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Desde la tramoya

La fase de perversión

Luis Arroyo

Por muy original que sea el momento que atravesamos, el ser humano tiene más o menos el mismo cerebro desde hace unos 200.000 años, y sigue siendo idéntico en su esencia al mamífero gregario, inventor de utensilios, narrador de historias, solidario con los suyos, a veces cruel con aquel al que teme o al que puede someter.

Por eso los historiadores y los sociólogos encuentran tantas recurrencias en el comportamiento humano, sean cuales fueran los recursos del momento o lo sorpresivo de los acontecimientos.

No hay nada sorprendente en lo que estamos observando en España y en el resto del mundo con respecto a las reacciones de los pueblos a las decisiones de sus gobernantes. En una primera fase, que llamamos “de eclosión”, ante el ataque de un enemigo externo, la comunidad se une en torno a su líder. Lo han descrito la sociología y la ciencia política como un fenómeno de “cierre de filas”. Basta con ponerse al frente de la respuesta, llamar a la unidad de la nación, empatizar con las víctimas y prometer la victoria sobre el enemigo, sea quien sea, otra nación que agrede, un grupo terrorista, un desastre natural o un virus contagioso. Véase la respuesta casi simultánea de los líderes del mundo en marzo y se observará cómo acudieron prácticamente todos al mismo manual: solemnes apariciones ante la televisión, palabras tiernas de apoyo a los enfermos y a las familias de los muertos, apelaciones al pueblo que lucha fuerte y unido, promesas de victoria...

Bien. Pero luego viene casi inevitablemente una segunda fase, que llamamos “de perversión”. La nación se cansa. La respuesta quizá no sea tan rápida como se prometió. Pasado el primer momento de sorpresa, acostumbrada la comunidad a la penuria, harta de pelear, llega la impaciencia primero y la indignación después. Pervertir es “perturbar el orden o estado de las cosas”. Y las cosas, tras el choque inicial de la agresión, en efecto, se perturban. Reaparecen las ideologías divisivas, que se superponen al patriotismo unificador inicial. Los adversarios del gobernante aprovechan la oportunidad propiciando un estado ánimo cada día más desconfiado, o sumándose a él y capitalizándolo. Los grupos de interés críticos ya no resisten la tentación de reclamar sus deudas.

Hace ya algunos días que esa fase llegó a muchos gobiernos, el español entre ellos. En la fase de perversión no hay acuerdo sobre lo que sucede, los datos fallan, los expertos discrepan, la confusión crece, las contradicciones afloran. No es culpa –solo– de las autoridades. Por mucho que tratemos de convencernos de “la contundencia de los hechos”, el veredicto que una sociedad emite sobre los acontecimientos está sesgado irremediablemente por los juicios y los prejuicios que proceden de los líderes de opinión de esa sociedad. De modo que hay sucesos y decisiones que, siendo exactamente iguales en un sitio y otro, o en un tiempo u otro posterior, son percibidos de manera completamente distinta en el primero y en el segundo.

En comunicación de crisis, una subdisciplina específica de la comunicación pública, recomendamos que en esa fase de perversión, sin duda la más difícil, se sigan media decena de instrucciones básicas. Siento profundamente que el Gobierno no las esté aplicando, porque no tengo la más mínima duda de su buena fe, ni tampoco de su preparación técnica, considerando todas las limitaciones. Y así, si en la fase de eclosión el manual pide paternalismo, solemnidad, unidad patriótica y promesa de victoria sobre el enemigo, en esta otra, el manual –no el mío, sino el manual universal– propone:

Que los técnicos sustituyan a los políticos. De hecho, los políticos “molestan”, porque por definición darán visiones contradictorias de lo que sucede. Las llamadas a grandes pactos nacionales pueden resultar incluso letalmente decepcionantes, porque de un líder supuestamente unificador se espera que logre unificar, no que sus compromisos caigan en saco roto.

Humildad, incluso ante los ataques más furibundos. Complace escuchar al ministro Illa, pero el confort solo dura un rato, hasta que se enciende el debate y otros portavoces del Gobierno o sus satélites lanzan invectivas contra los disidentes.

Unidad y claridad de criterio. En medio del cansancio las órdenes contradictorias resultan ofensivas y sugieren ausencia de conocimiento y falta de criterio. Un mando policial es corregido por su superior, que en realidad se limitó a explicar lo que legítima y legalmente tenía la intención de hacer: perseguir los bulos sobre la gestión del Gobierno. Sorprendentemente se invita a los niños a ir a la compra con un mayor, y a las pocas horas se les deja ir a pasear, e incluso se les pide perdón... El problema no es solo ni fundamentalmente el sentido de la decisión, sino que dentro del mismo Gobierno aparezcan de manera inmediata diferencias de criterio que hacen pensar al personal, aunque no sea cierto, que nadie está realmente al timón.

Dosificar las intervenciones. Prolongar las presencias en los medios de comunicación –incluyendo entre ellos las redes sociales, por supuesto– se convierte en un riesgo innecesario. Se dan las instrucciones imprescindibles cuando se hayan validado por todos los decisores, y poco más. No es necesario contestar a la última controversia en tiempo real. El último ejemplo que demuestra el peligro de empeñarse en estar ante la cámara cuando ya nadie quiere verte lo aporta Pablo Iglesias y su petición de disculpas a los niños y niñas porque “no hemos sido claros para explicaros ahora cómo podréis salir a dar paseos”. Ese paternalismo compungido, ñoño y pueril, no está a la altura del tremendo lío en que se encuentra un país que ya solo quiere salir cuanto antes de este confinamiento, que resulta ser el más estricto del mundo.

Confianza y optimismo. Es legítimo y legal, sí, que el Gobierno busque bulos y trate de evitarlos cuando esas mentiras puedan desestabilizar la tarea de las autoridades estatales. Pero, ¿es necesario? ¿Es conveniente? Es cierto que los bulos se difunden hoy a la velocidad de un click, pero también es verdad que se descubren con esa misma celeridad. Y que no hace falta para desvelarlos la concurrencia del Gobierno, que además es más lento y proceloso en la denuncia. Pocas cosas peores para un Gobierno que dar la impresión de estar a la defensiva y ejercer un comportamiento represivo con una ciudadanía cansada, confundida y mayormente responsable.

Hay otras fases posteriores en la gestión de la comunicación de crisis. A la tercera la llamamos “síntesis”. El momento en el que se produce un consenso social sobre la gestión gubernamental. Cuando el clima de opinión –el que se perciba en las sobremesas, en las cafeterías y los restaurantes, en los lugares de trabajo...– fija si el Gobierno lo hizo bien o mal. El clima de opinión que acalla las opiniones minoritarias en una espiral de silencio. No creo que aún haya una mayoría de españoles que piensen que el Gobierno lo ha hecho mal. Aunque haya falsos sociólogos inventando encuestas tratando de constatar lo contrario. El Gobierno tiene aún margen. Pero a diferencia de los tribunales de Justicia, el tribunal de la opinión pública no admite recursos ni apelaciones. Una vez que sentencia no suele desdecirse.

Hay luego repuntes de la crisis –“fases de renovación”, los llamamos–. De aquí a un año, de aquí a cinco o diez, cuando vuelva a pasar algo parecido a lo que ahora sufrimos, o cuando rindamos homenajes en los aniversarios, miraremos atrás y volveremos a hablar de lo que nos pasó. Quizá entonces la perspectiva nos permita, a nosotros o a nuestros hijos, ver las cosas con menos pasión. Quién sabe.

En estos días se ha hablado mucho de Churchill como el ejemplo de líder a seguir. A pesar de lo controvertido o deplorable de muchas de sus decisiones previas o posteriores, se alaba su capacidad unificadora e inspiradora en tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Esas alabanzas deberían tomar en consideración lo que le sucedió tras la Guerra: perdió las elecciones cuando llegó la paz.

La historia no se repite, pero sus enseñanzas son siempre las mismas.

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