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"El futuro ya no es lo que era"

Militares del Ejército de Tierra en Sant Joan de Vilatorrada (Barcelona).

A primeros de enero de este año nadie podía pensar que sólo un par de meses más tarde todo quedaría trastocado por los efectos perniciosos de una epidemia aparecida en China y que se propagaría para convertirse en una pandemia sin precedentes y de alcance planetario: confinamiento total de la población en la mayor parte de los países, paralización abrupta de la producción y la actividad económica y comercial, aumento espectacular de contagios en numerosos países y escalada de muertes con especial incidencia en la población de mayor edad. La parca se ha cebado con especial crudeza en los más mayores y, al menos en España, especialmente en las residencias de ancianos. En su momento se verán las responsabilidades de este último caso.

El mundo entero no había conocido jamás una conmoción similar a la que estamos viviendo estos días y en tan poco espacio de tiempo. También es verdad que la inmediatez que nos ofrecen los modernos medios de comunicación y las redes sociales nos hacen más conscientes de lo que está sucediendo en cualquier parte del mundo, pero también más vulnerables a la desinformación, las noticias falsas o falseadas y a la manipulación. Encontrar un equilibrio en el bombardeo diario de noticias, medias noticias y falsedades es una difícil tarea para todos mientras vemos que los responsables políticos, pillados todos a contrapié, sudan la gota gorda, al menos en las democracias avanzadas, para evitar que la nave naufrague y que el balance de pérdidas, humanas ante todo, sea el menor posible.

Prioridad obliga, las políticas presupuestarias en Europa han tenido que reorientarse sobre la marcha para hacer frente, en primer lugar a la situación de urgencia sanitaria y la contención en la medida de lo posible de la expansión del virus, y en segundo lugar a las consecuencias inmediatas y a corto plazo del parón de la actividad económica. Las principales instituciones de la UE, empezando por el Banco Central Europeo (BCE) y luego la Comisión Europea, han tenido que elaborar planes de emergencia con el desbloqueo de miles de millones en ayudas para mitigar las pérdidas económicas de los países de la zona euro. Están en juego la supervivencia de miles de empresas y millones de puestos de trabajo y, lo que es peor, un posible retroceso en los derechos laborales adquiridos durante décadas de lucha de los trabajadores y sus organizaciones sindicales. La patronal no ha perdido un solo segundo en reclamar recortes en salarios, aumento de jornadas y ayudas estatales (¡ahora sí es necesario el Estado!). En pocas palabras: trabajar más y cobrar menos.

En el ámbito nacional, los gobiernos han tenido que echar mano de una legislación de emergencia para contener la expansión del virus mediante la implantación de medidas urgentes que limitan algunos derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, generalmente bien acogidas por la población. En algunos casos usando un mecanismo constitucional de emergencia, como el estado de alarma en España, y otros a través de medidas legislativas ordinarias urgentes como el estado de emergencia sanitaria en Francia, la consideración de un brote epidémico nacional en Alemania, varios decretos de emergencia en Italia, el estado de epidemia en Polonia, etc.

Esta súbita pandemia, sin precedentes en cuanto a su contagiosidad y alcance planetario debidos al continuo trasiego de viajeros, lleva a plantearnos un cambio de prioridades en las políticas públicas y en el destino del gasto público. Por un lado, estamos comprobando que el descuido sostenido de la inversión del Estado en la sanidad pública ha puesto en evidencia la escasez de recursos materiales básicos del sector sanitario como camas de hospital, camas de reanimación, UCI, centros médicos de proximidad en zonas rurales, respiradores, kits de pruebas rápidas o simples mascarillas. Lo mismo se puede decir de la carencia de recursos humanos, cuyos escasos efectivos están trabajando más allá de los límites razonables: médicos, enfermeras, celadores, ambulancistas y técnicos de emergencias están expuestos a contagios masivos y por lo general mal pagados y/o víctimas de contratos precarios.

Por otro lado, los gastos en Defensa, tanto en el ámbito europeo como en el nacional, siguen por su derrotero sin que hasta ahora nadie haya alzado la voz para reclamar un cambio de rumbo. Como ejemplo, según los datos del think tank Centre Dèlas, el presupuesto militar en España ha estado creciendo de manera lenta pero sostenible en los últimos años, desde el 5,74% en 2013 hasta el 6,08% en 2018 del presupuesto total del Estado (un 1,67% del PIB) y tanto el gobierno actual como los anteriores se han comprometido a la compra o modernización de material militar (fragatas, submarinos, blindados, modernización de cazas, helicópteros, satélites) por importe de más de 17.000 millones de euros, a pagar de forma escalonada hasta al menos el año 2030, inversión que coincide con las exigencias de la OTAN por voz de su primus inter pares, Donald Trump.

A este respecto, es de destacar que uno de los mecanismos de la Unión Europea que podrían propiciar un ahorro relativo en gastos de defensa, como es la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO), especialmente por la racionalización de las inversiones en material y formación, está haciendo aguas cuando apenas ha cumplido dos años, según la web especializada en política de defensa europea Bruxelles2. La “bella durmiente del bosque” del Tratado de Lisboa, en expresión de Jean-Claude Junker, no acaba de desperezarse. Algunos de los proyectos incluidos en ese ambicioso programa de cooperación como el mando médico europeo, el hub logístico o el dispositivo militar de desarrollo en casos de catástrofes no están aún en marcha, dispositivos que serían de gran utilidad durante esta crisis sanitaria.

Las lecciones aprendidas que habrá que poner sobre la mesa cuando hagamos balance de los errores y carencias de esta pandemia nos harán ver que son ese tipo de proyectos, si nos ceñimos sólo a Defensa, por los que vale la pena apostar, sobre todo por su eventual aprovechamiento por la población, y dejar en segundo plano, si no en suspensión, la adquisición de nuevas fragatas, nuevos vehículos blindados o nuevos submarinos. El mundo de 2020 poco tiene que ver ya con el de 2019 y sería conveniente replantearse los compromisos adquiridos por España respecto al reparto de responsabilidades y esfuerzos entre aliados. Es decir, esa meta del 2% decidido en la llamada cumbre de Gales (septiembre de 2014), que le parecía incluso escasa al mandatario norteamericano.

Somos más vulnerables de lo que pensábamos a otros riesgos y los ciudadanos necesitamos estar protegidos por los servicios públicos ante el azote de calamidades devastadoras como la que ahora estamos experimentando. Esa protección no se consigue con la disminución del gasto en sanidad, sostenida prácticamente desde 2009, que sitúa a España -cuarta economía de la UE- en el puesto 13, según Eurostat, con un porcentaje sobre el PIB del 8,9% frente a la media de la UE del 9,9%. Es absolutamente necesario y urgente dotarse de unas reservas estratégicas en el ámbito de la sanidad (atención primaria, camas, UCIs, personal, I+D sanitaria) y redoblar esfuerzos presupuestarios para situarnos por encima del 10% del PIB para mantener el Estado de bienestar que tantos enemigos tiene.

En fin, el mundo es muy cambiante y es precisa la actualización permanente del concepto de amenaza. Se ha estado haciendo tímidamente en los últimos años pero el covid-19 nos ha invadido como un tsunami y en cuanto salgamos de la conmoción hay que ponerse seriamente a pensar en las amenazas reales que acechan al modo de vida de todos los ciudadanos, en especial a las clases más desfavorecidas.

De nada sirven hoy los carros de combate o los submarinos, por poner sólo dos ejemplos, para luchar contra el terrorismo, la guerra híbrida, los ciberataques, la guerra bacteriológica o química o una pandemia como la que estamos sufriendo. Y menos aún contra el gran elefante en la habitación que ningún dirigente quiere ver, el cambio climático que estamos acelerando para dejar a nuestros hijos y nietos un planeta, sin repuesto, probablemente peor que este actual.

Todo el mundo desea volver a “la normalidad”, pero cuando recobremos la libertad de movimientos y, sobre todo, dejemos de contar decenas o centenas de muertos diarios por el coronavirus (aún hay países donde la curva de la muerte sigue en ascenso), deberíamos cambiar nuestro comportamiento, nuestras preferencias, nuestras metas y exigirlo así a nuestros dirigentes. Hay que buscar nuevos paradigmas. Como dijo el poeta Paul Valéry,“Le futur n'est plus ce qu'il a été” (el futuro ya no es lo que era).

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