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El mito... que no cesa

Antonio García Gómez

“En cualquier caso, ha quedado claro una vez más que no hay biografía más intocable que la de los futbolistas: el suculento botín que se embolsan está justificado; cuando defraudan, están perdonados; si abusan, ahí están los hinchas para sacar pecho por ellos. No hay reproche si la jugada es buena. Y como son humanos y proclives a pecar, se les trata como a reyes y todo se les perdona por el placer que procuran. Cuando mueren son beatificados y al que levanta la mano para discrepar siquiera en un aspecto se le censura convenientemente. Nada tiene esto que ver con el mero hecho de jugar, algo tan necesario como el comer: ni con el espectáculo de la competición. Pero esta cobertura abusiva amedrenta de nuevo a los niños que fueron torpes y despierta en las niñas de entonces un enorme cansancio, nos retrotrae a aquella época de escuchar sin rechistar. Ha sido revivirla y pensar, qué aburrimiento”. Elvira Lindo.

Mi padre solía resumir la euforia de cualquier victoria futbolera concelebrada por la multitud exultante con aquella frase concluyente, entre la ironía y el eclecticismo, asegurando que: “¡La vida ganada!”.

Mi madre, por su parte, solía recordar que cuando el Athlétic de Bilbao comenzó su declive campeonísimo en el fútbol español, allá por la década de los 60 del siglo pasado, una sensación de alivio recorrió muchos hogares bilbaínos ante la perspectiva de un menor gasto doméstico sin la necesidad de “seguir al equipo”… campeón, con los gastos a cargo del hincha, naturalmente, en una desmesura insostenible.

José Luis era un compañero mío, de colegio, y recuerdo que años después de haber terminado el bachillerato un día, rememorando tiempos escolares, me dijo: “No sabes lo mal que lo pasé, tantos años, obligado a jugar al fútbol, cuando yo lo aborrecía y no encontraba la manera de librarme de tal tortura”. Yo había disfrutado corriendo tras el balón y jamás hubiera caído en la cuenta que hubiera habido compañeros que, sencillamente, lo detestaran.

El mito es un relato sobre un personaje creado, sobre y por encima de toda condición humana ordinaria, tan válida para ser uno en el montón, incompatible con la posibilidad de convertirse en un mito.

Y así el mito puede explicar una genialidad, sin que seamos capaces de explicar la consistencia del personaje convertido en mito.

Porque ni siquiera el mito es consciente de su condición, capaz de arrastrar multitudes tras su estela enaltecida, aunque el rastro humano que deje sea miserable y poco digno.

De modo y manera que el mito fácilmente tenderá a erigirse sobre lo irracional, tal vez ante la vana intención de explicarnos el mundo, la existencia, aunque solo sea arrojándose al vacío.

Ajeno a sus propias miserias humanas o cuasidivinas el mito, tan real como inducido, solo podrá interpretarse desde el misterio de su trascendencia inexplicable.

Maradona se contemplaba en los dos espejos que intentaban retratarle. Uno en el que nos admirábamos de sus cualidades futbolísticas, el otro en el que nos avergonzaríamos a poco que insistiéramos en contemplarnos, en continuar admirándolo.

El mito hiperbólico pues, desde la inducción interesada conduciendo hacia la espontaneidad creciente como una bola de nieve, gracias al relato, igualmente hiperbólico. Incluyendo todo lo bueno, arrastrando todo lo malo, en el mismo pack, hasta lograr que todo se digiera, preferentemente lo nauseabundo, lo intolerante, en un proceso de degradación que también nos implica.

Lady Di, una mujer verdaderamente insustancial, llegó a convertirse en “Princesa del pueblo”, desde la propia inanidad de sus angustias vitales, personales, y se la adoró hasta lo incomprensible, compartiendo sus desgracias de mesa camilla, tras haber llevado una existencia tan torpe como atormentada, tras banal como fracasada, sin que apenas tolerase más allá de un guiño de impotencia lo hediondo de aquel mundo que tanto había deseado.

También deberíamos recordar que en nuestro país, también de modo harto inexplicable, se llegó a nombrar y admirar, al menos en el mundo y mundillo del papel cuché y la casquería de las “vísceras despiezadas en directo” a una flamante “Princesa del pueblo” local, nacional, de pandereta, cerrado y sacristía, tan racial como arribista del mundo que tanto daño la iba haciendo.

Y ahora mismo andamos metidos “desmitificándonos” como si estuviésemos “autopurgándonos” del mito menor de nuestro “rey emérito”, que también es “nuestro”, un poco made in spain, un poco de tanta chabacana idiosincrasia ¿propia?, huido al extranjero, como si estuviese de viaje voluntario, un mito de andar, por lo tanto, por la casa patria, saltando de cama en cama, de golfería en golfería, tan campechano, tan cercano, tan llevadero, tan soberbio con sus prebendas como servil con sus sostenedores, el rey Juan Carlos I, en proceso de desmitificación, ¿él mismo y su familia, y su dinastía, y su Casa real…? ¡Quién sabe! Con su soberbia y la de su familia por los suelos… de momento.

Porque los mitos surgen y crecen y se hacen imparables o, antes bien al contrario, se desvanecen en el descrédito y la cruda realidad historiada, simultaneando su altanería devastadora mientras suplican el fervor de la plebe entregada a esos… crueles mitos, espantajos de nuestras propias miserias.

Antonio García Gómez es socio de infoLibre

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