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Releyendo a Manuel Azaña y Miguel Hernández

Pablo Casado, líder del Partido Popular, durante una intervención en el Congreso

Javier Pérez Bazo

Hemos de salir en cada momento difícil con más empuje, con más serenidad, con más alegría.

Miguel Hernández

Algunos aniversarios nos invitan a relecturas y a desempolvar la memoria. Hace pocas semanas recordábamos el nacimiento del poeta Miguel Hernández, del que se cumplían ciento diez años, y la muerte de Manuel Azaña, ocho décadas atrás en su exilio francés de Montauban. El común destino del político escritor y del poeta ilustró dramáticamente el franquismo más envilecido; el Presidente de la Segunda República fue perseguido hasta su mismo lecho de muerte, ocurrida el 3 de noviembre de 1940; el autor de Viento del pueblo, después de arrostrar un interminable periplo carcelario, falleció abandonado a su cruel agonía dos años después, el 28 de marzo, en la enfermería de un reformatorio de adultos alicantino.

Ambas efemérides y la calidad humana de Azaña y Hernández, cada cual a su manera, me llevan a esbozar aquí unas breves reflexiones, por contraste, en torno al ejercicio político de la actual derecha neoliberal y la ultraderecha españolas, caracterizado por la agresión verbal y la crispación en las que campan a sus anchas el insulto, la tergiversación deliberada de los hechos, el ultraje más imbécil a la verdad y la confusión adrede con zancadillas que cada vez aguanta peor el ciudadano. Todo un cóctel de despropósitos nutridos por alevosos neofranquistas, particularmente histriónicos en tiempos de peste y desgarros. El lector habrá comprendido que me estoy refiriendo, por mejor precisar, a unas señaladas actitudes que corren el peligro de enquistarse en el actual parlamentarismo español, como resultante de un desvarío al rebufo de arrogantes cabecillas y una muy estudiada estrategia de todo tipo de caciques económicos y gacetilleros, depredadores de la razón y hasta, si fuera posible, del mismo Gobierno. En verdad, su único propósito.

Del moderantismo neoliberal

Si la obra narrativa de Azaña no es suficientemente conocida, aun siendo de lograda factura, tampoco lo son menos su producción ensayística y ejercicios oratorios, que describen la columna vertebral de su pensamiento político. Nuestros parlamentarios deberían frecuentar sus discursos, llevar a la mesilla de noche, por ejemplo, la disertación pronunciada en el Ayuntamiento de Barcelona en el segundo aniversario del golpe militar de 1936, aquella del requerimiento de cierre, “Paz, piedad, perdón”, tan aleccionadora; o, entre otros, el discurso que en calidad de Presidente del Ateneo madrileño leyó en esa institución el 20 de noviembre de 1930. A algunos dirigentes les servirían como manual de exquisita elocuencia. Veamos por qué lo digo.

Resulta cuando menos curioso que se haya elogiado casi unánimemente la intervención de Pablo Casado durante la pasada moción de censura, no tanto por habilidad discursiva como por un supuesto regreso a posiciones moderadas, a la contención del verbo y a la ruptura con la ultraderecha. Sin embargo, convendría no confundir moderación con moderantismo, cuya ascendencia remonta al liberalismo decimonónico, doctrinario y elitista. Manuel Azaña lo definió con clarividencia en su discurso del Ateneo. Fue enarbolado por Cánovas, por el militar Narváez que, como recordaba el Presidente, fusiló a dos centenares de disidentes políticos. El mismo moderantismo que sustentaron voluntades oligárquicas, los nuevos ricos y el despotismo dúctilmente corrupto; que, bajo su sentido providencialista de la nación se afirmó como reacción conservadora con exclusivo interés por el bienestar individual frente a cualquier principio ético y que “negocia turbiamente a la sombra del poder y en la ganancia participan manos blancas”. El moderantismo que, ni antes ni ahora, permite la disidencia interna en el partido, ni siquiera un relamido verso suelto, pues “no se puede vivir fuera del aprisco”. Y por si fuera poco, subrayaba Azaña, un moderantismo que cuenta con el apoyo de la Iglesia “como si al fin la Providencia se hubiera decidido a tomarlo bajo su protección”, esperando “que, en caso de apuro, Dios dará la razón al Gobierno, si le obedece la Guardia civil”.

Muy probablemente el señor Casado desconoce el rancio abolengo del ideario moderantista de su partido. No es persona muy instruida en leyes e historia elemental. Cuidó las formas desde la tribuna del Congreso, pero pronto volvió a las andadas, a la acritud destructiva y a su interesado obstruccionismo ante la renovación de los órganos judiciales que la Constitución demanda, sin olvidar sus deslealtades paseadas por Europa. Ciertamente, dejó sin voz a algunos estrambotes, pero aún escucha las sirenas del Aznar que, creyéndose Cánovas, también desprecia al pueblo. El propio dirigente del Partido Conservador proclamaba desde las Cortes decimonónicas que las desigualdades sociales debían respetarse porque Dios las había creado. Desde el moderantismo el líder popular permite los chirridos de otras lumbreras, o instruye la excéntrica insensatez de la Presidenta de la Comunidad de Madrid en la gestión de la pandemia, aplaudida por escribientes a sueldo. Aún más osado es, no tanto exonerarla de toda responsabilidad en uso de sus únicas competencias como que la cúpula de su partido la encubra, envalentone, jalee y abisme entre sus contingencias y delirios. Su comportamiento exaspera, obediente a pies juntillas al filibusterismo entre bastidores de Rodríguez Bajón, un aznarista resentido, un valido ebrio de todo. Al dictado de sus propios trastornos de presumida ignorante, Díaz Ayuso únicamente se esmera en hacerle ojitos a la inconsciencia. Son sus señas de identidad. Con todos los peligros que ello entraña.

El escarnio a la Memoria

Releer a don Manuel resulta siempre saludable. Como lo es volver al verso de Miguel Hernández. Al barroquismo poético de Perito en lunas y a la logradísima expresión neorromántica de El rayo que no cesa, o al verso comprometido en tiempos de guerra en Viento del pueblo y El hombre acecha… Ojalá no hubiera escrito algunos excepcionales poemas de Cancionero y romancero de ausencias, auténtica emoción de lírica popular y humana, cumbre de la poesía universal. Ojalá, a cambio de su propia vida. En apenas quince años, había alcanzado una obra entre las más genuinas contribuciones artísticas de la historia cultural española contemporánea. Ojalá no hubiera ido nublándosele poco a poco el azul clarísimo de su mirada. Por todo ello, causa estupefacción que hoy todavía ensucie su memoria un puñado de descendientes de aquellos que lograron su muerte.

La degeneración del debate político se debe en gran medida al envilecimiento hiperbólico de la ultraderecha empeñada en emponzoñar la convivencia y revestir al revés la historia sucedida. Hecho agravado, más o menos coyunturalmente, por el seguidismo cómplice del Partido Popular y de Ciudadanos. En nuestros días, lejos de conceptos como la dignidad y el compromiso humano, que tienen en Hernández su paradigma —“Ayudadme a ser hombre: no me dejéis ser fiera / hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente”—, asistimos a un peligroso quebramiento ético auspiciado por el neofranquismo y a un constante escarnio a la Memoria democrática.

Que mediante la peor y cruel demagogia posible el jefe de la oposición y su cuadrilla conviertan en cansina letanía la mala gestión gubernamental de la pandemia e imputen al Presidente Sánchez tanta muerte, no deja de ser otra cosa que un negocio sucio con imaginarios réditos electorales. Pues se olvida, en cambio, que las competencias en sanidad residen en las autoridades autonómicas. En sus zancadas el virus mortífero no hace distingos, pero hasta las entrañas más impasibles revuelven los innumerables ancianos privados de atención hospitalaria o abandonados a una oscurecida muerte. A la misma muerte sola de Hernández, y a la de su hijo aún no destetado, de su suegro, del compañero de trinchera…, de la presentida suya que cantó en verso el crujido del corazón.

Por lo demás, mientras que en el 80 aniversario del poeta se celebran homenajes y se da su nombre al aeropuerto de su propia tierra, la arrogancia del regidor madrileño Martínez Almeida se alinea con la propuesta de un concejal voxero para suprimir los versos hernandianos del memorial dedicado a los ejecutados por el franquismo en el cementerio de La Almudena. Lo de Almeida, equiparable a las decisiones cerriles de Ayuso, no es desidia hacia el poeta sino una mala leche cortada por la supina necedad. Ante tanto atropello mental y ausencia de coto, es de esperar que, luchando contra sus propios fantasmas cara al sol y escudándose en la más dañina impunidad, un dirigente de Vox, abogado petulante, de nuevo retuerza el cuello a la historia y llegue a acusar al poeta oriolano, por ejemplo, de desharrapado aspirante a señorito de provincias. Tendrían que devolverlo al parvulario y, al decir de Jaurès, enseñarle el respeto y el culto del alma; o llevarlo con orejas de burro al rincón de su conciencia y allí sepa cómo Miguel Hernández escribió de “los hombres viejos”, de él y de los suyos:

Sois los que nunca abrís la mano, la mirada,

el corazón, la boca, para sembrar verdades,

los que siempre pedís, los que jamás dais nada,

Un juez avala que no se elimine de Internet el nombre del secretario del juzgado que condenó a muerte a Miguel Hernández

Un juez avala que no se elimine de Internet el nombre del secretario del juzgado que condenó a muerte a Miguel Hernández

cosecheros que sólo sembráis oscuridades.

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Javier Pérez Bazo es Catedrático de Literatura española de la Universidad de Toulouse – Jean Jaurès

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