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Cincuenta años después de la victoria de Salvador Allende

Salvador Allende, en una imagen de archivo.

Joan de Alcàzar

Fue el 4 de septiembre de 1970 cuando Salvador Allende, al frente de la Unidad Popular (UP), ganó las elecciones presidenciales chilenas. Se cumple ahora medio siglo de aquel acontecimiento en el que una coalición de izquierdas, que incluía a los comunistas, obtuvo en las urnas el poder presidencial. Resultó especialmente llamativo que el suceso se hubiera producido en una región -América Latina- inequívocamente dominada por Washington, en un mundo dividido en dos bloques irreconciliables. Era la Guerra Fría, en la que los Estados Unidos y la Unión Soviética pugnaban por controlar el planeta.

Hacía apenas 11 años que Cuba había culminado una revolución que pronto dejó de ser lo que parecía, simplemente nacionalista y casi romántica, para alinearse entusiasmada con Moscú ante los ojos atónitos de la Administración Eisenhower. El siguiente presidente estadounidense, John F. Kennedy, tuvo que afrontar el fracaso de la invasión contra-revolucionaria de Playa Girón (o Bahía de Cochinos), urdida por el gobierno anterior, y la más grave y extremada tensión que vivirían las dos superpotencias: la llamada Crisis de los Misiles, en octubre de 1962, causada por las rampas para cohetes que el Pentágono detectó que los soviéticos estaban instalando en la isla caribeña. Las dos superpotencias estuvieron en aquellos días -como nunca antes ni después- al borde del conflicto nuclear, lo que hubiera tenido unas consecuencias dantescas.

Desde entonces, los Estados Unidos se prometieron que no habría más Cubas en América Latina. Así pues, ante la situación política en Chile hicieron todo lo que pudieron para evitar la victoria de Allende y la UP. No lo consiguieron, pero no cejaron nunca en su empeño de hacerle la vida imposible al nuevo mandatario y a su gobierno. Además de aquella conocida sentencia del Secretario de Estado Kissinger de que no iban a permanecer impasibles ante un pueblo irresponsable (el chileno) que había decidido hacerse comunista, el testimonio de Edward Korry, a la sazón embajador estadounidense en Santiago, nos informó del enorme temor que inspiraba al gobierno de Richard Nixon el hipotético establecimiento de un eje La Habana/Santiago.

El 11 de septiembre de 1973, tan solo mil cien días después de vencer en las urnas, Salvador Allende se suicidaba en la sede de la presidencia, el Palacio de la Moneda, que tras ser impunemente bombardeado por cazas de la Fuerza Aérea estaba sitiado por carros de combate. Al mando de aquel golpe militar apareció el general Augusto Pinochet. Comenzaba una larga, cruenta y cruel dictadura que duraría hasta 1990, aunque todavía hoy se percibe parte de su herencia. El llamado modelo [capitalista] chileno, implantado por la dictadura y sacramentado en la Constitución de 1980, mantiene todavía aristas durísimas que, en especial desde octubre de 2019, está siendo seriamente cuestionado.

Cincuenta años después, aquella victoria electoral y el proceso que abrió, la llegada al poder de un gobierno que pretendía desarrollar la llamada Vía chilena al Socialismo todavía es objeto de análisis y debates académicos y políticos. Sus impulsores trataban de transformar la sociedad de forma pacífica hasta llegar al socialismo, pero desde el respeto a las instituciones y sin salirse del marco constitucional. Para quienes votaron por Allende, se trataba de materializar un sueño: “construir un Chile bien diferente” [como cantaba Inti Illimani]; para los otros, y eran muchos, había comenzado de una pesadilla.

Conviene recordar que el triunfo de Allende había sido muy ajustado: un 36.2 por ciento para la UP, un 34.9 para la derecha de Alessandri y un 27.8 para el centro de Tomic, candidato de la Democracia Cristiana. La Vía chilena al Socialismo había nacido, pues, electoralmente frágil, y contaba con la oposición de más del 62 por ciento de los votantes.

Por supuesto que el futuro no estaba escrito, pero el escenario para Allende y su gobierno era de una dificultad extrema: el mundo se encontraba fracturado en dos por la Guerra Fría, lo que era especialmente explícito en América Latina; contaba solo con el apoyo de poco más de un tercio del electorado; hubo de enfrentar poderosos ataques desde dentro de Chile; además, el nuevo presidente constató tempranamente importantes desavenencias, tácticas y estratégicas, entre los socios de la propia Unidad Popular.

Allende afirmaba públicamente que su objetivo era que Chile fuera como Cuba, solo que pretendía alcanzar esa meta pacíficamente, sin recurrir a la lucha armada. Por razones completamente distintas, ni sus opositores ni una porción de sus partidarios se creían ese discurso, por lo que la polarización política interna del país fue cada vez mayor. Desde el exterior, de Washington al Vaticano, pasando por Bélgica, se torpedeó de manera perseverante el proyecto que Salvador Allende pretendía desarrollar. La ciudadanía se polarizó cada vez más, a favor y en contra de la Vía chilena al socialismo. Especialmente durante y después de la insólita y larguísima visita que Fidel Castro realizó en noviembre de 1971.

Menos de dos años después, el 11 de septiembre de 1973, los militares sacaron las tropas a las calles, impusieron una Junta de Gobierno Militar comandada por Augusto Pinochet, y comenzaron una durísima represión contra los afines a Allende y a la UP. Se trataba de una de las dictaduras llamadas de Seguridad Nacional, como otras en América Latina. Estas partían de la premisa de la existencia de un enemigo interior (“los comunistas”, una etiqueta que se adjudicaba a cualquier opositor a los gobiernos militares) al que había que detectar y neutralizar a cualquier precio.

El proceso político chileno, tan abrupta como ferozmente abortado, tuvo importantes consecuencias políticas de alcance internacional, particularmente para la izquierda política. La interpretación que se dio al fracaso o la derrota de la Unidad Popular -con ambas categorías se ha analizado la Vía chilena- fue variada: las más simples por acríticas, la de los soviéticos o la de los castristas; la más compleja y novedosa, la de los comunistas italianos.

Lo ocurrido con la Unidad Popular motivó diversos artículos de Enrico Berlinguer, Secretario General del PCI en 1973, publicados en la revista teórica del Partido [Reflexiones sobre Italia tras los hechos de Chile]. De allí surgirán dos líneas de trabajo político que resultaron fundamentales para la izquierda europea: el Compromesso Storico que proponía una colaboración orgánica especialmente con la Democracia Cristiana, y lo que pronto se llamaría el Eurocomunismoompromesso Storico.

Ambas propuestas partían de una nueva lectura del concepto de democracia novedosa para la izquierda política europea, que siempre la había adjetivado con intención peyorativa como parlamentaria, burguesa, liberal, etc. Ahora se pretendía asegurar la fortaleza del llamado Estado del Bienestar, instaurado en Europa tras la II Guerra Mundial, el que había conformado un nuevo escenario de progreso económico y social para los sectores populares. Además, visto lo ocurrido en Chile, los comunistas italianos proponían ir más allá de las estrechas y frágiles mayorías parlamentarias para conseguir el máximo consenso posible en torno a las instituciones democráticas y, a través de una política de reformismo fuerte, cerrarle el espacio al autoritarismo y a las políticas reaccionarias.

La nueva línea se expandió hacia los países del sur de Europa ya en 1975, cuando el PCI y el PCE hicieron una declaración sobre la construcción del socialismo que -aseguraban- debía realizarse en paz y libertad. Poco después, en marzo de 1977, el Eurocomunismo se oficializó cuando los secretarios generales del PCI [E. Berlinguer], del PCE [S. Carrillo] y del PCF [G. Marchais] se reunieron en Madrid y presentaron las líneas maestras de la flamante posición política común.

Es verdad que ni el Compromiso Histórico ni el Eurocomunismo cuajaron como se esperaba, pero eso no tuvo relación alguna con Chile. Lo cierto, sin embargo, es que tanto la nueva concepción de la democracia, como la necesidad de construir mayorías amplias se convirtieron de forma irreversible en planteamientos estratégicos para buena parte de la izquierda política europea, y esta si fue una clarísima consecuencia de la lectura que se hizo del proceso político auspiciado por Salvador Allende y la Unidad Popular.

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Joan del Alcàzar es catedrático de historia contemporánea de la Universitat de València. Su último libro es 'Política y utopía en América Latina. Las izquierdas en su lucha por un mundo nuevo' (Tirant, 2019). En 1998 fue Perito de la Acusación ante la Audiencia Nacional de España, en el Sumario 19/97 Terrorismo y Genocidio "Chile-Operativo Cóndor", que instruía el juez Baltasar Garzón contra Augusto Pinochet Ugarte y otros por genocidio, terrorismo y torturas.

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