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Obituario

Con Ignacio Sotelo, de paseo por Berlín

Ignacio Sotelo.

No sabría decir con precisión cuándo conocí a Ignacio Sotelo, quien acaba de morir en Berlín, a los 84 años. Debió de ser en el 2007, unos meses después de instalarme en la capital alemana. Él se había asentado allí varias décadas antes, en 196o, tras pasar por Francia, huyendo de una probable detención en España. Llegó licenciado en Derecho y en Filología Clásica, tras estudiar el bachillerato en el Liceo Francés de Madrid, y se instaló en Colonia, donde hizo su tesis doctoral sobre el autor de La náusea, publicada con el título de Sartre y la razón dialéctica (1967).

Unos pocos años antes, le llegó un trabajo suyo sobre la cultura latinoamericana al profesor Richard F. Behrendt, de Berna, y le interesó tanto que cuando éste fue contratado por la Freie, de Berlín, lo invitó a ser parte del equipo que estaba formando en su cátedra de Sociología. Y sigo aquí el relato del propio Sotelo, con la esperanza de que la memoria no me traicione. En 1965 ganó por su parte una cátedra de Ciencias Políticas en la misma Freie, la Universidad Libre de Berlín (lo libre del oeste frente a lo democrático del este), que compaginaría con estancias frecuentes en la América hispánica (el resultado más evidente es su Sociología de América Latina, 1972), y numerosos viajes a España, a partir de 1976, con una estancia seguida entre 1979 y 1981. Como él mismo dijo de J.L. Aranguren (su otro mentor y amigo fue Dionisio Ridruejo), fue casi siempre por libre, aunque estuvo afiliado al PSOE, donde llegó a ocupar el cargo de secretario de Cultura de la Comisión Ejecutiva Federal, entre 1976 y 1984, formando parte de su ala más izquierdista. De esta experiencia proceden libros como El socialismo democrático (1980) y Los socialistas en el poder (1986).

En un momento dado, pensó regresar a España. Ganó por oposición una cátedra en la Universidad Autónoma de Barcelona, pero cuando fue a tomar posesión, el vicerrector de turno le sugirió que no lo hiciera, pues preferían quedarse con el aspirante de la casa. Todo esto ocurrió ya en la democracia, y entre gentes de izquierda, como le gustaba subrayar a Sotelo, aunque también haya que decir que muchos profesores de la Autónoma lo alentaron a quedarse. Al final renunció, pero le quedó un regusto amargo de aquella experiencia.

Ignacio Sotelo fue un destacado ensayista universitario, pero también un buen divulgador, pues tenía el don de la claridad y de la síntesis, y sabía contar los hechos y desbrozar el pensamiento, por lo que fue un colaborador frecuente tanto en la prensa como en numerosas revistas. En El País escribió hasta el 2016, pero en los últimos tiempos tenía una actitud crítica, pues ya no era el gran periódico en el que él se había sentido cómodo. Me contaba que siempre que viajaba a Madrid, le gustaba acercarse al diario, aunque en los últimos tiempos casi no lo sintiera suyo, pues apenas conocía ya a nadie en la redacción y no tenía con quien detenerse a charlar, como a él le gustaba.

Ignacio Sotelo era una institución, una especie de embajador intelectual español en Berlín, al que recurrían los corresponsales de la prensa, las cadenas de televisión, los diplomáticos y el Instituto Cervantes de la ciudad. Si en un debate participaba él, y presencié varios en los que intervino, el interés estaba asegurado.

Solía citarme en su casa, en Charlotenburg, donde creo que vivía gran parte de la semana solo, pues su mujer ocupaba una cátedra en una Universidad del sur de Alemania y sus dos hijos se habían emancipado. Tras charlar un rato, salíamos a comer fuera, cerca de su casa, dando un lento paseo, deteniéndonos de vez en cuando para matizar la conversación. Le gustaba la comida copiosa, el codillo o la milanesa de ternera con patatas (Wienerschnitzel), regados con una buena cerveza. Otras veces se acercaba él a mi barrio, en Schöneberg, donde solíamos tomar los domingos un brunch en un restaurante portugués que ya no existe. Hablábamos sobre todo de la vida en Berlín, de aquellos años en que era una ciudad subvencionada y la cultura (teatros, ópera, conciertos, museos...) resultaba asequible para todos, y de la política española, y en concreto sobre Cataluña, sobre la que le gustaba conocer mi opinión, aunque él solía estar mejor informado que yo y probablemente tuviera opiniones más atinadas. En una entrevista que le hicieron en el 2009 en El Cultural afirmaba que “pese al estado calamitoso de la economía, lo más grave [en España], es el bajísimo nivel cultural y la falta de valores de la juventud”. Transcurrida una década desde entonces, estoy seguro de que la nómina de carencias, a mi juicio, se habría ampliado y la dura crítica de la juventud la habría matizado, aunque en esencia, su opinión siga vigente. Las últimas veces que lo vi y pudimos charlar, tras una intervención en el Cervantes, le costaba andar, y ese balanceo suyo tan peculiar, se le hacía trabajoso. Pero su mirada, despierta, inteligente, con algo de Topo Gigio en el rostro, seguía tan viva y alerta como siempre.

Entre todos sus libros, yo prefiero dos: A vueltas con España (2005), pues en él aparecen en síntesis buena parte de sus preocupaciones culturales y políticas; y el que dedicó a Berlín (1992), en la colección Las ciudades, de Destino, hace mucho tiempo agotado, por lo que debería reeditarse. Este último empieza narrando su vida, en unas páginas que saben a poco. Y por destacar otro aspecto curioso, le dedica varias páginas a los cementerios de la ciudad, decía haber contado más de setenta, otro interés que compartíamos. En suma, se trata de uno de los mejores libros que he leído sobre Berlín, y no he leído pocos.

Paloma Díaz-Mas al ritmo del cocido

Paloma Díaz-Mas al ritmo del cocido

Me sorprende que su muerte apenas haya tenido eco en España, madrastra a menudo de sus mejores hijos, solo he visto un artículo de Antonio García Santesmases en El País. Ignacio Sotelo fue un hombre inquieto, le gustaba contar que había intentado vivir en otras ciudades (Madrid, Barcelona...), pero siempre acababa volviendo a la capital alemana. Me habría gustado, por tanto, que sonara en su honor la marcha Berliner Luft, “El aire de Berlín”, de Paul Lincke, símbolo musical de la ciudad en donde pasó gran parte de su vida, y que no deja nunca de cambiar como decía Brecht, siendo por eso la preferida.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de BarcelonaFernando Valls

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