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Con Trump o con Biden, la frontera entre EEUU y México se mantiene cerrada a cal y canto para los migrantes
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Frente al edificio del Instituto Mexicano de Migración en Ciudad Juárez, el guardia de seguridad hace aspavientos a los periodistas para conminarles a irse. “¡Aquí no hay migrantes! No hay migrantes. ¡Vete al otro puente!”. De repente, detrás de él, se perfilan figuras vacilantes, que desmienten unas palabras que todavía flotan en el aire. Un grupo de una decena de mujeres y algunos hombres, hondureños, salvadoreños y guatemaltecos, cargados de niños, los más pequeños sobre la cadera o en la espalda, los mayores en silencio. Ya no hay zonas acordonadas. “¡Circulen! ¡Están bloqueando la zona de tránsito!”. El guardia gesticula en su dirección. Avanzan, demacrados, hasta quedarse solos en la acera.
“¿Saben dónde están?”, preguntan los periodistas. “No”, responden con timidez las dos mujeres que encabezan la comitiva.
–¿En qué país?
–No...
–Están en México.
–¡Nos van a secuestrar!, lamenta una mujer antes de ponerse a sollozar.
El pánico se apodera del pequeño grupo, que observa los alrededores del puente fronterizo donde acaban de ser devueltas. Bajo un sol de justicia, la ciudad de Ciudad Juárez se despliega ante sus ojos, inalterada. Los edificios institucionales descoloridos se alternan con los edificios abandonados. Los raíles polvorientos del tren de mercancías marcan el suelo. Frente a ellos, lo desconocido, hostil y peligroso. Detrás de ellos, el muro de estacas metálicas, Estados Unidos y todas sus esperanzas de haber llegado a la meta, pisoteadas.
“Nos han engañado. Completamente”, repiten, aturdidos.
Hace unos días pisaron territorio estadounidense, en McAllen (Texas), donde los agentes estadounidenses los llevaron a la hielera, el centro de detención donde se recluye a los migrantes mientras se tramitan sus casos. “Luego nos despertaron a la 1 de la madrugada para meternos en un avión”, cuenta Lisette, de 29 años, agarrando la bolsa de plástico que contiene sus documentos de identidad y una manta de supervivencia plateada, doblada como si fuera un origami. “Los agentes dijeron que éramos muchos en el centro, que nos llevaban a otro lugar mientras acababan los trámites”. El avión los dejó en El Paso (EEUU), frente a Ciudad Juárez (México), y un autobús los trasladó a México, abandonados a su suerte en una ciudad desconocida, a 1.000 km del punto por donde cruzaron la frontera.
Desde hace un año, el derecho de asilo está suspendido en la frontera sur de Estados Unidos. Al comienzo de la pandemia, Donald Trump hizo suya una oscura legislación de salud pública de 1944 llamada Título 42 para cerrar la frontera específicamente a los migrantes con el argumento de que representan un riesgo sanitario. Una medida cuya legalidad es discutida por muchos en el sector, pero que Joe Biden no ha tocado tras asumir el cargo.
Cada día, largas colas de coches entran y salen de Estados Unidos por el paso fronterizo, pero el país no ha aceptado ninguna solicitud de asilo desde marzo de 2020. Según la interpretación del Título 42 que hace la administración Trump, el 80% de los migrantes interceptados en la frontera son devueltos a México en 90 minutos exactos, sin poder ejercer su derecho a solicitar protección internacional, independientemente del derecho legítimo que les lleve a reclamarla.
Finalmente conducen al pequeño grupo de deportados a la sala de espera de un edificio gubernamental. Las autoridades de Juárez hablan de encontrarles un lugar para pasar la noche. Pero los centros de acogida de la ciudad, gestionados en su mayoría por la sociedad civil y las iglesias, están llenos a rebosar: a diario se expulsa solo aquí a unos 200 inmigrantes. Ante este flujo constante, junto con las nuevas llegadas del Sur, las autoridades locales se ven desbordadas, reducidas a asumir las consecuencias de las contorsiones migratorias de Estados Unidos. Todos los días se repite la misma escena; para calmar la desesperación de los migrantes, a falta de algo mejor que hacer, los agentes estatales reparten galletas saladas al queso y botellas de agua y ponen a disposición de los migrantes los enchufes de la sala de espera para recargar los teléfonos móviles.
En medio del puñado de niños sobreexcitados por el cansancio, que juegan al escondite entre las sillas, Lisette llama a su marido, que la esperaba en Nueva Jersey, para contarle su fracaso. “¡Vuelve a intentar pasar!”, le suplica el hombre. “Ya no quiero hacerlo. Es demasiado duro. Nos tratan como a perros. Quiero ir a casa”. Lisette se marchó de San Pedro Sula (Honduras) porque un doble ciclón devastó la región el pasado invierno. Después de años de sobrevivir pasando penurias y sufriendo violencia, a pesar de sus estudios de Ingeniería, fue un desastre natural lo que puso en marcha a la mujer, en compañía de su hijo pequeño, Fernando, de 3 años. El discurso convincente de las mafias terminó de convencer a su padre, que pidió un préstamo de 4.000 dólares (“precio de amigo”) en el banco para financiar el viaje de su hija hacia el norte.
“En Honduras, Biden tiene fama de hacer mucho por los que necesitan ayuda”, dice la mujer. “El traficante nos aseguró que las familias con niños pequeños entran fácilmente en Estados Unidos”.
Para mantener el negocio, los “coyotes”, como se les conoce en la región, se han apresurado a explotar el filón Biden, ofreciendo a los posibles migrantes la promesa de una entrada garantizada con este nuevo presidente cuya agenda política no incluye la migración. Pero mientras hablan alegremente de las supuestas bondades del nuevo ocupante de la Casa Blanca, su retórica no se basa sólo en palabrería.
Nada más llegar al poder, el presidente Joe Biden efectivamente si acabó con algunos de los aspectos más crueles de la política migratoria de Donald Trump, especialmente en la frontera entre Estados Unidos y México. Su decisión de dejar de deportar a México a los menores no acompañados, por ejemplo, forma parte de este esfuerzo, aunque fue ampliamente criticada cuando la administración estadounidense se vio desbordada por el número de menores que debía acoger en el país debido a la insuficiencia e inadecuada infraestructura migratoria.
En la misma línea, traficantes, ONG y migrantes se han percatado de que en ciertos puntos de la frontera, las familias con niños pequeños sí son aceptadas en Estados Unidos, a pesar del cierre de la frontera a los migrantes por razones sanitarias. Este es el caso de las primas de Lisette, que viajaron con ella y no fueron deportados a México. “Una de ellas tenía un niño de 7 años, mientras que las familias con niños más pequeños fueron devueltas”, dice Lisette, encogiéndose de hombros.
“Los funcionarios estadounidenses aplican su política migratoria de forma completamente discrecional. Las reglas del juego varían según el punto de entrada. Esto crea una inmensa confusión y frustración en este lado de la frontera”, afirma Tania Guerrero, abogada y defensora de los derechos de los inmigrantes. “Nosotros mismos seguimos sin entender sus criterios de decisión”, coincide Blanca Navarrete, directora de la ONG dedicada a los migrantes Derechos Humanos Integrales en Acción.
En marzo de 2021, la Patrulla Fronteriza estadounidense detuvo a 172.000 migrantes en la frontera entre Estados Unidos y México. Este récord de 20 años ha abierto una compuerta para los críticos del presidente estadounidense, que le acusan de provocar una afluencia sin precedentes de migrantes en su frontera sur.
La cifra corresponde al flujo previsto para 2021 más lo correspondiente a 2020, año durante el cual muchos migrantes retrasaron su salida debido al cierre global de las fronteras, según algunos analistas. También está inflada por los repetidos intentos de entrada de algunos inmigrantes. Conforme al “Título 42”, una vez detenidos por la Patrulla Fronteriza, son deportados en el acto sin ser detenidos, lo que les lleva a hacer más intentos. “La falta de una vía legal para pedir asilo en Estados Unidos está abocando a la ilegalidad a aquellos migrantes que intentaban hacer lo correcto”, señala Navarrete.
Bajo presión, el Gobierno de Biden se ha esforzado por transmitir el mensaje de que la frontera “está cerrada”, incluyendo la compra de 28.000 espacios publicitarios en 133 emisoras de radio latinoamericanas para difundir mensajes que desalienten la salida de los migrantes de su país.
“Esta ha sido la estrategia de Estados Unidos durante años, y estos mensajes no funcionan. ¿Por qué insistir?”, se pregunta la abogada Tania Guerrero. “Si la prioridad absoluta del gobierno de Estados Unidos es reducir el flujo de personas a través de su frontera sur, entonces tiene que ponerse las pilas y hacerlo de una manera que priorice la vida y los derechos de las personas. Ha habido un cambio de administración en Washington, pero aún no hemos visto las consecuencias a nivel local”.
Trump o Biden: para los migrantes que encuentran la puerta cerrada en la frontera, el cambio en la Presidencia no supone ninguna diferencia. En Ciudad Juárez hay miles de ellos atrapados tras dejarse los dientes en la frontera cerrada, presas fáciles de un tráfico de personas cada vez más voraz. “En los últimos meses ha aumentado el número de casos de secuestro, trata de personas y detenciones arbitrarias en Ciudad Juárez”, advierte Blanca Navarrete. “México no es un país seguro para los migrantes”.
El pasado mes de enero, el estado de Tamaulipas (al este de la frontera con Texas), campo de batalla de los cárteles de la droga y el estado con la mayor tasa per cápita de desaparecidos de México, fue el escenario de una masacre de migrantes. Se encontraron 19 cadáveres calcinados cerca de la frontera, en su mayoría guatemaltecos de entre 15 y 25 años que habían abandonado la aldea de Comitancillo, donde las familias viven en chozas con suelo de barro con la esperanza de sacar a su comunidad de la pobreza con un salario en dólares. 12 policías estatales de élite han sido detenidos por su presunta implicación en la masacre, que recuerda a la de San Fernando, en el mismo estado, en 2010.
En el puente de Juárez, Jessica camina con dificultad. Unas enormes ojeras moradas le comen el rostro. En sus faldas, dos hijas de 10 y 6 años vigilan los papeles que les han confiados con una intensa concentración que delata su impotencia ante la angustia de su madre.
Cuando llegaron a Ciudad Juárez en octubre pasado, la hondureña y sus dos hijas fueron secuestradas. “En la estación de autobuses, unos hombres nos obligaron a subir a su vehículo. Dijeron: 'Estas calles no son seguras, aquí matan a la gente todos los días'”, solloza Jessica. “Los secuestradores los encerraron con otros migrantes durante dos meses en un frío escondite, donde escaseaban los alimentos y el agua. “Pasamos allí las Navidades y mi cumpleaños”, relata la mayor, en tono neutro. La hermana de Jessica, residente en Estados Unidos, pagó un rescate de 6.000 dólares, pero no funcionó.
Al final escaparon. “Corrí al puente fronterizo con mis hijas. Les expliqué a los agentes estadounidenses que acabábamos de escapar, que estaba sola, que estábamos en peligro. Me dijeron: ‘Lo siento, no podemos hacer nada por usted. No hay manera de entrar’”.
Con el derecho de asilo suspendido, la crisis fronteriza no es migratoria, es humanitaria, subraya Tania Guerrero. “No se trata de una oleada repentina de emigrantes a punto de desbordar Estados Unidos. La crisis actual es el resultado de un sistema de asilo destruido y de la violencia y la necesidad que alimentan las salidas”.
Sobre el terreno, activistas y abogados se quedan sin respuestas para remitir a los migrantes. “Es casi peor que antes, porque con Trump sabíamos qué esperar. El único mensaje que podemos transmitir es: ‘Tu derecho de asilo queda en suspenso por el cierre de la frontera’”, resume Blanca Navarrete. “Recomendarles que esperen aquí es complicado, porque no tenemos ni idea de cuándo puede reabrirse la frontera y los migrantes no están seguros en Juárez. La vuelta a casa también pone en peligro sus vidas. No hay una respuesta buena”.
El presidente estadounidense, por su parte, está visiblemente molesto por las proporciones políticas que está adquiriendo la “crisis” fronteriza. A mediados de abril, anunció acuerdos con México y los países centroamericanos para reforzar la presencia de personal militar en sus respectivas fronteras, con el fin de frenar el flujo de migrantes que se dirigen a Estados Unidos, así como el despliegue de USAID, la agencia de desarrollo estadounidense, para atender “las necesidades humanitarias más urgentes” de los países centroamericanos. Si bien prometió durante su campaña elevar la cuota de refugiados aceptados en Estados Unidos cada año a 62.500, Joe Biden firmó la semana pasada una circular para mantener la cifra en 15.000 –un mínimo histórico implantado por Donald Trump– alegando el “interés nacional”. Ante el enfado de los demócratas, acabó prometiendo un aumento, aunque el objetivo original de 62.500 parece “improbable”, según la portavoz de la Casa Blanca, Jen Psaki.
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Traducción: Mariola Moreno
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