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Almudena Grandes: "En los cincuenta, el miedo era como una segunda piel"

La escritora Almudena Grandes, durante la promoción de su libro 'La madre de Frankenstein', el pasado miércoles.

Almudena Grandes (Madrid, 1960) rechaza un segundo café: se lo guarda, como una bala en la recámara, para algún momento del día. Entre las nueve de la mañana y las seis de la tarde le esperan once entrevistas con medios escritos. Las televisiones y las revistas mensuales quedan atrás. Es el inicio de la maratoniana promoción de La madre de Frankenstein (Tusquets), su nueva novela, quinto volumen de sus Episodios de una guerra interminable, saga que inició en 2010 con Inés y la alegría y que le ha valido galardones como el Elena Poniatowska, el Sor Juana Inés de la Cruz y el Nacional de Narrativa. Es el penúltimo tomo. Librerías, editores y lectores ven ya el final de lo que ha sido y es un fenómeno editorial que ha vendido más de un millón de ejemplares

Siguiendo la estructura dibujada por Benito Pérez Galdós en sus Episodios nacionales, tocaba trenzar la historia de Aurora Rodríguez Carballeira, quizás la parricida más célebre de la historia negra española, y la trama novelada, que en este caso atañe a Germán Velázquez, ficticio psiquiatra hijo de republicanos que terminará tratando a Aurora, y María Castejón, trabajadora también del manicomio de mujeres de Ciempozuelos. Rodríguez Carballeira, pensadora feminista, dio a luz en 1914 a su hija Hildegart, que sería también su proyecto: en ella daría forma a la mujer del futuro, educada con todos los medios disponibles a su alcance, lejos de las imposiciones sociales y de las obligaciones de su género. Pero cuando la hija se convirtió en lo que Rodríguez quería, una joven precoz, una intelectual de renombre, una ciudadana comprometida, una mente autónoma, la madre no pudo soportarlo: la asesinó mientras dormía en 1933. 

Tras Los pacientes del doctor García, la anterior entrega de la serie, que recorría media Europa siguiendo a dos centenares de personajes, la nueva novela camina entre Madrid y Ciempozuelos y se mueve en espacios de reclusión: el psiquiátrico, pero también la capital franquista llena de trampas y el interior de los hogares, último —y frágil— refugio de los republicanos que no marcharon al exilio. Porque hasta el alma llegan los ojos del régimen franquista: allí se asoman Vallejo Nájera, López Ibor y otros artífices de la psiquiatría nacionalcatólica

Pregunta. Aurora Rodríguez Carballeira es un personaje complejo, sobre todo desde el punto de vista político. ¿Cómo decide enfocarlo?

Respuesta. Yo llevo dándole vueltas a Aurora desde 1989, cuando leí su historia clínica. Lo que más me conmovió de ella es que podría haber representado el ideal de mujer republicana: era independiente —estrictamente independiente, porque era rica—, era inteligente, era autodidacta, escribía libros y artículos, conferencias… Si no hubiera sido por el delirio de redimir a la humanidad, que fue lo que le llevó a tener una hija, a quien asesinó cuando la defraudó, hubiera llegado lejos. Fue un paradigma de mujer nueva estrictamente arruinado por la locura. Porque ella era extremadamente inteligente y estaba extremadamente trastornada.

La paranoia es una enfermedad que no afecta a las facultades intelectuales, de manera que, por ejemplo, leyendo las entrevistas de Aurora con [el periodista] Eduardo de Guzmán en la cárcel de Quiñones una semana después de cometer el crimen, es impresionante su capacidad verbal, lo claras que tiene las cosas, y cómo explica —aunque a cualquier persona cuerda le parezca insostenible— su derecho a asesinar a su hija, porque para ella su hija era un instrumento. A mí siempre me han gustado los personajes contradictorios, porque los malos verdaderos tienen que tener luces: los malos completamente malos no existen, y por eso los personajes completamente malos ni siquiera nos dan miedo. 

P. Ahí está su defensa de la eugenesia, pese a ser una mujer de izquierdas. 

R. Yo defiendo en la novela que la eugenesia es una ideología criminal, porque cuando alguien, cualquiera, y aunque sea por el bien de la humanidad, se cree con derecho a decidir quién tiene que morir y quién tiene que vivir, quién puede tener hijos y quién no, ya se autoabsuelve definitivamente. Porque, claro, el porvenir de la humanidad es un paraguas tan grande que ampara todo tipo de crímenes. En los años treinta había eugenesistas de izquierdas y eugenesistas de derechas. Si se ha acabado asociando al fascismo es porque las grandes escuelas triunfantes llegaron con el fascismo, pero había una eugenesia feminista que en España representan Aurora y su hija.

P. Ella la defendía al tiempo que reivindicaba los métodos anticonceptivos.

R. Una de las cosas que más me fascinaron al leer la historia clínica de Aurora en el libro de [el psiquiatra y ensayista Guillermo] Rendueles es que ella, cuando llegó a Ciempozuelos, hablaba de controlar la natalidad mediante la vasectomía, y los psiquiatras se morían de risa porque no sabían ni lo que era. Y ella tenía una especie de obsesión por que las mujeres se perdieran por el sexo, porque consideraba que la sexualidad femenina era más absorbente, más perfecta, más intensa que la de los hombres, a quienes consideraba por ello menos esclavos de su sexualidad. Esto en los cuarenta era un chiste; luego llegaron [los sexólogos] Kinsey, Masters y Johnson... Ella, por horrible que fuera su crimen, e incluso ya en el manicomio, tenía estos fogonazos de lucidez.

P. El caso es escabroso, ellas eran figuras públicas, pero, más allá de eso, ¿qué explica que esa fascinación que el asesinato generó en su época haya llegado hasta hoy?

R. Yo creo que tiene más que ver con el morbo del parricidio que con todo esto que estoy contando. Por eso sorprende tanto que yo diga que no odio a Aurora. Porque es el crimen perfecto: la madre dominanta que termina asesinando a su hija. Su juicio representó, además, un enfrentamiento entre las dos Españas. El perito de la acusación fue [el psiquiatra nacionalcatólico] Antonio Vallejo Nájera; el de la defensa, [el neurólogo y psiquiatra republicano] Gonzalo Rodríguez Lafora. Esto, hablando de psiquiatría, es como poner a Franco y a Negrín; son modelos irreconciliables. Y, por ejemplo, una de las cosas que Vallejo Nájera adujo para tratar de demostrar que Aurora no estaba loca era su educación: había ido al colegio unos pocos años y se instruyó en la biblioteca de su padre, al que adoraba. Había leído a [el psiquiatra alemán Emil] Kraepelin cuando los que la trataron en la posguerra no sabían ni quién era. "¿Una mujer que lee sin control? Este es el resultado", decía Vallejo Nájera, como para demostrar la perversidad de las mujeres intelectuales.

P. ¿Ha habido cierto regocijo en que ese acabara siendo el destino del ideal de mujer republicana?

R. Sí, de la mujer intelectual ambiciosa que le mete tonterías en la cabeza a su hija. De hecho, Aurora e Hildegart son un problema para la tradición feminista española, que no sabe qué hacer con ellas, y en muchos relatos las omite. Y en general, durante el franquismo, Aurora aparecía citada en los medios como el paradigma de lo que una mujer no tenía que ser, una mujer monstruosa, indeseable. Lo que resulta curioso es la cantidad de leyendas que circulan en torno a ella. Para empezar, la historia que cuenta Rafael Alberti [en el libro de memorias La aboleda perdida], que no se lo inventa él, pero que le parecería tan bonita que no se pudo resistir. La historia de [el comandante republicano Gustavo] Durán tomando Ciempozuelos para liberar a su madre interna es preciosa, y doña Petra estaba efectivamente allí. Esto se ha reproducido por tierra, mar y aire, y nadie se ha tomado la molestia de comprobar cuándo cayó Ciempozuelos, que fue el primer día de la batalla del Jarama. Y lo de que Aurora se fugó, que lo cuenta Eduardo Guzmán en Aurora de Sangre, y luego Fernán Gómez, Fernando Arrabal… Algo que los franquistas tampoco desmienten. Pero Aurora estuvo en Ciempozuelos desde el 36 hasta el 55.

P. La eugenesia tiene su protagonismo discreto en la novela, pero sigue teniendo vigencia: hoy en día se hacen esterilizaciones forzosas a enfermas mentales y mujeres con discapacidad.

R. Y ha habido robos de niños en democracia. Yo quería escribir una novela para contar cómo vivía la gente corriente, y especialmente las mujeres, en los años cincuenta. En este libro, la represión tiene que ver con la vida cotidiana, no con grandes derramamientos de sangre ni con persecuciones policiales. La alianza entre el Estado franquista y la Iglesia católica lo que consigue es hacer infeliz a mucha gente, y hacerle la vida imposible a los homosexuales o a las mujeres. Antonio Vallejo Nájera era el director del manicomio de hombres de Ciempozuelos, y durante la guerra escribió una libros como Eugenesia de la hispanidad, o Eugamia. Selección de novios, que proponía que el Estado interviniera en la formación de parejas. Esa manera de enfocar la vida privada se desarrolla en el nacionalcatolicismo y en los años cincuenta llega a su cenit.

Vallejo Nájera no se parece a los nazis porque él es católico apostólico y romano, y por tanto no es partidario de las esterilizaciones, no se puede interrumpir la obra de dios. Pero sí describe el llamado "gen rojo", ligado intrínsecamente a la "debilidad mental", a la "imbecilidad", y defiende que para garantizar el porvenir y la felicidad de la raza hispánica hay que eliminarlo. ¿Cómo? Fusilando a sus portadores y quitándoles a sus hijos, para que familias católicas los eduquen con los valores del Movimiento Nacional y contrarrestren la pésima influencia de los genes. Esto, que hoy parece un chiste, fue una realidad y, de alguna manera, da cobertura teórica a los robos de niños, que son una de las aportaciones de España a la historia universal de la infamia. Empezaron con las presas políticas y luego se convirtió en una práctica nacional que sufrían las enfermas mentales, las mendigas… y acabó siendo muy peligroso que cualquier mujer fuera a parir sola.

P. En Poéticas de la democracia, la exposición del Reina Sofía sobre el paso de la dictadura a la democracia, se dedicaba una sala a colectivos que habían quedado fuera del relato de la Transición, entre los que se encontraban los enfermos mentales. ¿Se les ha mantenido fuera de la historia?Poéticas de la democracia

R. Sí, por eso me parecía tan atractivo contar los años cincuenta desde ahí, desde el margen del margen. El Ayuntamiento del Frente Popular hizo una saca en el manicomio de hombres que acabaría costándole la vida a 32 hermanos de San Juan de Dios, y ese mismo comité fue al manicomio de mujeres, dijo hola y no volvió. Las mujeres no eran interesantes ni como material de represión o de canje.

A los enfermos mentales no se les tiene en cuenta. Es verdad lo que dice una monja en la novela: que estos centros sirven a la sociedad para quitarle un peso de encima. En sus memorias, [el psiquiatra] Carlos Castilla del Pino, que para mí han sido una guía constante, cuenta cómo a él —que a su familia la ejecutaron los anarquistas en Ronda, y que podría haber sido muy beneficiado por venir de unos "mártires de los rojos"— lo que le hizo definitivamente de izquierdas fue llegar al dispensario psiquiátrico de Córdoba. Le conmovía extraordinariamente ver a la gente que venía de los pueblos, andando, y que dormían en los bancos de la calle, y que llegaban allí con un enfermo que sufría algo que ellos no comprendían y que además les hería constantemente. Iban a verle a él como su última esperanza. La humillación, la resignación de esa gente es lo que le conmueve a él.

P. ¿De qué manera cristaliza en esos universos cerrados y aparentemente aislados lo que está ocurriendo en la sociedad?

R. Los microcosmos siempre son interesantes porque reproducen concentradamente, con más intensidad, los fenómenos del macrocosmos. Yo venía de escribir una novela profundamente centrífuga como es Los pacientes del doctor García, donde desde un centro se irradiaba hacia afuera, incluso en el mapa, y esta es una novela centrípeta, que va siempre hacia adentro. La psiquiatría, por otro lado, es una rama de la medicina, pero la más vinculada a lo que podemos llamar el alma de los enfermos, todo aquello que no es el cuerpo y que tiene que ver con las emociones y la vida cotidiana. Si un espectador contemporáneo caminara por la calle en la España de los cincuenta probablemente no comprendería lo que fue el nacionalcatolicismo tan bien como si pasara una mañana en un manicomio de mujeres.

P. Aquí se sirve de un narrador exiliado al final de la guerra que regresa a España en los cincuenta, ¿por qué necesitaba esa perspectiva?

R.  Germán es un testigo privilegiado para mí. Es español, vive la guerra en Madrid, y el país que deja es uno en el que existen libertades políticas, un Parlamento, una ley que se cumplía. Su mirada despierta la complicidad de los contemporáneos, porque el lector de hoy ve esa época con el mismo aire marciano. Cuando vuelve, siente que regresa a casa, porque es su casa, y que puede volver a hablar en su lengua: él reconoce a España, pero España no le reconoce a él. Germán no sabe interpretar la realidad, no entiende nada de lo que ocurre a su alrededor. ¿Qué aprecia cuando vuelve? El silencio, que es el valor seguro: no hablar, no contar.

P. Ni siquiera dentro de la propia familia o los amigos. 

Tiempo hostil

Tiempo hostil

R. Yo creo que, en aquella época, la intimidad era un bien precioso, la amistad y el amor eran bienes preciosos, porque intimar era una apuesta personal muy seria. Era un riesgo. Esto es algo que está en todos los relatos de entonces: en los años cuarenta está muy viva la memoria de la resistencia, en los sesenta se empieza a hablar de otra manera, pero los cincuenta son una tierra de nadie. No es casualidad el título de Tiempo de silencio. Era peligroso todo: era peligroso, leer La Codorniz, era peligroso besarse por la calle, era peligroso no llevar medias, todo lo que era pecado era delito, y los pecados eran tantos y tan variados que hacían insufrible la vida de la gente. Por eso puse al inicio la cita de Ángel González, que me gusta tanto: "Queda quizá el recurso de andar solo, / de vaciar el alma de ternura". Fueron años muy solitarios y silenciosos; en los cincuenta, el miedo era como una segunda piel.

P. Quizás no esté pensando aún en ello, pero ¿cómo afronta saber que el próximo libro será el último de los Episodios, que le han ocupado ya durante más de una década?Episodios

R. Por un lado, con pena, porque durante muchos años he sido una escritora privilegiada: no tenía que afrontar ese horrible dilema de y ahora qué escribo. Por otro lado, lo encaro con satisfacción: cuando empecé sabía que iba a acabar la serie, pero no me podía imaginar que iba a ir tan bien, porque era una marcianada. Ahora todo el mundo me dice, pensando en cuando acabe el sexto: "Pero escribirás más, ¿no?". Bueno, yo creo que está bien que las cosas empiecen y terminen. Pero sobre todo es que tengo pensada una novela para después, y eso es lo que más me tranquiliza.

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