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La batalla cultural de Madrid

Javier Valenzuela nueva.

¿Madrid es de derechas?, se preguntaba el martes Benjamín Prado en estas páginas. Y se respondía así: “Eso parece, si atendemos al hecho de que los conservadores llevan ganando en ella desde hace más de un cuarto de siglo y nos fiamos de esos vaticinios que prevén un paseo militar para Ayuso”. Pues sí, querido Benjamín. Política, ideológica, culturalmente, Madrid es mayoritariamente de derechas, aunque, en tu opinión y en la mía, los intereses de sus clases populares y medias estarían mejor defendidos por las izquierdas.

Pero es sabido que mucha gente vota subjetivamente, no lo hace en función de sus intereses, sino de su ideología. La última vez que la cultura de izquierdas fue mayoritaria en Madrid fueron los tiempos de Tierno Galván. Desde entonces, una hábil e intensa propaganda ha ido convenciendo a muchos madrileños de que lo moderno es ser de derechas, incluso si ganas mil o menos euros al mes.

Lo acaba de subrayar Esperanza Aguirre al declarar que Isabel Díaz Ayuso represeanta mucho que mejor que Pablo Casado a esa derecha desacomplejada que libra permanentemente la “batalla cultural” contra la izquierda, la derecha que fundó José María Aznar y tuvo su gran exponente madrileño en la propia Aguirre. Esa derecha le copió muchas ideas a los neoconservadores estadounidenses: el uso de mensajes simplones y populistas para las cámaras de televisión; el triunfo económico como el principal valor humano; la beatificación de lo privado y la satanización de lo público; el uso torticero de palabras progresistas como revolución o libertad…

“La piedra sobre la que Ayuso ha edificado su iglesia ya existía, no podía ser otra que la aznaridad”, escribe Guillem Martínez en CTXT. La aznaridad, recuerda Martínez, vistió el derechismo españolista de toda la vida con los ropajes del llamado constitucionalismo, el culto religioso a todo aquello que el texto de 1978 heredó del Ancien Régime: la monarquía, la bandera rojigualda, un modo de entender la unidad de España, la preeminencia de la Iglesia católica, la intangibilidad de tantas instituciones, los negocios privados hechos con el dinero de los contribuyentes…

Sobre estos pilares, Esperanza Aguirre ofreció a los madrileños un nuevo modelo económico: el de Las Vegas. Madrid, amén de disfrutar de los beneficios de la capitalidad, podía atraer mucho dinero extra si practicaba la deslealtad fiscal, si sus nulos o bajos impuestos atraían grandes fortunas y empresas a su territorio. Así se degradaban por falta de fondos los servicios públicos –sanidad y educación, para empezar–, pero se creaban empleos. Por lo demás, el horizonte propuesto a los madrileños era aspiracional: sé como nosotros, hazte emprendedor, tú también puedes terminar ganando mucha pasta en este casino mesetario. Funcionó.

Ayuso tiene, sin embargo, su propio mérito: le ha añadido a la aznaridad el elemento del trumpismo, la ubicación en ese espacio de ruido y mentira permanentes donde copulan la derecha extrema y la extrema derecha. ¿Qué más dan las malas cifras madrileñas de contagios, hospitalizados y muertos por la pandemia? ¿Qué más da que crezcan la pobreza, la desnutrición infantil, la precariedad laboral y las desigualdades? ¿Quién recuerda la corrupción de los gobiernos derechistas de Madrid y que el dinero así obtenido financiaba sus campañas electorales?

Ayuso no pretende ofrecer una gestión resultona, no es lo suyo. Como Donald Trump, Ayuso ofrece palabrería chulesca y pendenciera, interpreta un permanente espectáculo televisivo, que no solo de pan vive el hombre. Ahora convierte el tomar cañas en las terrazas madrileñas en el epítome mismo de la libertad. Es esta una de sus principales aportaciones a la evolución del rancio nacionalcatolicismo de las derechas españolas al contemporáneo nacionalpopulismo.

No es casual que su Rasputín sea Miguel Ángel Rodríguez (MAR), que ya fue gurú de la comunicación de Aznar. MAR fue clave en la victoria cultural de la derecha en los años 1990 al conseguir la aplastante hegemonía de la agenda y los puntos de vista del PP en los medios de comunicación. En los públicos, por el procedimiento de amedrentarlos a base de críticas y denuncias. En los privados, ya proclives por razones de interés e ideología, regándolos con dinero y privilegios públicos.

Por el contrario, el principal partido de la izquierda madrileña ha renunciado a librar la batalla cultural en los últimos lustros. No ha propuesto sus propios temas con su propio lenguaje, limitándose a matizar, cuando no aceptar, los de la aznaridad. Ahora mismo, su candidato a presidir la Comunidad, pese a declararse filósofo, reniega de la ideología y la estrategia, y solo practica el tacticismo y la politiquería.

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Así, ese candidato rechaza cualquier subida de impuestos a los más ricos, designa a dedo a su posible vicepresidenta económica, descalifica como radicales y extremistas a algunos de sus potenciales aliados progresistas y, buscando una centralidad tan quimérica como El Dorado, requiebra a una Inés Arrimadas que ya ha dejado claro que, de obtener algunos escaños, los pondría a disposición de Ayuso.

Únicamente los dos partidos a la izquierda de los socialistas introducen combatividad y deseo de victoria en la campaña madrileña. Y solo ellos entran en la batalla de las ideas: defensa de la fiscalidad progresiva, de los servicios públicos, de la protección de los más débiles… Escribo esto y me acuerdo de lo que contó en TED Gordon Brown a propósito de un encuentro entre Ronald Reagan y el líder socialdemócrata sueco Olof Palme. Reagan le preguntó al sueco si era cierto que él quería la desaparición de los ricos, y Palme le contestó: “En absoluto, solo quiero la desaparición de los pobres”. Aquel sí que fue un gran zasca cultural.

Escribo antes del debate televisivo de los seis cabezas de cartel en estos comicios madrileños. No sé cuáles serán sus resultados, pero sé que, antes de su celebración, no se percibía un aumento significativo de la ilusión de los votantes progresistas madrileños ante la cita del 4 de mayo.

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