tintaLibre
La verdad en democracia
¿Es necesaria la verdad para que funcione la democracia? No es mi intención retroceder hasta tiempos de los griegos, cuando se planteaba que había una tekné politiké que podía entrar en conflicto con la deliberación de las asambleas. Dejemos también aparcada, por el momento, la discusión sobre los “filósofos reyes”, el conflicto entre la verdad y la mayoría. Nuestros Gobiernos hoy son democracias representativas y para responder esta pregunta es preferible centrarse en el tiempo presente.
Una democracia contemporánea se basa en dos grandes patas. La primera es la selección entre diferentes proyectos de sociedad. Asumiendo que hay diversos valores en competencia, se debería esperar que como ciudadanos optemos entre ellos según nuestra manera de ver el mundo. Dado que los partidos son el vehículo de esos proyectos, necesitamos buena información sobre las intenciones de quienes nos quieren gobernar. Dicho de otra manera, debemos ser capaces de conocer sus intenciones verdaderas. Esto tiene dos etapas. La primera, conseguir información sobre sus propuestas, saber lo que nos ofrecen. La segunda, saber qué garantías nos dan de cumplir el compromiso que asumen con la ciudadanía. Si un partido se compromete a derogar la reforma laboral o a que jamás subirá impuestos, ¿es este compromiso creíble? ¿Es consistente? ¿O ya en el pasado dijo que lo haría y finalmente lo dejó de lado?
El segundo gran elemento de la democracia es la rendición de cuentas. Este punto supone que cuando votamos también decidimos dar un premio o un castigo a quien nos administra. Dicho componente es clave para que un partido sea representativo de la ciudadanía: si los políticos están pendientes de nuestras necesidades es, en parte, porque les podemos retirar la confianza si nos decepcionan. De nuevo, parece que el conocimiento de lo verdadero juega un papel clave porque necesitamos información de los poderes públicos. ¿Qué hacen nuestros políticos en el cargo? ¿Han cumplido con lo que se comprometieron? Más aún, ¿es este Gobierno el que tenía que encargarse de tomar las decisiones que me afectan o era otro nivel administrativo? Porque claro, no solo es preciso saber qué se hace, sino también saber quién es el responsable de hacerlo. Solo así podremos dar a cada cual lo que le toca.
Ante este hecho parece que la verdad, algo ligado a disponer de información contrastada y de calidad, es clave para que funcione cualquier sistema representativo. Resulta necesario conocer a los partidos políticos para saber lo que nos ofertan y si sus promesas son creíbles. Hace falta saber los entresijos del Gobierno para poder atribuir responsabilidades. Nuestros representantes están lejos de nosotros, por lo que tanto las instituciones públicas como los medios de comunicación deberían jugar un papel decisivo; necesitaríamos de una ciudadanía formada políticamente y de unos periodistas haciendo bien su trabajo.
Sin embargo, esta relación entre verdad y democracia es mucho más tortuosa de lo enunciado hasta ahora. La razón es relativamente sencilla; los ciudadanos tienen niveles de información política bastante bajos. Siguiendo los datos del CIS, en España solo un 40% de los ciudadanos dicen interesarse mucho o bastante por la política. Sus niveles de conocimiento político en sentido estricto (medido en un cuestionario) todavía son más bajos, lo que, evidentemente, lleva consigo errores factuales. Por poner un ejemplo ligado a la pandemia, en torno a un 25% de los españoles sigue pensando que la sanidad y la educación son competencias administradas por el Gobierno central. Y, sin embargo, pese a estas deficiencias y errores de juicio, la democracia (en general) funciona. ¿Cómo es esto posible?
Sacerdotes de la palabra
La razón es que la ciudadanía tira de atajos ideológicos a la hora de conformarse su propia opinión sobre el mundo que la rodea, lo que en la jerga de la ciencia política se llama “heurísticos”. Los ciudadanos tenemos ideologías que son previas a la recepción de la información y sobre esa base filtramos los contenidos a los que nos exponemos. Es decir, que no hay una verdad única, sino “nuestra” verdad, una mercancía administrada por esos “sacerdotes de la palabra” que son los medios y partidos que nos dicen lo que queremos oír o hablan de los temas que nos interesan. Así, la información nos llega empaquetada, ordenada e interpretada de acuerdo con unas coordenadas, unas pistas que ayudan a posicionarse con los diferentes temas. Uno puede intuir si una política específica le beneficia o perjudica, está a la izquierda o a la derecha, en función de quiénes la proponen y la interpretación que hacen de ella los agentes sociales en los que confía.
De este modo, los atajos ayudan a simplificar y ordenar el mundo de la política incluso cuando la información es inexistente o difícil de conseguir, una visión que no es necesariamente cínica ni considera que los votantes sean manipulables. Antes bien, lo que sirve es para recordarnos que la ciudadanía democrática no opera en el éter del mundo de las ideas, sino que conforma los debates en función de la presión de diferentes actores que apelan a valores.
En su ensayo Democracia para realistas, Achen y Bartels argumentan que la verdadera esencia de nuestros sistemas democráticos es agregar voluntades en función de la identidad. Como comprueban empíricamente, se puede calificar de entelequia que los votantes castiguen las malas políticas o que el ciudadano esté informado. Quizá sea una visión pesimista, pero permite extraer hasta qué punto importan los filtrados de la identidad sobre la noción de la verdad en la democracia y, sobre todo, el papel desempeñado por sus portadores.
Se lleva hablando de la crisis de los cuerpos intermedios desde los años ochenta. Partidos, sindicatos, iglesias o medios de comunicación, por razones diversas, cada vez tienen menos efectivos, permeabilidad y capacidad de marcar agenda. En paralelo, o quizá como causa, se ha ido transformando la infraestructura de comunicación con el desarrollo de internet, algo que no reemplaza a las jerarquías tradicionales, pero que sí las afecta. Y, aun así, ninguno de estos hechos ha cambiado la necesidad ciudadana de recurrir a atajos para seguir simplificando y entendiendo su realidad política. De aquí que lo que estemos presenciando sea más la ruptura de los consensos básicos entre los agentes que la esencia misma de la democracia representativa.
A mi juicio lo relevante del cambio que estamos viviendo no es la destrucción de una verdad sobre la realidad política. Es más, sería problemático que el poder pensase que es posible erigirla, como muchos Gobiernos están tentados a hacer tras sus batallas con las fakes news, porque ni ha existido ni es posible hacerla operativa. En realidad, lo que resulta novedoso es que a nivel de los operadores políticos se ha roto el acuerdo implícito sobre el lenguaje desde el que se construye la(s) verdad(es).
Todos los partidos extremistas construyen su legitimidad sobre su oposición a la verdad oficial. Pero realmente lo que hacen es corroer los puentes sobre los que se construye la deliberación pública porque su aproximación anti-ilustrada cuestiona dos de sus pilares básicos: el mundo de lo empírico (en los hechos) y el pluralismo liberal (en los valores). Pero ojo, no porque hubiera una verdad establecida e indiscutida, sino porque los líderes, en sentido amplio, asumían, al menos de manera implícita, esas reglas de juego en la esfera pública. En todo caso, esta ruptura, a su vez, tiene un efecto de arrastre sobre los propios votantes y termina generando un mundo de burbujas que no hablan en el mismo código. Los fact-checkers y los medios pueden continuar en su batalla, pero el desacuerdo de fondo es político.
Tener sociedades más informadas o politizadas no ha salvado a ningún país de tener una importante presencia de extremistas en sus parlamentos (se puede recorrer Europa entera de ultra en ultra). Sin embargo, las democracias producen un poder más legitimado y unos ciudadanos más conscientes de sus responsabilidades. Además, evitan que ningún grupo social tenga el monopolio absoluto del poder y pueda abusar de él, además de garantizar que el poder sea reversible. Ninguno de estos aspectos es menor y, qué duda cabe, merece la pena luchar por preservarlos.
Parece mentira
Ver más
Esto hace, por tanto, que el devenir de nuestros sistemas vaya a depender de la capacidad de los diferentes grupos sociales para organizarse bien, para formar coaliciones de intereses, para escoger a quienes mejor puedan llevarlos a efecto. Por eso la democracia nunca ha necesitado de la verdad para funcionar. Sin embargo, puede descarrilar cuando no hay un equilibrio entre ellas, un mínimo común denominador entre los que se encargan de administrarlas. La esfera pública democrática da oxígeno a un sistema politeísta, pero se fatiga ante el veneno de la ortodoxia.
*Pablo Simón (Arnedo, La Rioja, 1985) es politólogo y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid.
* Este artículo está publicado en el número de febrero de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes suscribirte a la revista en papel aquí o leer online todos sus contenidos aquíaquíonlineaquí