Los diablos azules

Víctima y victimismo

Portada de Blanco, de Bret Easton Ellis.

Del viejo mundo eléctrico y suntuoso de los yuppies de los años ochenta no queda ni rastro, a excepción de los beneficios ilimitados que la industria del superlujo ha seguido obteniendo desde entonces. Lo que queda, de hecho, es un puñado de novelas y libros que han intentado explicar el impacto de una forma de vivir ligada a la amoralidad del dinero y la exhibición del poder económico de una cuadrilla de brokers y operadores de bolsa que se hacían multimillonarios de la noche al día (y también al revés). Alguna serie estadounidense se ha acercado con sobredosis empalagosa de sacarina, por ejemplo Billions, pero nada se puede comparar, todavía hoy, con una extraordinaria novela de Bret Easton Ellis, American Psycho, publicada en Estados Unidos en 1991 (y bien traducida en Ediciones B por Mariano Antolín Rato el mismo año).

Su éxito fue global en gran medida porque su editorial originaria, Simon & Schuster, se negó a publicar el libro por razones de moralidad. La conducta nocturna de su protagonista, Patrick Bateman, lo convertía en un asesino en serie frío, calculador, exquisitamente educado, desacomplejadamente humorístico y profundamente sádico, sin que la impavidez del narrador interfiriese ni poco ni mucho en el desarrollo frenético de la actividad victimizadora y despiadada del protagonista: un perfecto psicópata.

Paradójicamente, el escándalo procedió de la sobreexposición metódica de la violencia y la misoginia primaria del personaje y no de lo que era el auténtico eje de la novela, una formidable sátira de la patológica insensatez de la cultura financiera de Wall Street y el beneficio económico ilimitado.

La estupidez de derechas y de izquierdas identificó la amoral sexualidad sádica de Bateman con las prácticas y gustos del mismo Ellis, en uno de los equívocos más repulsivos de las letras globales de los últimos treinta años. No solo no había ninguna forma de autobiografía testimonial en la novela, obviamente, sino que el centro del libro estaba en la desesperación moral y la desorientación vital de un joven, el mismo Bret Easton Ellis, que había entrado en los círculos del éxito global, las fiestas de millonarios y el exhibicionismo narcisista que demasiada gente leyó como una adhesión tácita a ese mundo.

Blanco (Literatura Random House) es el primer libro de Ellis que explica en buena medida esa violación radical de la lectura de aquella novela —la gente hablaba, obviamente, sin haberla leído—, pero sobre todo analiza, desde su autobiografía, la mutación moral e ideológica que las redes sociales han traído al mundo contemporáneo desde la perspectiva de un autor de éxito, guionista de series, colega de directores y actores de Hollywood y habitual de las revistas y las fiestas vip de la industria del entretenimiento. Solo hasta que llegaron las redes, y Twitter en particular, y hasta que llegó la amenaza política del auténtico héroe de Patrick Bateman, Donald Trump, que solo era, en los ochenta, un empresario de éxito y un producto televisivo con sus propios programas de entretenimiento con audiencias masivas.

Quizá el error del que nunca se arrepentirá bastante Barack Obama sea haber ridiculizado en público a Donald Trump (Michelle Obama pasa de puntillas en su espléndida autobiografía) en uno de sus discursos. Desde ese día, Trump no hizo otra cosa que romper, una detrás de otra, las reglas del juego y los consensos compartidos para asaltar la Casa Blanca o, como mínimo, acercarse a ella intimidatoriamente. Uno de los biógrafos de Trump describe las lágrimas auténticas de su mujer y la viva imagen de la descomposición facial de Trump al saber, en la noche de las elecciones, no solo que podían ganar sino que habían ganado.

Lo que en Twitter empezó de una manera ha acabado de otra. Lo que al principio era un medio inofensivo para provocar, jugar y disparatar sin más, ha ido mutando en una herramienta de control ideológico y social en el mismo momento en que la exhibición impúdica de machismo y patriotismo del universo Trump ha ido provocando un cierre de filas en los medios progresistas partidarios de todo tipo de inatacables e inmutables identidades tribales. El control de la autovictimización como peste social es el auténtico blanco de este Blanco, con su caterva de enfermos morales incapaces de tolerar (o de leer con sentido del humor y capacidad de distanciamiento) una crítica, una ironía o una parodia relacionada con el sexo, la raza, la fe o la violencia.

La magnificación de las causas de la victimización es una patología en sí misma, una muestra de inmadurez y de ignorancia sobre la naturaleza del mundo, y requiere tratamiento médico o psicológico, pero no exactamente el imperio de la autocensura y, menos todavía, la hegemonía asfixiante de la motivación positiva como única vía aceptable de comunicación con los otros y su espiral de adulación mutua y autocomplaciente: todos buenos, todos nobles, todos de cabello de ángel y dulce de leche.

La incontestable valentía de este libro desafía educadísimamente los axiomas comunes en el mismo entorno pijoprogre que pasa insensiblemente de la defensa de la víctima —de una violación, de la pobreza, de la raza o la sexualidad— a la exhibición patológica del victimismo como credencial civil y militancia excluyente, como nuevo fanatismo identitario que anula el debate, la discusión o la mera crítica de las posiciones correctas.

La tribalización de las comunidades no es un fenómeno local —como puede serlo en los sectores más fanatizados y sectarios del independentismo— sino global en la medida que autotitularse víctima, estandarizarse como víctima, se ha convertido en un fabuloso instrumento de coacción preventiva contra la crítica pequeña o grande al colectivo que se autodefine como víctima. Una vez y otra Ellis evoca las lecciones de una gran escritora, Joan Didion, que no hizo pasar por delante su condición de víctima antes que de mujer, y no se escondió nunca detrás de su condición de mujer para bendecir o maldecir su buena o mala suerte.

Como ha sucedido aquí con Vox, la devastadora desolación que invadió a los demócratas ante la victoria de Trump delataba, a los ojos más que sensatos de Ellis, una inmadurez propensa al narcisismo infantil. Como dice con gracia, tomarse literalmente al pie de la letra a Trump es como protestar de las Kardashian. Los derrotados sentían que no se merecían lo que les pasaba, perdían el sueño, se desesperaban y exigían la adhesión incondicional de todos a su mismo estado de indignación hasta impulsar un movimiento de resistencia contra Trump, como si las elecciones no las hubiese perdido Hillary Clinton antes que haberlas ganado Donald Trump.

Ante esa derrota, quizá es preferible menos sobredosis de plañideros entre las privilegiadas profesiones liberales y pijoprogres y mejor gestión de la cosa pública para evitar que el populismo maniqueo y primario atraiga la atención del personal hacia Vox (o hacia Trump). "Una suerte de narcisismo demente", dice Ellis, acaba haciendo creer que proteger de la crítica y de la sátira a gais, mujeres, víctimas del terrorismo o víctimas de la guerra civil tiene algo de actitud progresista, y no lo que verdaderamente es: un tiro en el pie, una amputación inconsecuente y un retroceso empobrecedor de la capacidad de evaluar a los miembros de la propia tribu, todos incluidos.

¿Es una serie? ¿Es una película? ¡Es una novela!

La versión original en catalán de este artículo apareció en el número 20 de la revista Politica&prosa el 26 de junio de 2020.la revista Politica&prosa

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Jordi Gracia es ensayista y profesor de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. Su último libro es Javier Pradera o el poder de la izquierda (Anagrama, 2019).

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