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El rincón de los lectores

La última hija de Max Aub

Max Aub y Elena Aub Barjau en La Habana, 1968.

Conocí a Elena Aub Barjau a través de Carmen Valcárcel, profesora de Literatura en la Universidad Autónoma de Madrid, cuando andábamos empeñadas en rescatar y difundir la obra de Max Aub, tan importante para entender el exilio español. Para mí, fue el escritor que mejor lo representó, con una ingente obra que había ido leyendo según caía en mis manos: Crímenes ejemplares, La calle de Valverde, Manuscrito Cuervo, La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, La gallina ciega o las novelas de El laberinto mágico en aquella edición mítica de Alfaguara, así como sus Cuentos mexicanos o Cuentos de vanguardia.

Un día Carmen me enseñó Juego de cartas, en la edición de Finisterre, que yo no conocía, y me quedé tan sorprendida que me lancé a buscar un ejemplar por Internet. Encontré uno en Francia al módico precio de 6.000 euros. Desde entonces supe que merecía la pena hacer una edición. Finisterre había muerto, siendo editor se quedó con los derechos de Max (ojo al dato), así que se podía desbloquear el asunto. Para ello fuimos a hablar con Elena Aub mi tocaya, Miguel Ángel Arcas y yo. Aquel fue el principio de una gran amistad, como en Casablanca y, aparte de darnos autorización —por entonces era todavía la presidenta de la Fundación Max Aub y la que gestionaba la obra y los derechos en nombre de las hermanas que aún vivían, una en México y otra en Inglaterra—, me sedujo de tal modo que, cuando ese mismo día me ofreció que hiciera la edición de Luis Buñuel, novela, acepté encantada. Era una seductora nata y supo darme donde más me dolía: no quiero —dijo— que lo haga ningún estudiante, ningún joven universitario. Quiero que lo haga alguien que sepa lo que es el exilio, que haya pertenecido a él.

Nunca dudó de mi capacidad, supo ver en mí lo que ni yo misma veía y me animó a seguir editando la obra de su padre. La amistad surgida entre las dos, la complicidad con ella, mujer comunista, militante y fiel a sus creencias, ha ido consolidándose en estos años hasta el pasado 14 de mayo, día de su fallecimiento. Cuando me hablaba de las personas que conoció en México, de la separación de la familia tras la Guerra Civil, ellas en Francia y su padre en campos de concentración, su reencuentro en México, lo que opinaba de los amigos de su padre, la impresión que le producía Luis Buñuel cuando iba a su casa, más cercana, según ella, a un ogro de voz grave, serio y con un ojo a la virulé que a un gran cineasta; cuando recreaba anécdotas, cuando contaba cómo su hermana pequeña nació prematura en plena Guerra Civil y fue sacada adelante metida en una caja de zapatos recubierta de algodones y con bombillas puestas alrededor para calentarla; cuando me contaba todo eso, insisto, yo le decía: Elena, escribe, escribe tus recuerdos, tu memoria, es la memoria de un tiempo de exilio que no debe perderse. Nunca quiso. Ni que nadie lo hiciese en su nombre. Ese pudor del derrotado, del que ha sido educado en valores que se perdieron en mitad del camino, con la Transición y lo que vino después, es algo que solo los que lo han vivido conocen: el extrañamiento, la esquizofrenia, la dicotomía, el desgarro interno.

Nos presentó Carmen Valcárcel, nos unió Max Aub y nos enraizamos con nuestras experiencias de exiliadas. Dulce y sensible, también granítica y con mucho humor, poseía gran inteligencia y cultura, mucho más que algunos catedráticos sesudos que podían menospreciarla por no querer destacar, por saber callar a tiempo, por no ir presumiendo de lo que sabía. Decía verdades como puños con una voz tan dulce y melosa que apenas podías enfadarte con ella. Cuento solo una anécdota. Su padre perteneció al PSOE y fue partidario de Negrín, por lo que le expulsaron del partido. Bajo el gobierno de Zapatero, el PSOE valenciano decidió devolverle el carné, en un acto en Valencia. Una diputada de entonces, de bastante renombre, dijo oficialmente que al devolverle el carné socialista a Max Aub, se le devolvía la dignidad. Su hija Elena le replicó diciendo que su padre jamás había perdido la dignidad, que, en todo caso, con ese acto, se le devolvía la dignidad al PSOE.

Elena Aub Barjau (a ella le gustaba usar los dos apellidos en honor a su madre) nació en Valencia, en 1931, contrajo matrimonio con el escritor y profesor universitario Federico Álvarez, hijo también de exiliados. Formó parte del Movimiento Español (ME/59) para reivindicar su condición como exiliada. Regresó a España, algo que no hizo su padre, y no cejó hasta que consiguió poner en marcha la Fundación Max Aub, de la que fue presidenta durante muchos años, hasta que le sucedió su hija Teresa Álvarez Aub. Todos los que la conocimos la queríamos. Con ella se va parte de una memoria del exilio, y nos deja su legado, su bondad, su trabajo por reivindicar la figura de su padre y su amistad.

Murió sentada en el sofá de su casa a media mañana. Su padre murió de un infarto justo antes de empezar una partida de póker con sus amigos en México, un sábado por la tarde. Dos grandes formas de morir.

Ese mismo día, un rato antes, me mandó por correo electrónico una receta de cocina, escrita con tal delicadeza y gracia que, con su permiso, me voy a permitir reproducir aquí, quizá porque pudo ser lo último que escribió y porque quien quiera ponerla en práctica, le rendirá así un homenaje.

"Mi receta es bien sencilla. Sopa de ajo a la Peua (mi madre).Todo en crudo.Cacerola normalita y limpia.Ajos. Sal. Agua. Pimentón dulce. Pan rebanado muy fino y puesto a secar desde el día anterior. De aceite delicioso, chorretón generoso.Machacar (majar dicen algunos) en la cazuela tres gajos-ajos junto con la sal (¡tiento!) y el pimentón. Muy machacado, como si tuvieras rabia por algo.Añadir el agua que calcules necesaria para tus raciones (igual que los ajos, piénsalo primero). Poner a hervir. Cuando rompa a hacer burbujitas, añadir el pan, todo de una. Dejar hervir largo rato, muchísimo rato, mientras haces otras mil cosas. El pan se convertirá en miguitas chulas y peques. El caldo tomará un hermoso color rosado con los hermosos ojos del aceite. Pruébalo por si necesita algo de sal o un tin de pimienta (al gusto). Tal vez hasta puedas echarle un par de huevos batidos para que espese, si es que te ha quedado aguachinado. Al gusto. Y buen provecho y que te guste.¡Salud!".

 

Wolfe, de la vasta América a la enferma Europa

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La vamos a echar mucho de menos.

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Carmen Peire es escritora. Su último libro es Cuestión de tiempo (Menoscuarto, 2017).

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