pingüinos de 2006 en Chile reclamaban al principio un bono de transporte, becas alimenticias y la gratuidad en la prueba para entrar a la Universidad. Tras semanas de movilizaciones, exigieron educación gratuita y de calidad para todos, y la derogación de una ley heredada de la dictadura. Las protestas de las feministas de 2018 se iniciaron como un llamado para que se cumplieran los protocolos contra los abusos y los acosos. Luego pidieron una educación no sexista y paridad. De lo pequeño a lo global. De lo contingente a lo estructural.

Décadas de desigualdad

Pero esta vez, el paso entre el reclamo por los 30 pesos de la subida del metro y los 30 años de desigualdad, precariedad e injusticia, se dio en un suspiro, mucho más rápido que en cualquier otro movimiento estudiantil; y se reflejó de inmediato en las consignas callejeras, en los memes ingeniosos, en las pancartas desafiantes y mucho más sagaces que los titulares de la prensa. Sin líderes visibles, sin caudillos carismáticos ni partidos políticos que los arroparan o que aprovecharan el tirón, ha sido la torpe e irresponsable reacción del Gobierno la que, lejos de apaciguar, logró aclarar muy pronto cuáles eran las verdaderas demandas: la dignidad, la educación, la salud, las pensiones… por una nueva Constitución. Las reivindicaciones son muchas y variadas, pero la obscena desigualdad de este país está en el centro de todas ellas.

Llevamos semanas de protestas, viviendo en la zozobra y en la incertidumbre. No sabemos qué va a pasar. Si Chile se sumirá en una tremenda crisis económica o no. O qué sucederá con la crisis política que ya está instalada. Tampoco sabemos si quedarán impunes las violaciones de los derechos humanos, esa lista negra que, al mes y medio del inicio de la revuelta, según el Instituto Chileno de Derechos Humanos, incluía 7.259 personas detenidas (867 de ellas, adolescentes), más de 2.800 heridos (1.180 de ellos por perdigones de carabineros), 23 muertos y 232 ojos perdidos porque una de las prácticas habituales de la Policía ha sido el uso de perdigones disparados directamente a la cara de los manifestantes. “¿Qué les vamos a decir a las mamás de los que murieron? ¿Qué va a pasarle a los que les sacaron los ojos?”, se pregunta Paloma, alumna del liceo Pedro Apóstol.

Son días extraños. Y muchas las preguntas sin respuesta. ¿Por qué los carabineros reprimen con fuerza a los manifestantes y no a los violentos que saquean e incendian? ¿Quiénes quemaron simultáneamente 20 estaciones de metro aquella primera noche y quiénes siguen incendiando y saqueando la ciudad cuando cae el sol? Las teorías son muchas: narcoanarcos, barras bravas, una intervención internacional, pero no dejan de ser puras especulaciones.

¿O qué pasará con el enfrentamiento que ya se está dando entre los distintos sectores de la sociedad, una peligrosa fractura entre los sectores más ricos, por un lado, y la clase media y los sectores más vulnerables? ¿Qué se espera cuando palabras como violencia o paz se han distorsionado y se usan indistintamente por un bando y por otro?

Y si bien el hito más importante es que se haya convocado un plebiscito para votar el cambio de la Constitución de Pinochet de 1980, este reabre nuevas dudas: ¿Quiénes se encargarán de ello? ¿Habrá paridad y representación de los pueblos originarios? O, como se pregunta Eduardo, alumno del liceo Pedro Apóstol: “¿Vamos a poder votar nosotros en esto de la nueva Constitución? Porque fuimos nosotros los que comenzamos todo esto”.

Gloria a Hong Kong

Gloria a Hong Kong

Son días extraños y terribles, pero también, de alguna forma, esperanzadores. En un país donde el tejido social fue desmembrado desde la dictadura, ahora el brío por el colectivo y la conciencia ciudadana inunda una sociedad pocos meses atrás apática e individualista. Los cabildos y las asambleas se suceden en cada barrio, en cada plaza y en cada gremio. Al principio sirvieron como terapia grupal, pero podrían definir un camino a seguir. Sin embargo, en un país donde la educación pública fue arrasada, no hemos tenido la posibilidad de disfrutar de las condiciones necesarias para ser lectores lúcidos de nuestra sociedad, para ejercer como ciudadanos, para entrenarnos como agentes de cambio. En esta gran aula abierta en la que se ha ido convirtiendo el país en los últimos días, hacen falta mediadores que puedan canalizar este descontento, estas ganas de cambiar las cosas; personas que puedan dialogar, conciliar las posturas, formarnos, instruirnos, tender un puente entre la ciudadanía y la clase política. Ojalá este impulso no se desinfle y esta experiencia nos lleve a otras nuevas, a otros escenarios posibles, a otras narrativas deseadas. Ya está pasando. En los cabildos hablan profesores, explican, ilustran, y los participantes preparan temas, los exponen, todos los discuten. Hemos vuelto a ser estudiantes. Hemos recuperado el ágora. Ojalá no volvamos a perderla.

*Este artículo está publicado en el número de enero de tintaLibre. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquí.aquí

 

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