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40 años del golpe de Estado

35 impactos de bala: cómo los disparos de Tejero se convirtieron en patrimonio democrático

Imagen de 2013 en la que Jesús Posada, entonces presidente del Congreso, muestra la exposición de una de las rejillas alcanzadas por los disparos de los golpistas el 23-F.
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Eran las 18:23 del 23 de febrero de 1981. El presidente del Congreso, Landelino Lavilla, dirigía la votación para la investidura de Calvo Sotelo. Algunos diputados miran a las entradas del hemiciclo, nerviosos. “¿Qué pasa, qué pasa?”, se le escucha decir a Lavilla. Lo que sigue es más conocido: Antonio Tejero entra en escena, con tricornio y pistola, al grito de “¡Al suelo todo el mundo!”, y mientras algunos diputados se parapetan, confusos, en sus escaños, el aún vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado se encara con los asaltantes. Entonces Tejero aprieta el gatillo, y le siguen dos guardias con metralletas. El sonido de los disparos atrona la sala y acalla la confusión de voces. No hay conversación que valga cuando hablan las pistolas.

Aquellas horas de terror, en las que muchos esconderían panfletos, libros y banderas, terminaron pasando. Quedarían la grabación de Televisión Española, la emisión en directo de la Cadena Ser, las actas del Congreso... y una huella material, tan elocuente como los propios disparos: los agujeros de las balas en la pared. Fueron al menos 45. Quedan 35. Estos agujeros, un destrozo en un edificio protegido, la amenaza de la violencia militar, acabarían convirtiéndose en patrimonio, en una especie de manifestación de la historia, en un símbolo.

La reparación que nunca sucedió

El primer recuento de los disparos no se hace, sin embargo, con espíritu de conservación patrimonial. Está en los papeles del juicio militar a los asaltantes, en un informe enviado por la Mesa del Congreso al juzgado militar especial que se encargaba de la instrucción. En el documento, el entonces arquitecto conservador del edificio daba cuenta de los desperfectos que podían observarse en el hemiciclo después de una “inspección ocular”. Se localizan entonces 37 señales que “aparentemente” pueden haber sido producidas por las balas, 24 en la bóveda y 13 en la galería de tribunas. Pero la intención de la Mesa del Congreso no era entonces su indexación, para que Patrimonio Nacional —propietaria del edificio— tuviera conocimiento de los daños y procediera a catalogarlos. Se trataba de cuantificar los destrozos en la Cámara para poder delimitar la responsabilidad de los golpistas. También la económica.

Por eso, a continuación, el arquitecto conservador traza un presupuesto de las obras necesarias para arreglar los desperfectos. Lo más costoso es el alquiler y la instalación de los andamios para alcanzar la bóveda, que se estima en 428.000 pesetas (unos 2.500 euros, aunque hay que tener en cuenta la inflación), seguido de la reparación de los propios disparos y del material para hacerlo, por valor de 398.000 pesetas (2.400 euros). Las obras hubieran salido en total por más de un millón de pesetas. Y decimos hubieran, porque nunca llegaron a producirse. Los andamios no se montaron, los agujeros no se sellaron ni se refrescó la pintura de la bóveda. No se sustituyó entonces ni siquiera la rejilla de ventilación dañada, que solo se cambiaría en 2013. El único desperfecto que se restauró fue el de los cristales del lucernario central, que sí se repusieron por suponer un peligro para los diputados (el documento del arquitecto conservador cifraría el coste en 28.000 pesetas).

Unos destrozos valiosos

Si se produjo entonces el acuerdo de no restaurar las huellas de bala, no ha quedado por escrito, igual que no han quedado las intenciones de conservación de quienes así lo decidieran. El Palacio de las Cortes, edificio inaugurado en 1850, había sido catalogado como conjunto histórico-artístico en 1977, pero la Ley de Patrimonio histórico no llegaría hasta 1985. La normativa de protección del edificio, declarado monumento Bien de Interés Cultural en grado 1,5 (es decir, entre los edificios más protegidos), permite las obras de restauración y conservación para la eliminación de impactos negativos, pero nunca se han planteado de manera general en este caso, y ahora mismo parecen impensables.

Nuestro concepto de patrimonio ahora es mucho más amplio de lo que era hace unas décadas. Ahora se considera patrimonio no solo las obras artísticas o arquitectónicas, sino también algo mucho más amplio, ligado a la vida de la gente y a los acontecimientos históricos”, explica Alfonso Muñoz Cosme, arquitecto especializado en conservación del patrimonio histórico, exdirector del Instituto de Patrimonio Cultural de España. En este caso, unos daños que podrían haberse restaurado como otros desperfectos del hemiciclo, tienen un peso especial por su significación histórica, y los criterios actuales desaconsejarían la eliminación de estas huellas. “La decisión de conservar esa marca de la historia es acertada, puesto que estos daños no suponen una amenaza en absoluto para el edificio y sin embargo tienen un valor histórico claro y pueden servir desde el punto de vista instructivo o educacional”, señala, y pone como ejemplo la conservación de las ruinas de Hiroshima, donde la cúpula del Genbaku recuerda unos hechos decisivos para la historia de la humanidad. Hay desperfectos que tienen el mismo valor que los edificios que dejan marcados para siempre.

Disparos borrados

Precisamente por eso se dio la voz de alarma cuando, en 2013, unas obras destinadas a renovar la climatización del edificio, realizadas por la empresa Dragados, terminaron borrando 5 marcas de balas situadas en la tribuna de prensa. El Congreso, entonces presidido por Jesús Posada (Partido Popular) no ocultó su enfado. En una nota de prensa hecha pública después de que saltara la noticia, la institución aseguraba: “Desde el primer momento se trasladó, tanto a los responsables de la Dirección General del Patrimonio del Estado como de la empresa adjudicataria, la directriz clara y explícita de que los impactos de bala del 23-F debían conservarse y que, en el caso de que por necesidades técnicas no fuera posible, debía informarse al órgano de gobierno de la Cámara”. El propio Posada, que era gobernador civil por Huelva cuando se produjo el asalto al Congreso, decía: “Si alguien tiene interés de que no se borre nada de ese día soy yo”.

El suceso sirvió para llamar la atención sobre una deficiencia: ni siquiera la propia Cámara sabía exactamente cuántas marcas de disparos había en el hemiciclo. El informe de 1981 tenía sus inevitables limitaciones —era resultado de una “inspección ocular”— y no se había realizado un análisis exhaustivo desde entonces. Para remediarlo y tras el escándalo, el Congreso encargó en 2013 un estudio topográfico que señalara de manera definitiva las huellas del 23F. Se contabilizaron 35 agujeros de casquillos, que son los que se conservan hoy. Lo curioso fue que el estudio permitió localizar 8 disparos que hasta entonces nadie había visto, por lo que incluso con las 5 marcas borradas la cuenta se cerró con 2 desperfectos más de los que se conocían en 1999, el momento de la anterior inspección. En aquel momento, la Cámara explicó que se habían realizado obras en el hemiciclo con anterioridad, y que quizás las realizadas en 1988 y 1999 habían borrado ya, sin que nadie lo percibiera, algunos de los disparos. Así, los disparos localizados en la tribuna diplomática en 1981 ya habían desaparecido antes de las obras de 2013.

El desaguisado se saldó con otro movimiento simbólico: desde entonces, una de las rejillas retiradas, marcada por una bala de la guardia civil, se exhibe tras una vitrina. Hay que añadir que Muñoz Cosme desaconseja señalar de ninguna forma —enmarcando, por ejemplo— las huellas de disparos: “Es preferible no hacer ninguna obra que desentone con el conjunto, porque estamos dentro de un edificio declarado bien de interés cultural. Se puede explicar de otras maneras, como se hace en las visitas guiadas, y no es necesario musealizarlo”.

Símbolos, pero ¿de qué?

En las visitas guiadas al Congreso de los Diputados, hay un momento solemne: aquel en el que el guía señala al techo, a esos agujeros distantes que no ha dejado el tiempo ni el accidente, sino la voluntad de los militares de poner freno al proceso democrático. Esas marcas son más que desconchones en un edificio centenario, son un símbolo, y eso explica su conservación. Lo defiende Emilio Silva, de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica: “Aquí vemos el uso político que se hace del pasado. Si esos agujeros se han conservado, es porque ha interesado al establishment”.

Si Silva se muestra crítico no es porque esté a favor de eliminar esos agujeros de un brochazo, sino porque estos han corrido muy distinta suerte que otros elementos del patrimonio histórico similares. Menciona la cárcel de Carabanchel, amargo hogar de numerosos opositores al régimen derribado en 2008 sin que pudieran evitarlo las numerosas peticiones de conservación, aunque estas apelaran a la misma memoria histórica que salvó las marcas de los casquillos. Y menciona también la placa que desde hace años la asociación pide instalar en Real Casa de Correos de la Puerta del Sol, actual sede de la Presidencia de la Comunidad de Madrid, antigua Dirección General de Seguridad franquista. “Fue un espacio de represión y tortura de estudiantes, sindicalistas, homosexuales... y no nos dejan poner una placa”, dice con rabia.

La conservación de los disparos en el Congreso es un ejemplo de éxito de conservación del patrimonio histórico de la Transición. El problema, apunta Silva, es que esa conservación ha sido hasta ahora mínima y parcial. “Se ha tratado con cierto desprecio, y lo del Congreso parece un autohomenaje cuando no hay nada que recuerde a las cientos de personas que murieron durante la Transición, a las que fueron encarceladas y torturadas”. Los disparos del Palacio de las Cortes siguen ahí. ¿Cuántos se habrán borrado?

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