Mala hierba

Espartaco y la Semana Santa, una reivindicación de las creencias

Portada Daniel Bernabé

Para algunos ateos, quizá también para algunos cristianos, el momento cumbre de la Semana Santa llegaba con el final de Espartaco, la película que Stanley Kubrick rodó en 1960 sobre un guion de Dalton Trumbo, quien había sido acusado en 1947 por el Comité de Actividades Antiamericanas de peligroso agente comunista. Trumbo prefirió ir a la cárcel antes que delatar a sus compañeros. Tuvo que exiliarse en México para seguir escribiendo bajo seudónimo hasta que Kirk Douglas, quien produjo y protagonizó la película sobre el esclavo rebelde, se empeñó en acreditar al proscrito Trumbo, algo que nadie se había atrevido a hacer en más de una década desde que comenzó la caza de brujas. Valentía, solidaridad y compromiso profesional como algo más que palabras vacías.

La escena en cuestión, historia del cine, muestra el momento en que el diezmado ejército de esclavos permanece cautivo tras su derrota definitiva frente a las legiones romanas. Tenían la libertad al alcance de la mano pero las naves que han de llevarles a la otra orilla del Mediterráneo, propiedad de codiciosos comerciantes, piratas sin escrúpulos –da lo mismo–, desaparecen tras el oro de Roma, que no sólo paga a traidores sino que se muestra implacable con quien desafía la base misma de su Imperio. El cónsul Craso, interpretado por un Laurence Olivier de rostro marmóreo, ofrece perdonar la vida a los esclavos si delatan a su líder. Algo que no sucede en una secuencia emocionante.

Cuando Espartaco está a punto de asumir su destino, sus compañeros, uno a uno, se levantan pronunciando el nombre no sólo de quien les quitó las cadenas, sino del que les enseñó que podían luchar por la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sus cuerpos crucificados acaban en la Vía Apia, en represalia impía, como escarnio y advertencia para quienes pudieran sentirse tentados a repetir la insurrección. Si algo se le puede reprochar a la película es que fue rodada en España, donde un par de décadas atrás los campesinos y trabajadores pagaron el mismo precio que los esclavos romanos. Al margen, vista hoy la escena, toda la película, es una de las historias definitivas para quien quiera aprender las cuatro cosas que separan la dignidad de la abyección.

Que en Semana Santa la televisión, cuando había dos canales, se nos llenara de películas de romanos, algunas como Ben-Hur con breve cameo de Jesús, otras sin más relación que el escenario donde tuvo lugar la pasión cristiana, era una bendición para los críos, que al menos podíamos disfrutar de los espadazos y las carreras de cuádrigas ya que, en general, no entendíamos demasiado bien qué era aquella celebración que contaba con el mismo protagonista que la Navidad pero conmemorando una muerte trágica en vez de un nacimiento esperanzado. Las torrijas y unas breves vacaciones de lo escolar era lo otro por lo que aquellos días merecían la pena.

Quizá de adulto, aun siendo no creyente, sobre todo si se era observador desprejuiciado, se podía entender el porqué tanta gente se echaba a las calles a venerar a los Cristos dolientes y a las Vírgenes llorosas. Entre la Navidad y la Semana Santa existía la misma devoción, salvo que la segunda no había sido fagocitada entre lucecitas y crédito: es difícil comercializar la figura de un hombre cubierto de sangre cuyos brazos y piernas están atravesados por clavos. La devoción a la esperanza, a la figura religiosa que dio su vida para salvar los pecados del mundo. La creencia en la trascendencia es a lo que muchos se agarran cuando todo se muestra hostil por repetición.

Aunque la Semana Santa carece del brillo comercial de la Navidad, el turismo vino a llenar ese hueco donde gastamos lo que no tenemos para sentirnos, al menos, un poco diferentes a nuestro yo con jornada partida, transbordo entre estaciones y ropa funcional para las ocho horas de vida asalariada: ya que el esfuerzo redentor no iba a llegar ni por lo divino ni por lo revolucionario, al menos fingimos ser libres por unos días. El coche camino del pueblo se cambió por el avión con destino a algún país sin procesiones, dejando ya en esa bruma del pasado las películas de romanos, las torrijas y la veneración. Pensando encontrar una supuesta sofisticación no encontramos más que una pulserita “todo incluido” y bebidas aguadas en una piscina con palmeras. De fingir ser libres a fingir ser lo que pensamos que son los ricos por una semana. Supongo que no hay nada de malo en ello, tampoco de heroico.

No puedo, de hecho lo detesto en gran medida, mirar esta conmemoración católica con la displicencia de quien confunde modernidad con descreimiento perdido, progreso con escapismo de la trascendencia y liberación con individualismo aspiracional. Quien ha visto determinados ojos mirando con creencia sincera a lo que le otorga consuelo, no puede situarse como un juez moral de costumbres que les son ajenas aunque culturalmente compartidas. Pero por otro lado no puedo compartir, aunque quisiera, esta liturgia que sitúa nuestra salvación, sea lo que sea eso, en manos de un dios tan omnipotente como arbitrario. Los ateos también creemos en cosas, aunque sea en los ojos de Kirk Douglas mirando desafiante a sus captores, seguro a sus camaradas, tierno, incluso, a su querida Varinia.

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Tan negativos como la superioridad moral me resultan los complejos de quien busca en lo popular un elemento progresista por defecto. Que algo sea popular no le otorga, per se, un componente de avance social, tan sólo su extensión como costumbre entre el pueblo. Las peleas a garrotazos eran también populares en su momento, Donald Trump ha llegado a ser alguien enormemente popular. Ver la Semana Santa con respeto, más al sentimiento que despierta que a su clave profunda de postración ante el destino fijado, no puede hacerme olvidar las fotografías de Francisco Ontañón o Ramón Massats de un país, precisamente aquel que sirvió de escenario a la película de Kubrick, hundido en una barbarie de subdesarrollo, luto y silencio, una definición en tres palabras del fascismo.

Semana Santa en Bercianos de Aliste, ya en 1971, es una imagen tomada por Rafael Sanz Lobato donde en una procesión de mujeres vestidas de negro de la cabeza a los pies, la mayoría ancianas encorvadas por los días, se intuye que también por la pena, una adolescente mira al horizonte en primer plano. El fotógrafo, en un ligero contrapicado, intuyo que por estar bajo el talud del camino, capta el cortejo fúnebre bajo un cielo nublado donde la luz intenta abrirse paso sin conseguirlo. No me atrevería a otorgar significado a la mirada de la joven, algo que no sería más que poner en sus ojos mis expectativas. Sí a decir que en la religión, como en todo, la clave no se halla sólo en el respeto para ejercerla, sino también en poder no hacerlo. La libertad es una cuestión de posibilidades, también de poder discernir su existencia y tener capacidad de elegir dirección.

Como la dirección del tren que corta el plano en Viernes Santo en Castilla, el cuadro de Darío de Regoyos, donde una cofradía de disciplinantes se pierde por un túnel, de espaldas al espectador, mientras que la locomotora, refulgente de vapor, cruza el desnivel por un puente. Era el año 1904. Hoy la encrucijada es muy parecida, pero ya la regresión no está encarnada por lo religioso, tan afectado por el cinismo neoliberal como aquel impulso que llevó a rodar Espartaco. Hoy ya no creemos ni en aquel pobre nazareno ni en los ojos de Kirk Douglas. Cuídense del que cree con un fervor ciego en algo. Cuídense más aún del que no cree en absolutamente nada. El oro, como la traición, permanecen inalterables a lo largo de los siglos.

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