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En tromba

La vida exagerada de Diego Armando Maradona

Un seguidor del Boca Juniors pone su mano en un mural con la foto de la estrella de fútbol Diego Maradona el día de su muerte.

La pelota se ha quedado sin palabras. Esa pelota que él manejó como nadie, que siempre llevó cosida a su bota izquierda, que desplazaba a su antojo, que le obedecía ciegamente y que siempre acababa volviendo a esa izquierda exquisita y milagrosa para viajar de allí a la eternidad del próximo gol. Esa misma pelota con la que hizo feliz a tanta y tanta gente a ambos lados del Atlántico y con la que demostró que en esto del fútbol los pobres le pueden ganar a los ricos y que se pueden ganar guerras después de perderlas. Esa pelota, desde hoy irremisiblemente huérfana, que le hizo D10S en las canchas –“Dios ha muerto”, ha titulado L’Equipe– pero humano, demasiado humano, fuera de ellas. “Si me muero quiero volver a nacer y quiero ser futbolista. Y quiero volver a ser Diego Armando Maradona”.

Todos los errores cometidos, y fueron demasiados, no deben hacernos olvidar que estamos, posiblemente, ante el mejor jugador de la Historia. Ante un hombre que hizo del fútbol un arte, que convirtió la geometría en una ciencia asequible con final feliz, que hizo de su rabia eterna una herramienta de clase, del gol un grito de libertad y de una simple victoria algo más que una simple victoria.

También ante un hombre que nunca pretendió ser políticamente correcto, que siempre decía lo que pensaba, que opinaba de todo y de todos, que arremetía contra cualquier poder establecido, costase lo que le costase, y que no se callaba jamás. Fue un bocazas y no le importó. Tuvo todos los argumentos para ser el mejor tanto fuera como dentro de la cancha, para convertirse en amo y señor del rectángulo de juego y también del mundo que lo circundaba. Pero para conseguir esto último hubiera tenido que dejar de ser él, aparcar a Diego Armando Maradona, sellarse la boca y convertirse en un hombre cómodo para el poder futbolístico que a buen seguro lo hubiera alzado a los altares oficiales y lo hubiera llevado como un dominguillo por los cinco continentes.

Acusó de ladrones y corruptos, quizá con razón, a la FIFA, la UEFA y la AFA. Pero le dio igual porque él no iba a pastelear como Pelé cuando se alejara del futbol activo. Lo dejó claro cuando en una entrevista, y tras alabar la calidad futbolística del brasileño, dijo aquello de que “si Pele es Beethoven yo soy el Ronnie Wood, Keith Richards, Mick Jagger y Bono del futbol, todos juntos”. Y así fue, un hombre de pasiones incontenibles. Él siempre fue como Charles Chaplin en Tiempos Modernos, el hombre que cogía la bandera y encabezaba la marcha sin saber ni importarle lo que viniera continuación.

Llevó esa bandera el 22 de junio de 1986 en el Estadio Azteca de Ciudad de México, cuando marcó, quizá, los dos goles más extraordinarios, cada uno a su manera, de la historia de los campeonatos mundiales de fútbol. Fue contra Inglaterra y apenas cuatro años después de la tragedia que supuso para Argentina una Guerra de las Malvinas que había provocado la propia dictadura militar y que llenó de muerte y pesadumbre al país sudamericano. Ambas selecciones se jugaban el pase a los cuartos de final. Había ganas de revancha en la albiceleste y aunque visto por televisión aquello era un partido de fútbol normal, sin más patadas de las habituales, para Maradona y los suyos fue una cuestión de orgullo nacional.

El primer gol lo hizo con la mano simulando un remate de cabeza –como la mano de Dios ha pasado a la posteridad en una imagen ya icónica del universo balompédico– y el segundo en la mejor jugada individual de la Historia del Fútbol. Recibió la pelota en su campo, atravesó el círculo central, se fue uno a uno de todos los ingleses que le salieron al paso, se regateó a toda la selección inglesa, a toda Inglaterra, a todas las Islas Británicas, se metió en el área pequeña y ante 114.580 testigos presenciales del suceso, marcó un gol para la eternidad que devolvió una parte, sólo una parte, de la alegría perdida a un país marcado por la cercana tragedia de una guerra impuesta por sus militares.

Maradona y su bandera completaron el milagro al proclamarse campeones del mundo siete días después ganando a Alemania en la final. Y mientras el 10 alzaba la copa y su país volvía a echarse a la calle después de cuatro años de auto reclusión, el comentarista de la televisión argentina, enfervorizado, se vio obligado a verbalizar lo que ya muchos intuían: “¡¡¡Dios es argentino!!! ¡¡¡Dios es argentino!!!”. Desde entonces, Argentina idolatra Maradona y decir Maradona es decir Argentina, donde incluso existe la Iglesia Maradoniana en Rosario. Y hasta Andrés Calamaro le ha escribió una canción: “Es un ángel y se le ven las alas heridas / Es la Biblia junto al calefón / Tiene un guante blanco calzado en el pie / Del lado del corazón.”

Todo alrededor de Diego Armando Maradona, menos su fútbol, fue siempre exagerado. Mucho tiempo después de ascender a los cielos y caer a los infiernos, el desaparecido Eduardo Galeano, gran escritor y pelotero, afirmaba que la veneración universal que despertaba el jugador nacido en Lanús se debía a que “Maradona es una especie de Dios sucio, el más humano de los dioses. Un Dios sucio que se nos parece: mujeriego, parlanchín, tragón, borracho, irresponsable y mentiroso”.

Dos años antes de proclamarse campeón del mundo, en 1984, Diego Armando Maradona aterriza en Nápoles tras su experiencia fallida en el Barça, y la vida de la capital del Vesubio ya no volverá a ser la misma y la del jugador tampoco. Empezó a convertirse en ese Dios tan sucio como humano que años después nos dibujaría Galeano. De pronto, un equipo casi desconocido se codea y gana a los poderosos equipos del norte. Un club pobre gana a todos los ricos y la ciudad se rinde absolutamente a su ídolo, una rendición que continúa –sólo hay que visitar la ciudad para comprobarlo– 28 años después de que abandonara el club de San Paolo.

De pronto, también, la Camorra napolitana entra en su vida y en este caso es él quien se rinde a la buena vida que le ofrecen los mafiosos: a las fiestas hasta el amanecer, al alcohol a raudales, a la cocaína –hay quien dice que en Barcelona ya empezó con la droga–, a las mujeres y a los excesos de todo tipo. Este partido lo perdió por goleada, acortó su vida profesional en bastantes años, empezó a perder el control de sí mismo y su cuerpo no resistió lo que se le vino encima provocándole unas secuelas que al final le han pasado la última factura. En esos años empezó también a hundirse parte de esa mitología que se había construido en base a su indiscutible calidad futbolística. Dejó de ser un ejemplo y hasta provocó que se empezara a obviar su talento indiscutible . “La fama, que lo había salvado de la pobreza, lo hizo prisionero… La exitosina es una droga mucho más devastadora que la cocaína”, escribió Galeano.

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Eran esos tiempos en los viajaba semanalmente del cielo a los infiernos, en los que “tocaba fútbol de jueves a domingo y coca de lunes a miércoles” como confesó el propio Maradona en un documental sobre su vida. Eran tiempos en los que se fue ahogando rodeado de parásitos que le chuparon las entrañas, en los que se le iba la vida de tanto usarla, en los que el fútbol dejó de ser todo lo que había sido hasta entonces y en los que la sombra del ridículo acabó alcanzándole para instalarse a su vera y caminar junto a él.

Después fue dando saltos de acá para allá, entrenó con más pena que gloria, y poco a poco volvió a resucitar todo lo que había sido dentro de una cancha. Y hasta los más escépticos tienen que reconocer que el fútbol no hubiera sido lo mismo sin él, que hay un antes y un después y que al final ha resultado mucho más poderosa su grandeza que su lado oscuro. Y a muchos les importa menos lo que hiciera con su vida que la felicidad que generó en la vida de los demás. “El fútbol –dejó dicho– es el deporte más lindo y más sano del mundo. Yo me equivoqué y pagué. Pero la pelota, la pelota no se mancha”.

Esa misma pelota que ahora, como ha dicho Jorge Valdano, no deja de llorar desconsoladamente.

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