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Muros sin Fronteras

Virus globalizado, estupidez garantizada

La globalización ha creado interdependencias extremas entre países tras destruir gran parte de los tejidos locales. Un parón en China, donde numerosas empresas extranjeras fabrican sus productos –aprovechándose de la mano de obra barata, sin sindicatos, por muy comunista que se proclame el gobierno– puede adelantar la crisis económica mundial que los gurús llevan meses anunciando. De hecho, nunca se fue para la mayoría. Los únicos que han salido de la recesión causada por el colapso financiero de 2008 son los ultra millonarios y los tiburones inmobiliarios que esquilman nuestras ciudades. Los demás hemos perdido poder adquisitivo, salarios, trabajos y, sobre todo, derechos.

Hay virus más contaminantes y mortíferos que el coronavirus que no son tan visibles para las autoridades sanitarias, ni provocan alarmas ni cuarentenas. No me refiero a enfermedades olvidadas que afectan a millones de seres humanos en el Tercer Mundo, que también, sino al virus del odio, el racismo y el desprecio al Otro que agitan las extremas derechas mundiales con Donald Trump como gran icono de estos tiempos sin careta.

Es un virus peligroso que causó millones de muertos en Europa, en la URSS y en China, sobre todo. El paciente cero está entre nosotros. Se llama desinterés por la política y por los hechos contrastados, más allá de la basura populista contaminadora que fluye por las redes sociales. Está en el rechazo del diferente, sea migrante, negro, chino, mujer, judío u homosexual, y en un supremacismo etnicista que lubrica los nacionalismos y las religiones.

Desde 1945 se frenó con éxito la expansión del virus del odio con una mejora en la calidad de las democracias, sobre todo en el perfeccionamiento de los mecanismos de control de los poderes públicos a través de leyes de transparencia audaces y en la lucha contra la corrupción, dos asuntos que viajan de la mano. Todo cambia en 2008, o quizá antes, con Reagan y Thatcher.

Si queremos jugar al libre mercado deberíamos tener las mismas reglas para todos, y no las cartas marcadas como sucede a menudo para beneficiar a los amigos y nutrir la cuenta del 3%. Si la economía crece y reparte el beneficio –esta parte no existe–, los extremismos se quedan sin espacio vital. Solo prosperan en los tiempos de crisis profunda y de miedo porque venden recetas sencillas de entender por todos y señalan a enemigos que no pueden defenderse. En masa somos mucho más necios de lo que nos creemos en privado.

Repetimos milongas, como decir que el mercado se autorregula. ¿Pueden acaso los especuladores decidir cuáles son los precios de lo especulado? La crisis de 2008 ha provocado una merma en los controles y una pérdida de prestigio y de poder real de las élites políticas, incapaces de ofrecer soluciones. Mandan más los mercados que las urnas. La extrema derecha ha ocupado el vacío.

La alarma (¿se puede decir también histeria?) creada en torno al coronavirus –que ahora se llama Covid-19– ha copado titulares. Las tertulias se han llenado de expertos en medicina. La venta de mascarillas ha multiplicado por cien su precio, el más alto en 20 años, y generado carestías en hospitales, que es donde se necesitan, como alertó esta semana la OMS. ​​​Veo en el metro de Madrid a algunas personas jóvenes cubiertas con una mascarilla y me entran ganas de toserles. No es solo una falsa seguridad, sino un elemento más de moda en esta sociedad volátil. La mascarilla es necesaria en aquellos que tienen las defensas débiles por algún tratamiento contra el cáncer, pero no en las que están sanas. La gripe es más mortal, como explica Newtral en este enlace, y no provoca escandaleras globales.

Es posible que esta sobrerreacción tenga que ver con la necesidad de los poderes públicos de mostrarse eficaces, de no dejar más espacio a los santeros de la política. En el caso de China ha debido desempeñar un papel importante la mala gestión del SARS en 2003, y el fantasma de Chernóbil, uno de los factores que enterró a la moribunda URSS.

He hablado antes de alarmas sanitarias, enfermedades invisibles cuando no nos afectan, y de economía. Esta relación es manifiesta en la situación de la neumonía. La vacuna del neumococo para prevenirla está en manos dos gigantes farmacéuticos. Sus precios prohibitivos dejan sin protección a 55 millones de niños. Ambas empresas han facturado de forma conjunta, como denuncia MSF, unos 45.000 millones de euros. En Líbano se vende a 220 euros. Existe una tercera vacuna mucho más barata fabricada por el Serum Institute de India. La batalla de estas farmacéuticas es impedir que les haga competencia. ¿Puede la salud ser un bien de consumo como lo es el coche de lujo? ¿Deben ganar millones a espuertas las farmacéuticas que reciben subvenciones públicas? ¿No debería existir un organismo público mundial que investigue, cree las vacunas necesarias y les haga competencia para bajar los precios?

Hay más de mil millones de enfermos de 18 males ignorados que podrían prevenirse con una vacuna. Curar a los pobres no es viable económicamente. En este enlace pueden pinchar en cada uno de los nombres para saber más. La tragedia es que son muertes evitables que no cuentan en nuestra estadística porque no nos afectan. El cambio climático nos acercará algunas de estas enfermedades, como la malaria.

Si la economía china y la mundial se resienten será por la acción conjunta de la ignorancia y los oportunistas, sean teles basura o fabricantes de mascarillas y de vacunas. El nerviosismo favorece el flujo de los bulos y dificulta el tránsito de la información veraz, sea noticiosa, científica o de las organizaciones especializadas. Cotiza igual un meme que un aviso de la OMS. Además de las enfermedades y de la extrema derecha, se extiende otra epidemia que nadie ve: la estupidez en la que todos somos víctimas y contaminantes.

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