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Sé prudente con tus insultos (o cómo funciona la lógica de la crispación)

Foto de archivo de el rey Felipe VI, en el aeropuerto internacional El Alto, durante su visita para asistir a la toma de posesión del nuevo presidente Boliviano, Luis Arce, en La Paz (Bolivia).

Manuel Cruz

El refrán "dime de lo que presumes y te diré de lo que careces" se podría complementar con otro, hasta donde yo sé inexistente como tal, pero que bien podría formularse así: "sé prudente con tus insultos: tú también te los puedes merecer". En efecto, dirigir a otro un insulto o una acusación no exime automáticamente –aunque el que insulta o acusa se lo suela creer– de ser también candidato a recibirlo.

Este segundo refrán tal vez todavía no esté homologado por la academia o institución cultural correspondiente, pero sin duda funciona, especialmente en la esfera de la política. De hecho, incluso tiene nombre: es el famoso “y tú más”. Con frecuencia se alude a esta frase como el paradigma del empobrecimiento máximo del debate político, como si los representantes de la ciudadanía obtuvieran alguna extraña satisfacción en lanzarse a por una desatada emulación de los vicios. Su sola mención suele asociarse al deterioro que ha sufrido en los últimos años la esfera de la política, para escándalo (a veces farisaico, todo hay que decirlo) de unos ciudadanos que preferirían que sus representantes compitieran por la virtud, en vez de por el vicio.

La preferencia, sin duda, es acertada. La constatación, por parte de la ciudadanía, de que ninguna fuerza política queda a salvo de reproches en algún caso de enorme calado, diferenciándose únicamente entre ellas por el volumen o cantidad que a cada una le corresponde, contribuye, de manera decisiva, a la generalización de una opinión sumamente negativa sobre la esfera de la política en su conjunto. Como es obvio, pasar de aquí a la generalización de actitudes directamente antipolíticas no hay más que un paso, que un número creciente de ciudadanos no deja de dar de un tiempo a esta parte.

Pero tal vez haya algo de ingenuo (¿o de presuntuoso?) en la interpretación que imputa a las severas limitaciones de los políticos este radical empobrecimiento del discurso en la esfera pública. Tal vez ese empobrecimiento resulta eficaz para los objetivos buscados, precisamente porque muchos de los ciudadanos que de forma tan ácida denuestan a los políticos en general luego están dispuestos a cerrar filas frente al que les convenza de que es el campeón de los vicios (trofeo que, por definición, recae siempre sobre el adversario). A fin de cuentas, nunca ha sido otro el propósito de quienes alimentaban la crispación y la polarización más rotundas: mantener la cohesión de los suyos a base de dibujar una frontera nítida, de trazado inequívoco, con los de fuera. Cuando la frontera se cierra se le suele denominar directamente cordón sanitario, denominación que desliza, sin explicitarla, una valoración extrema: el adversario acumula tal cantidad de vicios, defectos y maldades que lo único que cabe es no mantener el menor trato con él, para evitar el peligro de contagio. Con tales planteamientos, estamos abocados, casi sin remedio, a convertir al adversario en enemigo.

Suele decirse que si uno no quiere, dos no se pelean, y la afirmación en términos generales suele ser verdad. Así, cuando los dos consideran enemigo a su adversario, resulta muy probable que ambos se hagan merecedores de los insultos que dirigen al otro, precisamente porque tienden a reprocharse lo mismo. En la esfera de la política esto resulta patente: quienes crispan siempre endosan la responsabilidad al adversario. El mecanismo es tan sencillo como el del funcionamiento de un chupete: cuando uno pisa el callo del adversario con el inequívoco propósito de que salte (a ser posible con desmesura), declara estar haciendo un uso legítimo de su derecho a la crítica, derecho que el otro, al que se le ha endosado previamente la condición de intolerante por naturaleza, se toma como una provocación. Aunque, eso sí, cuando el que ayer pisaba hoy recibe el pisotón, lo interpreta como un agravio o agresión en toda regla ante la que, por una mínima dignidad política, no le queda otro remedio que responder.

Este mecanismo de inculpación/exculpación funciona tan eficazmente y de manera tan engrasada que puede darse el caso de que llegue un momento en el que a lo que asistamos sea al fenómeno, ciertamente llamativo, de que la exigencia del establecimiento de un cordón sanitario funcione en las dos direcciones, es decir, ambas partes se lo reclamen mutuamente. Se trataría, claro está, de cordones sanitarios de diferente signo (el sector cuya exclusión se reclamaría variaría en cada caso), pero serían cordones sanitarios al fin. ¿O acaso no es eso lo que en muchos momentos ha ocurrido entre nosotros, cuando desde las dos orillas políticas se dictaminaba quién del otro lado del otro ladodebía quedar necesariamente fuera de cualquier acuerdo?

Reconozco que este orden de consideraciones vino a mi cabeza tras tener noticia del video difundido en la cuenta de Twiter de Podemos sobre la Monarquía. El asunto no es, claro está, el derecho que asiste a cualquier fuerza política a criticar, incluso con sarcasmo, al anterior Jefe del Estado, al actual e incluso a toda su familia y allegados. No es de eso de lo que estamos hablando, de la misma forma que del reproche anterior a los que practican la crispación no se desprende la propuesta de recortar su libertad de expresión. De lo que se trata es, más bien, de dilucidar qué responsabilidad corresponde a cada cuál por el clima político, ciertamente exasperado, que vive este país.

Porque hace falta mucha generosidad intelectual para considerar el vídeo en cuestión (que podía haber firmado el estudiante menos dotado de primer curso de Comunicación en Somosaguas, cruzando imágenes de la Familia Real con la banda sonora de la serie Narcos) como un ejercicio de crítica política. Lo que no quita para que constituya, eso sí, una muestra significativa de una determinada manera de hacer política. Es comprensible que cuando una fuerza inicia una persistente pérdida de apoyo electoral reaccione con el preceptivo cierre de filas de los suyos para detener la hemorragia. Incluso es aceptable que para ello apele a un motivo que puede concitar una fácil adhesión inicial. A fin de cuentas, hay que reconocer que algunos de los comportamientos que se han ido conociendo del Rey emérito son literalmente escandalosos. Pero precisamente por eso, si, después de la magnitud de lo conocido, una formación que alardea de republicana solo es capaz de perpetrar y difundir un producto visual como este, habrá que plantearse seriamente si la pérdida de apoyo que tanto preocupa a sus dirigentes no tendrá un sólido fundamento in re.

Es obvio que un producto así no persigue otra cosa que meterle el dedo en el ojo a la oposición, regalarle argumentos para que esta pueda poner el grito en el cielo (a estos efectos, cuanto más grite, mejor) y, de paso, coloque en un compromiso al Jefe del Estado, ofreciéndole el abrazo del oso de una derecha que pretende aparecer como la única y genuina defensora de la monarquía constitucional. Incluso es altamente probable que, tras el previsible griterío de la bancada conservadora y ultraconservadora algún representante de los provocadores, con impostada serenidad, acuse a los provocados, felices a su vez por el regalo recibido, de crispar. No faltarán los que opinen que la jugada es de una diabólica astucia y que, con muy poco esfuerzo, se ha conseguido extraer un enorme rendimiento publicístico de una iniciativa comunicativa de auténtico saldo.

Quizá no les falte razón en esa valoración, siempre que se contextualice de forma adecuada. Para aquellos que consideran que la política es un juego (de tronos o de cualquier otra cosa), probablemente sea así. Pero no lo será para quienes tienen presentes las consecuencias de los comportamientos de nuestros representantes públicos sobre la vida de las personas. O para quienes el hecho de que el clima social y político de este país no se enrarezca todavía más –se crispe hasta lo insoportable– está por encima del interés de un partido para intentar frenar su declive electoral. Para estos otros, el hipotético éxito de la astuta jugada de unos pocos equivale a un fracaso colectivo.

Aún va a terminar resultando que los refranes, los antiguos y los nuevos, no andaban del todo desencaminados. En efecto, algunos presumen de lo que carecen y atribuyen al adversario los rasgos que les son más propios. Tal vez a esto lo podríamos denominar el efecto espejo de los insultos. En todo caso, si los aludidos no consideran graves tan flagrantes contradicciones es porque, en efecto, siempre se tomaron la política como un juego. Un juego en el que lo único que les importa es ganar, cuando en realidad lo único que de veras importa del mismo es precisamente aquello que está en juego, a saber, el bienestar de los ciudadanos. Por eso, una vez que, por tocar poder, creen haber ganado, las consecuencias de sus actos, por dañinas que puedan resultar para el conjunto de la ciudadanía, o para el equilibrio y la cohesión del país, les traen perfectamente sin cuidado.

Biden, la democracia liberal y el fascismo

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No hay en las afirmaciones anteriores una atribución de intenciones por mi parte que pudiera resultar susceptible de ser acusada de proyección injustificada, por subjetiva, tendenciosa o arbitraria. Si me apuran, más bien al contrario: me he limitado a narrar lo que siempre se ha encontrado a la vista de todos. Quienes viven obsesionados con ser visibles de manera permanente (y a ser posible sin interrupciones) y convierten dicha obsesión en el eje de su manera de hacer política terminan por exhibir ante el universo mundo lo que, por un mínimo pudor, más les valdría haber mantenido oculto.

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Manuel Cruz es filósofo y expresidente del Senado. Autor del libro Transeúnte de la política.

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