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Autoconfinamiento digital

Un guardia de seguridad consulta su móvil en un hospital de Los Ángeles (EEUU).

La llegada de la nueva normalidad a finales de junio de este año mostraba una sociedad española que despertaba de una resaca pandémica sin tener apenas tiempo de reaccionar. Llegaba el verano y era tiempo de dejar atrás la pesadilla de miles de muertos y un confinamiento interminable. Era tiempo de terrazas, selfies y cervezas con los amigos.

Pero si algo era indispensable en esas primeras semanas de libertad era mostrar a todo el mundo nuestra felicidad a través de las redes sociales, muchas de las cuáles nos habían permitido comunicarnos con nuestras familias y amigos durante el encierro. Un informe de App Annie señala que durante el primer trimestre de 2020 se produjo un incremento del 20% del tiempo diario que utilizamos las redes sociales y aplicaciones móviles en relación al mismo período de 2019. Las aplicaciones de comunicación utilizadas tanto para el teletrabajo como para nuestro ámbito personal como Facebook, Twitter, WhatsApp, Skype o el Hangouts de Google fueron tan sólo algunas de las apps más beneficiadas, sin olvidarnos de la explosión de Zoom. Pero, sobre todo, lo que se produjo fue un mayor consumo de Internet para la práctica totalidad de nuestras actividades, desde las comunicaciones, teletrabajo, comercio online o consumo de ocio digital a niveles desconocidos hasta la fecha.

Sin embargo, durante el confinamiento y la ‘nueva normalidad’ también hemos podido ver cómo se han intensificado prácticas habituales en nuestra sociedad como la difusión de mentiras, engaños y odio digital. Los científicos han sido vapuleados, insultados, tachados de ignorantes por parte de usuarios que ni siquiera sabemos quiénes son, amparados por el anonimato que les proporciona Internet, lo que les ha permitido vomitar sus odios sin ningún tipo de control. Pero lo peor lo encontramos en la aceptación sin reservas por parte de los usuarios de esta información.

En un momento de crisis excepcional hemos abrazado ideas sin conocer el origen de quién está detrás de estas informaciones, aceptando como validas teorías desperdigadas en nuestros smartphones, procedentes de usuarios desconocidos, de los cuáles no sabes ni su nombre ni formación, pero que en unos cientos de caracteres nos dan clases magistrales de ciencia, lo que resulta cuanto menos alarmante. La difusión de estas teorías ha sido posible gracias al amplio uso, dependencia e ignorancia digital por parte de los usuarios, un hecho que viene produciéndose desde hace años, pero que ha mostrado su fortaleza durante los últimos meses. Mientras intentábamos desenmascarar desde nuestros sofás el origen de la pandemia y las fuerzas ocultas que operaban tras este virus, otros han visto la ocasión de obtener un beneficio económico de esta crisis.

El uso de Internet va más allá de las redes sociales y teorías de la conspiración, donde encontramos la participación de otros actores. Por ejemplo, el aumento del uso de Internet y nuestra dependencia digital no pasó desapercibida para los delincuentes que vieron una oportunidad para llevar a cabo sus actividades. Mientras las redes sociales se llenaban de mensajes que nos advertían de las conspiraciones de un gobierno socialcomunista que sólo pretendía robarnos las libertades, los delitos informáticos experimentaron un notable crecimiento durante los últimos meses. Si bien en los últimos años hay una tendencia creciente de estas actividades, el confinamiento era el escenario idóneo.

Un informe de Interpol del pasado verano identificaba algunos de los delitos cibernéticos que utilizaron la pandemia como telón de fondo, entre los que destacan las estafas a través de phishing, distribución de malware, la creación de páginas webs fraudulentas o incluso la difusión de noticias falsas. Aunque el alcance de estas actividades difiere según las distintas regiones, su impacto ha sido global, y ha tenido un mayor impacto en aquellas sociedades que tienen un mayor desarrollo digital. Durante esta crisis, hemos podido identificar el uso simultáneo de, al menos, dos elementos complementarios. Por un lado, los denominados cibercriminales operan con un esquema similar a través del uso de técnicas de ingeniería social. Este método consiste en engañar a la víctima y hacerle creer que, por ejemplo, está accediendo a una página web legal, cuando en realidad se encuentra un sitio web falso que contiene archivos maliciosos. Por otro lado, estas actividades delictivas han utilizado la temática de la COVID-19 como gancho para atraer nuestra atención, explotando los miedos de los usuarios en la pandemia, como se ha podido comprobar en la multitud de páginas falsas que ofrecían productos sanitarios en momentos de escasez nacional.

También se ha detectado el envío masivo de correos electrónicos falsos que aparentemente procedían de instituciones oficiales, como la Organización Mundial de la Salud, y decían tener información sobre la evolución del coronavirus, pero que en realidad contenían archivos maliciosos que una vez ejecutados infectaban los dispositivos de las víctimas. A partir de aquí los atacantes obtenían información personal o profesional de la víctima como pueden ser credenciales bancarias, la lista de contactos del teléfono móvil, o acceso a las imágenes guardadas en los dispositivos. El objetivo en muchos de estos casos no sería otro que obtener un beneficio económico a cambio de recuperar la información.

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Pero imaginemos que estas actividades tienen como objetivo, no robar nuestras credenciales individuales para pedirnos un puñado de bitcoins, sino obtener información sensible de organismos públicos y privados que gestionan sectores vitales para nuestras sociedades como el sanitario, el industrial, la defensa o la energía. La distribución de archivos maliciosos a través de estos ámbitos podría tener consecuencias desconocidas en la seguridad nacional, más allá de los cuantiosos costes económicos. En los últimos meses se han detectado acciones de actores vinculados o patrocinados por terceros Estados, como las campañas de phishing contra funcionarios europeos y diplomáticos con el objetivo de obtener información sobre la situación de la economía de los países afectados, o actividades de ciberespionaje entre Estados realizadas con el objetivo de tener acceso a los sistemas de infraestructuras críticas nacionales. También han sido noticia los ataques contra los laboratorios que estaban investigando sobre el desarrollo de una vacuna para hacer frente a la pandemia, tal y como denunció el Centro de Ciberseguridad del Reino Unido el pasado verano, o los ataques contra el sector público de Mongolia.

A pesar de que este último tipo de actividades afecta a cuestiones tan sensibles como la soberanía o la seguridad, han pasado prácticamente desapercibidas en comparación a la distribución de mensajes que decían contener la verdad sobre el coronavirus. En la actualidad, identificamos las redes sociales con Internet, cuándo éstas son tan sólo una parte reducida del potencial que nos ofrece este entorno digital. Sin embargo, nos hemos entregado a ellas y hemos abrazado una nueva fe, la digital, a través de la cuál todo se convierte en verdad por el simple hecho de compartirse un tweet o por un mensaje de WhatsApp, a la vez que no nos deja ver otras realidades digitales y sus repercusiones. Nuestra visión limitada de lo que representa el entorno digital es clave en el desarrollo de actividades maliciosas y nos expone a consecuencias que todavía desconocemos.

La pandemia ha mostrado el enorme desarrollo digital de nuestras sociedades y todos los beneficios que genera –lo que deberíamos celebrar como un logro sin precedentes en la historia–, pero también ha mostrado lo mucho que queda por hacer y comprender como usuarios. Por ello, al finalizar el año, puede ser que el problema no haya sido el confinamiento físico, sino evidenciar que nuestra sociedad hace años que está autoconfinada en el ámbito digital y ni siquiera éramos conscientes de ello.

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