Desde la casa roja
Noche de paz en tierra de nadie
En este mes de diciembre, me gustaría recordar algunas navidades difíciles que dejaron tras de sí una esperanza. Incluso, en nuestros peores momentos. Esta es la primera de una serie que escribiré durante este mes de diciembre, en este extraño Adviento y desde la casa roja. Acompáñenme en el viaje a esta pequeña memoria.
Es la víspera del 24 de diciembre de 1914 y hay mucha niebla en el frente occidental de la primera gran guerra. En un campo de Bélgica, parapetados en sus trincheras, con los fusiles cargados, se enfrentan a la muerte soldados británicos y alemanes. Han pasado cinco meses desde el asesinato del archiduque Franz Ferdinand en Sarajevo y los muertos ya se cuentan por decenas de miles. Los cuerpos yacen tirados en una franja que es tierra de nadie. Es entonces cuando se encienden unas pequeñas velas en la trinchera alemana y se empieza a escuchar una canción, Stille Nacht, un villancico que tiene traducción a más de treinta idiomas. Los soldados británicos la reconocen enseguida y responden: Silent night. Es noche de paz.
Los hombres abandonan sus líneas y asoman por encima de los parapetos. Se gritan “Merry Christmas” unos a otros. Con las manos en alto, un oficial alemán llega hasta la línea del enemigo. No disparen, pide. Quiere enterrar los cadáveres de los compañeros. Se ayudan unos y otros a sepultar los cuerpos. En una portada de la época de The Daily Mirror aparece una foto con esta leyenda: “An historic group: british and germans soldiers photographed together”. En ella, unos treinta hombres con abrigos largos, gorras o Pickelhaube, botas y correas cargadas de municiones. Manos en los bolsillos. Sonrisa en la boca.
Los dos bandos estaban estancados. Alemania había invadido Bélgica en julio para llegar a París y británicos y franceses habían detenido su avance. Se echó encima el invierno. Llegó el frío, cayó la nieve y los soldados comenzaron a enfermar por la humedad de las trincheras y la falta de salubridad. La tregua espontánea se extiende más allá del día de Navidad. Los hombres confraternizan. Se cuentan la vida. Se miran de frente. Han dejado de ser, por unos días, el enemigo. Los soldados simulan una portería en los campos de Flandes con sombreros. Juegan al fútbol sobre el terreno helado. El partido duró una hora. No hubo árbitro.
Un alemán se arranca con una canción escocesa: Annie Laurie, y anima a los demás a seguir cantando. Los ingleses comparten los cigarrillos que les ha enviado la Corona británica. Los alemanes sus refuerzos de licor, salchichas y pan. Visitan las trincheras, se intercambian los uniformes.
No quieren matarse.
Las treguas se extendieron por todo el frente occidental, obviando las órdenes de sus superiores. El Gobierno del Káiser criticó duramente esta confraternización. Muchos soldados fueron sancionados. A primeros de diciembre, De Gaulle ya había advertido acerca del lamentable deseo de los soldados franceses por dejar al enemigo en paz. Victor d’Urbal, oficial del ejército francés, advirtió acerca de las “lamentables consecuencias” de que algunos hombres se “familiaricen con los vecinos opuestos”.
El historiador Stanley Wientraub escribió un libro acerca de estos días de 1914 titulado Silent Night. En él, explica que existen tres mitos muy famosos sobre la Primera Guerra Mundial. El primero, un rumor que contaba que se había visto en Dover, Inglaterra, a los cosacos enviados por el Zar a reforzar el frente oriental, sacudiéndose aún la nieve que traían de Rusia pegada a las botas, de lo rápido que habían llegado. El segundo contaba que, en Francia, durante la retirada de las tropas inglesas, el cielo se había abierto para que las viejas arquerías medievales velaran su huida. El tercero, que se jugaron partidos de fútbol entre los enemigos en el frente. Solo el último, advierte Wientraub, es real.
El convulso siglo XX dejó a su paso mucha violencia, dos guerras mundiales, genocidios étnicos, millones de muertos. Después de aquella Navidad de 1914, los mandos militares de los países endurecieron sus posiciones y la guerra duraría otros cuatro años más con un terrible desenlace de muertes y un nuevo orden para el mundo. Cierro con la carta que un soldado alemán escribió a su familia en aquellos días: “Qué maravilloso y qué extraño al mismo tiempo. A fin de cuentas, debajo de los uniformes, todos éramos iguales”.
Y debajo de todo este ruido, también nosotros. Tal vez podamos darnos una pequeña tregua y cuidarnos unos para mantenernos todos sanos. Aunque algunos quieran que salgamos a la primera línea en nombre de las fiestas, no queda otra que dar un paso atrás, mirarnos de frente y estar a salvo.