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Teatro

'I'm a survivor', una elegía para poner nombre e historia a las cifras de fallecidos por la pandemia

María José Santos y María San Miguel, en escena, durante la obra 'I'm a survivor'.

Cuando María San Miguel empezó a pensar en I'm a survivor, la obra iba a tener un final feliz. Su padre, ingresado en el hospital de Medina del Campo por una infección de riñón, había dado positivo en coronavirus a principios de abril y Alberto Conejero, director del Festival de Otoño, buscaba proyectos centrados en las vivencias del confinamiento. La dramaturga quería contar la historia de su padre más allá del virus, sus tres diagnósticos de cáncer desde 2004, la traqueotomía, los cuidados, las ganas de vivir. Iba a ser una historia paralela, por un lado su padre, secretario del Ayuntamiento prejubilado, militante del PSOE, por otro lado una cocinera de hospital, esas manos entre bambalinas sin las cuales la mejoría es imposible. Se recuperó, dio negativo y al fin pudo volver a casa para terminar allí la convalecencia. Estaban los tres juntos, padre, madre e hija. Grabaron conversaciones, se hicieron fotos, pensaron en ese extraño proyecto teatral en el que les había metido la niña artista. El 28 de mayo, Bernardo San Miguel se quejó de un fuerte dolor de tripa y se desmayó. Al día siguiente fallecía en el hospital por una trombosis intestinal ligada a las consecuencias todavía misteriosas del coronavirus.

Cuando él dio positivo, habían muerto 10.935 personas con coronavirus en España. Cuando se escriben estas líneas, los fallecidos ascienden a 62.295. Pero María San Miguel no quiere cifras, esos números fríos que se redondean en los informativos. I'm a survivor es una elegía, dice, por una de esas vidas diminutas que integran la enormidad del dato, una cara y una voz y una historia, la de su padre, pero quiere ser también una elegía por los otros 62.294, los que no dejan su nombre en los periódicos y no tienen una hija dramaturga. La obra se estrenó en noviembre en el Festival de Otoño, en los Teatros del Canal de Madrid, pero ahora vuelve a la capital, a la Sala Mirador, del 12 de febrero al 7 de marzo. Casi un año después de que empezara todo. Ocho meses después de la muerte de su padre. En escena, las actrices de una obra que no podía contar cualquiera: ella misma y su madre, María José Santos.

“Tengo una relación de amor-odio con la obra”, cuenta María San Miguel por teléfono. “Es enfrentarme a la muerte de mi padre otra vez, que es algo tremendamente doloroso, pero es muy bonito hacerlo de esta manera, y con la compañía de mi madre. Y hay días en que deseo que cierren España y que no se pueda hacer nada, porque veo que no puedo, no puedo”. También le pasó algo parecido con el proceso de escritura: no era capaz de ponerse a escribir. Y de hecho no lo hizo hasta cinco semanas antes del estreno. Tenía algunos materiales en los que apoyarse: como en sus obras anteriores —la trilogía Rescoldos de paz y violencia, sobre las consecuencias íntimas y sociales del terrorismo de ETA—, partió de entrevistas. La periodista que sigue siendo, aunque la licenciatura acabara desembocando en los escenarios, había grabado conversaciones con su madre, comidas con su padre, charlas con las enfermeras que le asistieron en el hospital. Es una historia íntima pero contada con la voluntad de “huir de lo anecdótico”. “Lo íntimo es político”, dice, “y por eso decidí y decidió mi padre también contar esto. Porque esto hay que contarlo: hay que ponerle cara a los muertos y a las tragedias familiares, que como cualquier tragedia, como la de los desahucios o la de la inmigración, son tragedias cotidianas”. Cotidianas, como los vídeos de zumba para pasar el confinamiento y el duelo, como hablar pieza por pieza de la colección de cerámica con tal de no ponerse demasiado triste.

Dice la creadora que nunca había pensado en hacer una obra que tuviera que ver con su vida. Cuando se embarcó con sus compañeros en el Proyecto 43-2 para hacer teatro documental sobre la historia reciente de Euskadi, la idea era contar la historia de los otros. El interés estaba precisamente en la otredad, en desarrollar cierta empatía hacia una experiencia vital completamente ajena. Ahora, su madre está en escena y se escucha en escena la voz de su padre. Eso tiene cosas buenas y cosas malas. Las buenas: “Mi padre sigue vivo entre otras cosas gracias a esta pieza, que es una pieza de memoria. No me gusta decir que es terapia, para la terapia cada una va a su psicóloga. Aunque el teatro sí me salva... de la vida, de todo, pero no como un acto terapéutico”. Más: “Que haya personas que se puedan sentir representadas y acompañadas es algo bonito. Yo en los últimos 12 años, con el proyecto, he conocido a muchísima gente que ha sido un faro en cómo vivir la pérdida”. Y ahora lo malo: “Cuesta más ser objetiva y me genera más inseguridad. A veces pienso que esto, a nivel creativo, es una mierda. Y estoy mucho más expuesta. El otro día leía una crítica de un espectáculo y pensaba: yo leo una crítica así sobre I'm a survivor y me hundo”.

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Durante la conversación, María San Miguel repite varias veces la misma expresión, una que ya se escucha en la obra: “Es una putada”. “Es una putada, yo echo muchísimo de menos a mi padre cada día y es muy jodido que se haya ido en este momento”. “Es una putada que se haya muerto”. Una expresión simple para hablar de algo complejo: el dolor, la rabia, la impotencia. La conciencia de que ninguna de esas emociones es única en un país en el que cientos de personas mueren cada día por una única causa.

Por eso la obra también funciona como denuncia. “Sigue habiendo gente muy irresponsable y que no está siendo consciente de lo que esto está suponiendo”, dice, evitando entrar en la moralina pero llevando consigo la experiencia descorazonadora de haber perdido a su padre por el covid-19 y ver aquí y allá graves incumplimientos de las normas de seguridad. Pero no se queda ahí: “A nivel político no se ha reforzado la sanidad pública. Seguimos pagando con nuestros impuestos la sanidad privada en vez de reforzar la pública, y creo que es importante que desde las escénicas se pueda ofrecer una reflexión”. En la obra, las entrevistas que San Miguel hizo a las enfermeras que trataron a su padre se funden en un solo monólogo, el único momento en que deja de interpretarse a sí misma sobre escena para decir, entre otras cosas, y por boca de las sanitarias: “A mí los aplausos, lo he dicho desde el principio, yo no necesito aplausos. Ni los necesito ni los quiero. Yo quiero el reconocimiento aquí dentro. Que mi trabajo se dignifique”.

Que se dignifique más allá de estos meses. La historia de Bernardo San Miguel es una historia de enfermedad y cuidados, de la fragilidad humana y del esfuerzo colectivo por paliarla, por mullir almohadas y administrar tratamientos. Y es también una historia de voluntad y alegría. No en la lucha contra la enfermedad, una metáfora que aquí no se usa. “Aquí hay un homenaje a la generación de mis padres, que se dedicaron a construir la democracia, y ni se les conoce, porque era gente que no estaba en el Congreso, ni se les reconoce”, reivindica. Ahí está la labor de su padre, ocupando cargos en el Ayuntamiento. Pero ahí está la de su madre, que sobre escena dice: “Él construía la democracia y yo también, no te jode. Que para que él pudiera irse, yo me quedaba en casa contigo”. Y organizaba charlas con las mujeres del pueblo, y hablaban de libertad sexual, y acordaban citas con el ginecólogo. San Miguel reconoce una herencia familiar en ese hacer voluntarioso, en ese optimismo. Cuenta que su madre y ella hablaron el día de la muerte de su padre, en las horas en las que él estuvo sedado en el hospital. “En un momento me dijo mi madre: tienes que seguir con el proyecto, ahora más que nunca, aunque papá ya no esté. Y si tengo que estar yo contigo en el escenario, estaré. Sus años de supervivencia son su legado: seguir adelante con mucha alegría a pesar de todo”.

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