Democracia pixelada
Presupuestos progresistas-no-excluyentes
Llegamos a la negociación de los Presupuestos con los tímpanos atiborrados de aspavientos y acusaciones descarnadas como banda sonora de la pandemia y, poco antes, de la negociación de investidura. Se acerca ahora la traca final. Los Presupuestos son la “chicha” de una legislatura, el resto es pellejo, en comparación. Llevamos tres años estirando los que hizo Rajoy, el modelo Montoro sigue organizando nuestras arcas públicas años después, pero el cambio de color del Gobierno, la crisis generada por la pandemia y las ayudas europeas exigen un cambio urgente.
Los Presupuestos capacitan y ponen límites a los planes de actuación del Gobierno. Fijarán qué políticas se podrán hacer o no, en qué programas se invertirá, dónde se recorta y cómo se recauda el dinero. Quién paga qué cuentas. Iglesias ha colado a Sánchez hábilmente un acuerdo sensato y necesario para atajar sus descaradas arrimadas hacia posiciones neoliberales: primero un acuerdo “progresista” entre quienes le dieron la legislatura, y luego, si es posible, tratar de ampliarlo. Asume así el papel de mediador con Esquerra Republicana que ineludiblemente le corresponde. Gracias por bailar con el más feo, visto desde Madrid. Falta va a hacer, y le toca.
Sánchez, por su lado, trata de compensar ese gol haciéndose la foto junto a la cúspide empresarial. Inditex, Telefónica, los grandes bancos, las eléctricas, Florentino Pérez, El Corte Inglés, no faltó casi ninguno. El presidente pidió unidad nacional, un nuevo clima y aclaró que no hay virus de izquierdas ni de derechas (¿y Presupuestos?). En un hábil movimiento populista, pertrechado de relucientes significantes vacíos a estrenar –Recuperación, Transformación, Resiliencia– pone rumbo hacia una posición de centro ideológico y fuerte liderazgo nacional interclasista, convocando bajo el lema España puede. Trata, así, de resignificar en clave nacionalista aquel sujeto quincemayista del “sí se puede”, que antaño encarnó Podemos y hoy vuelve a estar huérfano, disuelto, deshecho. Quién puede. España puede. “¿Sánchez, nacionalista y populista?, pero si es lo contrario”, dirán quienes repiten clichés hasta creérselos. Pues sí, Redondo también lee a Laclau. O lo intuye. ¿Había quienes pedían Más País? Pues tomen siete tazas. Claro, que igual son nociones de país muy diferentes, es lo que tienen las banderas, que hay que llenarlas de sentido.
Tras los primeros roces del curso a costa de Ciudadanos, Pablo y Pedro han acordado el carácter general de los Presupuestos: serán “progresistas-no-excluyentes”. Sólo falta saber qué es eso, más allá de la etiqueta. “¿Acaso no es progresista invertir en el tejido productivo?”, preguntaban esta mañana ya en la radio tertulianos de extremo centro. Claro que sí, hombre.
¿Qué progresismo?
La cuestión es cómo se hace esa inversión y en qué tipo de tejido. Más progresista será invertir en I+D+i social, verde y de alto valor añadido, para generar empleo sostenible, que sostener la burbuja inmobiliaria y del alquiler, o las industrias más contaminantes, o la hiperdependencia del turismo, por concretar ejemplos. Más progresista será, sin duda, rehabilitar con urgencia el sector de la cultura, especialmente sus pymes, que son motor de empleo directo e indirecto –y se han llevado un palo mortal con la epidemia–, que inyectar liquidez a la banca y luego rezar para que dejen caer miguitas hacia abajo, y no desaparezca ese dinero en los casinos financieros offshore.
Lo que seguro no es progresista es lo que ya hizo PSOE en anteriores ocasiones, y Sánchez aplaudió como diputado. Desmantelar el sistema de cajas de ahorro para favorecer a los bancos y traspasar su carácter social a fundaciones privadas (RD 9 julio 2010); o anteponer el pago de intereses de deuda con la banca alemana antes que el gasto social en España (Art.135 CE); o rescatar a fondo perdido; o “flexibilizar” despidos y debilitar los convenios colectivos (reforma laboral 2010), precarizando el empleo en una España que ha llegado a liderar rankings de temporalidad, pobreza asalariada y crecimiento de la desigualdad. Ejemplos no van a faltar, por algo PSOE lleva perdidos 4.536.352 votos entre las elecciones de 2008 y las últimas. Así pues, toca disputar a continuación el sentido del progresismo.
Esa es una tarea que no podemos dejar sólo en manos de UP, pero en la que Iglesias y los suyos tienen un papel clave que jugar. Es su oportunidad para demostrar iniciativa, realismo, alto nivel técnico y anticipar propuestas de sentido común, sin poses idealistas. Minimizar improvisaciones y bandazos, unificar discurso en torno a una campaña de comunicación clara, con fuerte anclaje técnico (memorias de viabilidad, referentes internacionales, las cuentas hechas). Dado que les van a atizar digan lo que digan, su única oportunidad es un discurso blindado, cohesionado, con objetivos comprensibles y claros, para evidenciar que ciertos poderes les atizan por lo que representan y no por lo que dicen. Si se atascan en poses radicales, ocurrencias imprevisibles y rectificaciones (no sería la primera vez), ese progresismo adquirirá tintes naranjas, y nadie pondrá el grito en el cielo por ello. Para que el progresismo sea social y no tecnocrático, este otoño toca menos Monedero y más Yolanda Díaz en pantalla. Ojalá sus cuitas internas lo permitan.
En cuanto a Sánchez, el problema de su noción de progresismo es saber a qué paradigma económico se atiene, aunque ya lo ha ido dejando muy claro. Saber si asumirá con hechos, o sólo con discurso, la necesidad de profundizar en la transición verde, los retos laborales que impone la transición digital, reforzar los maltrechos sistemas de sanidad, investigación y educación pública que no soportan ni medio recorte más, liderar la revolución de los cuidados que la pandemia ha puesto en agenda, e incluso apoyar al capital productivo –y a PYMES y autónomos, que son verdaderas minas de empleo– frente al financiero. O si por el contrario volverá a aferrarse a viejos dogmas neoliberales que han demostrado sobradamente su inoperancia en las últimas décadas, produciendo una desconexión tóxica entre finanzas y economía productiva, y la hegemonía absoluta de las primeras sobre las segundas.
Hay liberales honestos en todo el mundo (véase The Economist, o aquellos ultramillonarios preocupados por la fractura social) pidiendo que los ricos paguen más impuestos, que de verdad se combata la evasión fiscal, que se nacionalicen empresas estratégicas si hace falta para mantener empleos y servicios básicos, en vez de regalarles dinero sin contraprestaciones para mantener sólo sus beneficios; que se relocalice industria para recuperar empleo y soberanía (Macron dixit) y se habiliten rentas básicas eficaces ante la ola de desempleo que va a generar la Inteligencia Artificial y la robotización del trabajo “intelectual”, como recomiendan desde Sillicon Valley. No socialistas, ni obreros, como su partido, no: liberales.
Y luego hay también, claro, adeptos al fundamentalismo de mercado, que es otra cosa. Que siguen repitiendo viejos mantras que ningún técnico se toma ya en serio, pero con amplio eco mediático: que si se inyecta dinero arriba de la pirámide irá fluyendo hacia abajo, que si subimos el impuesto de sociedades hasta alcanzar la media europea las empresas se fugarán, que basta ayudar al ÍBEX y ellos ya crean el empleo, que los mercados se tranquilizan a base de sacrificios sociales, y demás tontunas sin base científica alguna cuya futilidad está sobradamente demostrada. Tontunas, como digo, con potente altavoz periodístico por el mero hecho de favorecer a los más poderosos. Sin embargo, Sánchez se deja arrastrar por esos mantras una y otra vez en lugar de escuchar a liberales sensatos: se ha bajado de sus promesas de reforma fiscal, de subir impuestos a la banca, de derogar la reforma laboral (“será lo primero que haga, prometió”), de perseguir el fraude con recursos de verdad, etc. Se deja arrastrar por el viento mediático, aunque a largo plazo le lleve al mismo arrecife en que naufragó Zapatero.
El problema, a fin de cuentas, es que está a punto de confirmarse de nuevo la imposibilidad de un gobierno fuerte con un proyecto de reconstrucción nacional valiente como hace falta, por más que Sánchez lo presentase ayer ante el IBEX. Esto no se debe (o no sólo) a los caracteres personales de los liderazgos actuales, sino a los incompatibles paradigmas económicos (es decir, políticos) en que se mueven, e incluso a la incoherencia de los mismos.
La retahíla de gestos que viene a continuación, que ya despega (líneas rojas, amenazas, indignaciones…) para tratar de seducir a una Arrimadas y un Rufián que venderán caro su apoyo (aunque ambos saben que sólo su apoyo garantiza su influencia, frente al difícil contexto interno y externo que afrontan sus aparatos de partido), será percibida como puro teatro vil por una población empobrecida y asustada. Se volverá a disparar el desapego postpolítico, el rechazo hacia el parlamentarismo en su conjunto y la canalización de malestares hacia otras vías. En la derecha, la marca mejor posicionada para capitalizar esa emoción es Vox, que a pesar de albergar discursos nazis, no es un partido antisistema ni fascista, como bien señala Iglesias. El fascismo originario era racista, castrense y machista, pero no jugaba siempre a favor de los ricos, y menos aún de las élites extranjeras. Vox es la escisión gore del PP, sin más. No trae orden, sino un caos nuevo, seguramente peor.
Entre la izquierda, por su lado, pudiera ser que UP estuviera en posición de capitalizar el descontento que va a sembrar el melodrama de los Presupuestos, pero no es así, por un pequeño detalle: ostenta cinco ministerios en este Gobierno. Y no todos bien gestionados. (¿Alguien ha visto a Castells? ¿Estará con Ángel Gabilondo?). Habría de tramitar muy bien la ruptura, manejando con frialdad los tiempos, dejando que sea Sánchez quien se salga del sentido común de su electorado. Pero han empezado el curso con vetos y rectificaciones, no parecen ir en esa dirección. Y a juzgar por su evolución electoral reciente, nada promete la disposición para capitalizar el fallo de su propio gobierno. Esto deja un vacío preocupante. Absorbida IU, a la izquierda de UP no queda nada, o nada visible.
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Quizá eso suponga una oportunidad para Más País, Compromís, CHA, Equo y compañía, que le hablan a esas mayorías sociales que con dificultad nos vemos representados por este gobierno, pero lo apoyaremos por miedo a lo que pueda venir tras él. Nos hablan pero se les oye poco. Capitalizar el descontento inminente exigirá un proyecto fuerte, identificable, bien articulado, que deje claras sus distancias políticas e identitarias con ambas patas de actual Gobierno y a la vez tienda la mano a toda su base electoral. Tal cosa no parece posible hoy día, pero lo será cada vez más conforme Sánchez siga descubriendo su patita temblorosa.
Representar mayorías no implica tibieza ni moderación, como bien saben sus dirigentes, sino sentido común. El impuesto a los ricos o la renta universal que han propuesto son buena muestra de que lo saben. Que les roben todas las propuestas que ponen sobre la mesa señala que no van mal encaminados. Los meses que vienen serán clave para definir el nuevo reparto de identidades, y las izquierdas no pueden volver a cometer los errores del ciclo pasado. Desde “la izquierda de la izquierda” no se construye un pueblo, pero contra ella tampoco. Nuevos Presupuestos se aprobarán, pero con mucho desgaste para sus protagonistas. Lo que se juega en la representación de las negociaciones es el ciclo siguiente, el balance de fuerzas, de aprecios y rechazos sociales para las próximas mociones e investiduras.
Lo menos que podemos pedirle a los portavoces de izquierda, a todos, es que eleven el nivel de la discusión, que dejen trabajar a los técnicos que (me consta, lo he vivido) siempre se entienden mejor, y que la pantomima del nuevo duelo a muerte no arrastre la posibilidad de Presupuestos sociales y de futuro para dejarlos finalmente en un desleído irreconocible que nadie defiende, como nos pasó con RTVE y tantas otras cosas. Sí se puede, España puede. Ustedes también.