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Sobre el poder de las farmacéuticas

Librepensadores nueva.

José María Agüera Lorente

"La única responsabilidad social de los empresarios es aumentar sus ganancias". (Milton Friedman)

Se puede decir que hace ya un año que el SARS-CoV-2, el dichoso coronavirus, nos hace la vida imposible a los humanos. Nos mantiene en jaque vitalmente por el riesgo de muerte que conlleva su contagio, socialmente por las restricciones que impone atajarlo, sanitariamente por la descomunal presión asistencial a la que somete a nuestros servicios de salud, económicamente porque estrangula aquellos elementos que son esenciales en nuestro actual modelo de generación de riqueza, el cual no puede prescindir de la movilidad para el negocio. Tampoco es despreciable el efecto que puede tener la pandemia de la covid-19 sobre la estabilidad política de los Estados si se prolonga demasiado.

Desde prácticamente el comienzo de la toma de medidas –todas ellas tan impopulares– por parte de los gobiernos para luchar contra los contagios, la vacuna figuraba con aura providencial en el horizonte soñado de extinción de la pandemia. Razones había para el escepticismo, como demuestra el artículo que se publicó el pasado mes de mayo en The Guardian bajo el título Why we might not get a coronavirus vaccine ("por qué podríamos no conseguir una vacuna para el coronavirus"). Su autor, Ian Sample, editor de la sección de ciencia, se hacía eco de las dudas razonables expresadas por diversos expertos, los cuales aducían entre otros argumentos a favor de su escepticismo que aún carecemos de una vacuna para el VIH treinta años después de su identificación. Sin embargo, para alivio y esperanza del mundo, hace apenas un par de meses tuvimos la noticia que reforzaba nuestra fe en el Homo Deus en que nos hemos convertido gracias a la ciencia y a la tecnología: habemus vacunam.

Ciencia y tecnología, en efecto, habían cumplido. Le tocaba a la política cumplir con su misión de hacer efectiva la administración del milagro salvador al conjunto de la doliente ciudadanía. Y aquí, necesariamente, había que entrar en asuntos de economía. Porque el milagro de la vacuna no es de artesanía divina, sino que adquiere cuerpo a partir de su fabricación por parte de ciertas empresas, las farmacéuticas.

Es de dominio público que existen ciertos problemas en relación con su suministro en lo que a los países de la Unión Europea atañe. Esta institución había acordado, según parece, que la compañía AstraZeneca sirviera en un determinado periodo de tiempo un número de dosis según un contrato que ya se ha visto que no va a respetar. Enfrentamiento entre una multinacional y un Gobierno, en este caso supranacional. El poder económico contra el político.

Este conflicto es la concreción de una tensión crónica que podría decirse padecen todos los Estados democráticos liberales. Seguramente su momento más dramático tuvo lugar en julio de 2015, cuando las urnas en Grecia contradijeron a la Troika europea en su plan para afrontar la crisis financiera de 2008 de acuerdo con el modelo económico vigente. Una situación que hizo dudar a muchos de que la política europea realmente sirviese a los intereses de la ciudadanía y no a los del sector financiero.

En el asunto de las vacunas, y como consecuencia del incumplimiento de AstraZeneca de lo firmado en el contrato con la Comisión Europea, se le ha criticado a ésta su falta de transparencia y su torpeza a la hora de negociar. Asimismo, se ha demostrado una vez más lo que es un hecho ya reconocido por importantes economistas como Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en Harvard (léase su libro Hablemos claro sobre el comercio internacional); el hecho es que Europa ha sufrido en las últimas décadas un evidente proceso de desindustrialización que la deja a merced de otros territorios a la hora de surtirse de aquellos bienes materiales que, en un momento determinado, pueden ser de primera y urgente necesidad. Así ocurrió al comienzo de la crisis pandémica cuando todos los miembros de la UE buscaban por doquier y desesperadamente mascarillas, equipos de protección individual para los sanitarios (EPI) y respiradores. Es lo que tiene la deslocalización.

Menos mal, no obstante, que Europa ha negociado junta con las farmacéuticas. De lo contrario, lo más probable es que hubiéramos entrado en una competición entre países que hubiera favorecido a aquéllas más si cabe en lo que al precio de las vacunas se refiere.

El caso es que estas empresas tienen algo que las hace antipáticas y candidatas de primer orden a ser uno de esos agentes en la sombra que conspiran por el poder global. Son ciertamente compañías que se enriquecen comerciando con algo de enorme valor humano como es la salud de las personas. Y hay pruebas de que en ocasiones andan escasas de los melindres morales necesarios para mantener el balance justo entre medios y fines. Porque cabe sospechar que, cuando se pueda dar conflicto entre salud y dinero, confiar sin más en el criterio ético de tales compañías es un acto pura y simplemente de candidez. De candidez, precisamente, es de lo menos que han tachado a Ursula von der Leyen, actual presidenta de la Comisión Europea y responsable de las negociaciones para la compra de vacunas.

Seguramente podrá evocar quien la haya visto la excelente película El jardinero fiel (The constant gardener), inspirada en la novela del mismo título de John Le Carré. Su historia en lo esencial no es ficción; está inspirada en el desastre humano causado hace años por otra compañía farmacéutica famosa para nosotros estos días, Pfizer. En 1996 esta empresa administró un fármaco en fase de prueba en el norte de Nigeria a niños que murieron o sufrieron graves secuelas como consecuencia de las dosis que recibieron. El juicio que tuvo lugar para esclarecer lo sucedido demostró que aquellos niños africanos fueron usados como conejillos de indias en un proceso en el que no faltaron ingredientes tan inaceptables éticamente como el encubrimiento, la conspiración y la corrupción.

No pasemos por alto tampoco una denuncia como la del psiquiatra estadounidense Allen Frances. En su libro elocuentemente titulado ¿Somos todos enfermos mentales? llama la atención sobre el papel de las empresas farmacéuticas en la inflación diagnóstica detectada en relación con el trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Según cuenta, desde el momento en que dicho trastorno adquirió reconocimiento médico a finales del siglo pasado, empezó la comercialización de medicinas, ya no genéricas y baratas sino de marca, que encarecieron el mercado de los estimulantes. Al mismo tiempo comenzó la invasión de las consultas de los pediatras por parte de ávidos agentes comerciales vendiendo la pastilla mágica contra las interrupciones en clase y las peleas en casa. El resultado es que el índice de diagnósticos de TDAH se disparó. Nos advierte Allen de que, como efecto de esta presión publicitaria sobre los médicos, muchos de los tratamientos prescritos son innecesarios, lo que conlleva para muchos jóvenes el sufrimiento de peligrosos efectos secundarios.

Esos "nuevos" medicamentos «especiales» no aportan valor desde el punto de vista de la salud de sus potenciales beneficiarios, pero sí pingües ganancias para quienes comercian con ellos. Como sostiene la economista Mariana Mazzucato hay que repensar, pues, la teoría del valor, un aspecto fundamental del proceso de creación de riqueza y determinante para la distribución de los ingresos entre los distintos miembros de la sociedad. Ella misma, junto con Henry Lishi Li, denunció hace tiempo en un informe del Institute for Innovation and Public Purpose del University College de Londres que «el sector público financia la investigación de alto riesgo en las fases iniciales, mientras que los beneficios en las fases posteriores van de forma desproporcionada al sector privado». Ahí está para demostrarlo el caso de la aprobación por parte del Gobierno de los EEUU de América de un medicamento para el tratamiento de la leucemia cuyo coste es de medio millón de dólares, siendo así que el contribuyente aportó doscientos millones de dólares para su descubrimiento. El valor lo aporta el sector público, pero lo convierten en dinero –identificado ya con la creación de valor– las compañías privadas.

He aquí un exponente más de una norma no escrita –que yo sepa– de este capitalismo fuertemente ideologizado, a saber: los riesgos se socializan mientras que los beneficios se privatizan. El logro de las vacunas contra el SARS-CoV-2 no contradice la dicha norma. No es mérito exclusivo de las farmacéuticas, y sin embargo ellas negocian su precio como si fuesen las únicas a las que cabe atribuir su valor.

Cuando en 2016 el doctor Peter Hotez, presidente de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en Houston y codirector del Centro para el desarrollo de vacunas del Texas Children's Hospital, estaba trabajando en una vacuna contra el coronavirus y alcanzó la fase de los ensayos con humanos, ningún inversor al que se acercó estaba interesado en financiar el proyecto. A pesar de que hace casi veinte años desde la aparición del SARS Co-V (Coronavirus del síndrome respiratorio agudo grave), la industria farmacéutica no ha considerado desde entonces como una prioridad invertir en estas enfermedades infecciosas. Pero ahora recoge a manos llenas los beneficios de un esfuerzo llevado a cabo en el ámbito de la investigación básica por instituciones públicas y con la inversión de dinero de los contribuyentes. Según Massimo Florio, profesor de Ciencias Financieras de la Universidad de Milán, existe una contradicción muy perjudicial en el sistema de investigación actual entre las prioridades de la ciencia para la salud y las de la ciencia para el beneficio. Para él, la emergencia que estamos padeciendo debe aprovecharse para reconsiderar las reglas que han definido el mercado farmacéutico en las últimas décadas.

Uno de los elementos primordiales que han determinado el establecimiento de precios en dicho mercado es el sistema de patentes. Para Mariana Mazzucato –tal como explica en su libro El valor de las cosas– supone una manipulación ideológica del concepto de valor. La mayor protección de las patentes donde se hace un uso intensivo de las mismas, como es el caso del sector de las farmacéuticas, no fomenta la innovación. Muy al contrario: cada vez tenemos más medicamentos con poco o ningún valor terapéutico. Esto mismo lo corrobora por su parte el ya mencionado doctor Allen Frances en lo que a los tan populares ansiolíticos y antidepresivos se refiere, para los que ha habido mucho marketing y prácticamente nula innovación de sus principios activos. Para sus fabricantes, sin embargo, constituyen una fuente copiosa e inagotable de beneficios.

Dado que el origen de la mayoría de las innovaciones sanitarias se halla en las investigaciones fundamentales financiadas por las instituciones públicas, los contribuyentes pagan dos veces por los medicamentos que necesitan: primero, al haber financiado vía impuestos esas investigaciones y, luego, al pagar el recargo que imponen las farmacéuticas al comprar sus medicamentos. Muchos de estos, los más especializados, alcanzan precios desorbitados que no se justifican por su coste de producción (el caso de los oncológicos, por ejemplo). Tampoco por lo que esas empresas invierten en innovación. En comparación con los beneficios que obtienen, su gasto en investigación básica es insignificante. Y desde luego está muy por debajo del dinero que destinan a marketing, o a la recompra de acciones o a pagar el sueldo de sus ejecutivos. Crean poco valor, en definitiva, para el mucho dinero que ganan.

A Mazzucato no le cabe duda de que el sistema de patentes legales se ha convertido en una fuente de extracción de valor en lugar de serlo de creación al desincentivar la innovación. La protección mediante patentes de las medicinas especializadas convierte a sus productores en monopolistas de hecho, ya que la competencia no puede limitar su establecimiento de los precios. A esta ventaja se añade la siempre alta demanda de sus productos, porque la salud es un bien irrenunciable. Esta fijación de precios en situación prácticamente de monopolio es una forma de fiscalidad regresiva que convierte la renta disponible de la mayoría en ganancias de capital, dividendos y compensaciones ejecutivas para unos cuantos, en lo que constituye una inmensa transferencia de riqueza difícilmente justificable desde el punto de vista ético. Por no mencionar que convierte en irrelevante el principio de la libre competencia pervirtiendo la genuina naturaleza del capitalismo, que en teoría es incompatible con el fomento de situaciones de privilegio en el mercado. El poder monopolista creado por la protección de las patentes estimula la concentración industrial e hincha los beneficios empresariales. No es sólo contrario al capitalismo sino también a la ética social.

Si las farmacéuticas fijan sus precios sin control es porque pueden; es decir, porque las leyes de los Estados lo permiten. Consciente de ello Mariana Mazzucato sugiere la eliminación legal de las patentes fuertes y amplias que se dan en el sector farmacéutico y en otros, como el tecnológico. Se trataría así de incentivar a las grandes farmacéuticas a investigar más en medicamentos esenciales en lugar de bloquear la competencia y la innovación. Por lo demás, los precios deberían fijarse a partir de un acuerdo general entre los actores públicos y privados, evitándole al contribuyente tener que pagar dos veces.

Volviendo a las vacunas para el SARS-CoV-2, sabemos que hubo negociaciones entre distintas farmacéuticas y la Unión Europea, pero no podemos decir que el proceso haya brillado por su transparencia. El Observatorio para la Contratación Pública de la Facultad de Derecho de la Universidad de Zaragoza ha publicado recientemente las conclusiones del estudio comparativo llevado a cabo sobre tales negociaciones. El estudio fue promovido por la red internacional de observadores de contratos públicos. Sus autores, Michele Cozzio, Fabrizio Fracchia y Federico Smerchinich, consideran que los contratos elaborados por la Comisión Europea para la compra de dichas vacunas «se apartan de las mismas normas europeas sobre transparencia» sin que sea justificable por la emergencia sanitaria. Denuncian asimismo que los acuerdos «han llegado a limitar pilares como la competencia y la publicidad o la transparencia a favor del interés superior de la salud». Todo ello en contra de los más elementales principios de ética pública. El estudio es concluyente: ninguna evaluación de oportunidades, de protección de la competencia o de otros intereses económicos, y mucho menos de garantías de eficiencia en el desarrollo de las negociaciones, parece ser capaz de adquirir tal relevancia que justifique su secreto.

El poder de las farmacéuticas es el que las leyes de los Estados les confieren. Sería ingenuo pensar que en los países democráticos que integran la UE, como en tantos otros, la clase económica más poderosa no aspirase a perpetuarse en su situación de privilegio. El modo de hacerlo es a través del ejercicio de la influencia política. En el caso de la industria farmacéutica, cualquier búsqueda en internet revelará la fuerte presencia de su lobby en Bruselaslobby, con informes que cuantifican su gasto en influir en la toma de decisiones políticas en torno a 15 veces el monto de recursos que la sociedad civil moviliza para defender el bien común que es la salud de sus miembros (consúltese el informe Policy Prescriptions del Corporate Europe Observatory).

Que unas empresas, en este caso las farmacéuticas, mantengan un estado de cosas que las favorece gracias a una dinámica económica y un conjunto de leyes de dudosa justificación ética es una muestra del efecto que la globalización hipercomercializada tiene sobre nuestro sistema de valores. En La riqueza de las naciones Adam Smith –un filósofo moral, no se olvide– dejó constancia de su optimismo ilustrado cuando confió en que, a través del comercio, las pasiones humanas del poder, el placer y el lucro podían transmutarse a favor del bien común. Hace casi doscientos cincuenta años de la publicación de aquella obra fundacional que cambió tan rápidamente nuestro mundo. Con el paso del tiempo hemos acumulado suficientes pruebas de que, si queremos que tales pasiones produzcan unos efectos socialmente favorables, para lo que es condición necesaria el reparto justo de la riqueza, habrá que adelantarse a los posibles abusos, como los que se dan en el sector de los medicamentos. Por eso son necesarias la regulación gubernamental, restricciones jurídicas y una legislación severa. Demasiada gente en muchos países percibe que la política es un juego amañado a favor siempre de los ricos y los poderosos, y esta es una herida que supura especialmente en los Estados democráticos sobre todo en las últimas cuatro décadas. Los populismos de diversa laya son su pus.

El antes citado profesor Massimo Florio propone la creación de una estructura pública europea que produzca medicamentos que no interesen al sector privado o que existan en el mercado a precios desorbitados. Algo así me parece hoy por hoy un proyecto incapaz de traspasar las fronteras de la ignota isla política de la utopía. La atmósfera ideológica actualmente dominante hace que todo lo relativo al sector público se contemple desde la economía política más como gasto estéril que como fuente de valor y riqueza; y toda regulación estatal de la actividad económica, una injerencia tan peligrosa como intolerable. Creo que los que ostentan el poder no ven ningún incentivo en plantearse seriamente tales propuestas.

Seguramente esta es la razón de la campaña que ha puesto en marcha Médicos Sin Fronteras para pedir al Gobierno español que no impida la solicitud de supresión de las patentes relacionadas con los productos del covid-19. La solicitud ha sido dirigida por India y Sudáfrica a la Organización Mundial del Comercio (OMC). Ni la Unión Europea ni España apoyan la medida, a pesar de que nuestro Gobierno declaró que los productos médicos necesarios para combatir esta pandemia deben tratarse como bienes públicos. No ya el sentido ético, sino el común aconsejan que las vacunas y demás medios sanitarios lleguen a todos los seres humanos, ya sean de países pobres o ricos. Lo advirtió hace un par de días el director general de la OMS, Tedros Adhanon Ghwbreyesus: «la mejor y más rápida manera de controlar la pandemia globalmente es la equidad en la vacunación; así se reiniciará la economía global».

¿Encontrará el poder de la codicia otro límite que no sea el de su propio desastre?

José María Agüera Lorente es socio de infoLibre

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