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El rincón de los lectores

El hijo que no nació

Portada de Tienes que mirar, de Anna Starobinets.

La escritora Anna Starobinets nos ofrece en este libro la crónica, escrita en 2017, de un episodio dramático de su vida ocurrido en 2012: la pérdida por una malformación renal, poliquistosis hereditaria, del segundo hijo con su pareja, Sasha. Tienes que mirar (Impedimenta) se centra en la deshumanización del sistema asistencial ruso, que no contempla las necesidades de cuidado de las mujeres embarazadas, cuanto menos de aquellas que se enfrentan al dilema de la interrupción o no del embarazo a causa de un grave problema que no hace viable al futuro niño. Agresiones en las redes sociales, que acusan de asesinas a las madres que optan por el aborto terapéutico; exclusión de los padres de la atención que se les ofrece en espacios fríos, soviéticos; ingresos psiquiátricos injustificados, psicólogos incompetentes. El panorama parece desolador, pero no está tan alejado de lo que podemos encontrar también en algunos recursos de nuestro sistema sanitario (la presencia de médicos residentes en exploraciones didácticas es práctica común, ya que los hospitales son centros docentes), por más que la autora se esfuerce en demonizarlo y en idealizar el tratamiento exquisito que recibe en el hospital de La Charité, en Berlín, donde decide finalmente abortar.

El título, Tienes que mirar, remite al procedimiento recomendado por los profesionales de los hospitales europeos para facilitar el duelo: despedirse del cadáver del recién nacido. Un procedimiento que inicialmente Anna no comprende, pero que realizará antes de su regreso a Moscú; no obstante, tardará algunos meses en separarse de este hijo muerto. Escribe:

—Creo que me estoy muriendo. Se ha muerto él y ahora me voy a morir yo también. ¿Es posible?

 

Invalidantes crisis de pánico, bolo histérico que le impide tragar, con la consecuente y alarmante pérdida de peso, tristeza e incapacidad para continuar con su vida, son los síntomas que esta pérdida le produce. Identificada con ella, su hija de ocho años comienza a enfermar también; solo el padre conservará la estabilidad que ambas necesitan.

A lo largo de este episodio autobiográfico, el lector puede preguntarse con razón por qué no encuentra alivio esta madre al desprenderse de un feto —embrión, niño, bebé, tal y como le llama la familia, subrayando la autora los respectivos matices—, que no podrá sobrevivir más que unas horas al parto, si es que no nace ya muerto. Y la respuesta quizás la encontremos en la persistencia de un deseo de hijo que impulsa a Anna, primero a convencer al marido, que no desea volver a pasar por otra experiencia semejante; a quedarse embarazada de nuevo, a pesar de que las pruebas genéticas confirman que existe un 50% de posibilidades de que el embrión esté afectado de la misma enfermedad, después. Un deseo de hijo que se convierte en una obsesión avasalladora.

—No quiero que se repita —responde Sasha malhumorado— . Tal vez no necesitamos un segundo hijo… Tenemos ya una niña. ¿Quieres un perro? Siempre quisiste un perro. Quizás con la Tejoncita y un perro tengamos suficiente.—No es suficiente para mí. Necesito de verdad este niño. Nunca seré feliz si no doy a luz un niño vivo.

 

Ni el cachorro que adoptan, ni los artículos y libros que escribe, ni su hija ni su pareja son suficientes para esta mujer que sufre de una ansiedad invalidante hasta que, tras varios intentos fallidos, consigue ser ayudada por un psicólogo competente, y un año y medio después logra embarazarse de nuevo y dar a luz un hijo sano.

Quien enfermará gravemente diez meses más tarde será Sasha, que ha mantenido la calma en todo momento, reprimiendo sus propias emociones para manifestar una cordura que, tal vez, como especularían algunos especialistas en psicosomática, le costase luego esta enfermedad de la que Anna no nos cuenta casi nada.

En Alemania, donde acuden de nuevo para tratarlo, visitan el cementerio en el que se enterró al niño que no pudo vivir. Sasha mejora, se cierra el duelo.

Nada de lo que se anuncia en la contraportada de este libro, eficazmente escrito con una prosa sobria y elegante, nos parece que indique la naturaleza de lo que en él se cuenta. No se trata de una historia de terror, no se desmorona ningún futuro en la pantalla del ecógrafo, y la historia de resistencia tan audaz como clarificadora no es tal. Anna se enfrenta a la pérdida de un hijo como lo hacen millones de mujeres en el mundo, y sufre como ellas el duelo de las ilusiones que este proyecto había generado en ella y en su familia.

Por otra parte, cabe preguntarse por qué una joven exitosa no puede renunciar al deseo de un segundo hijo a pesar de los peligros que conlleva y de la oposición de su pareja. Y hubiéramos agradecido que el libro diese cuenta de estas y otras preguntas que nos sugiere su lectura. Pero no lo hace. Anna parece ser la representante de una generación educada en la satisfacción de todos sus deseos e incapaz de renunciar a ninguno ellos. Nos encontramos inmersos en un retorno de la maternidad como imperativo, como eje vertebrador de la identidad femenina, como deseo prioritario que, por tanto, es necesario satisfacer.

Desde esta perspectiva, la alabada resistencia de la protagonista, su aparente determinación, calificada de "feminista", aparece casi como desmesura. Es más, si se ensalza su obcecación se debe a que el discurso neoliberal de que podemos, y debemos, alcanzar todos nuestros deseos, ha calado también entre los lectores: el deseo es un derecho que no se negocia jamás.

Anna hubiese ahorrado su sufrimiento y el de su familia de haber aceptado la enfermedad de ese primer hijo varón como una eventualidad propia de cualquier embarazo, pero no pudo soportar esa pérdida que le costó un año superar, ni renunciar a un segundo embarazo lleno de incertidumbres, porque estaba en juego un deseo experimentado como innegociable.

"No puedo vivir sin dar a luz un hijo vivo", repite, y en lugar de interrogar esa afirmación a todas luces excesiva, Anna hace síntomas. Desde el psicoanálisis podemos reconocer el carácter narcisista de este deseo de hijo, y cómo el dolor de la madre está ligado a su dificultad para reconocer que el sufrimiento que le produce no satisfacerlo está más vinculado a la imposibilidad de renunciar a un ideal propio —el de madre capaz— que a la pérdida del hijo real, que nunca hubiera podido vivir.

Un objeto narcisista tan importante también para las madres que Anna ridiculiza al comienzo de su libro, las que se autodenominan futuras mamis y proclaman en los foros su alegría sin ambivalencias desde que el test les confirma su embarazo. Anna, por el contrario, confiesa que al conocer su gravidez no se "alegraba lo suficiente por la gestación de una nueva vida en mí", pero su competitividad con todas las madres del mundo se activa cuando esta vida se malogra, y no parará hasta compensar con otro hijo esa herida con la que afirma no poder vivir.

El universo narrativo de Starobinets da cuenta de un mundo donde no cabe reflexionar sino actuar. Y Anna corre para hacer realidad cuanto antes su objetivo de un segundo hijo. Cómplices, su carrera desenfrenada se ennoblece después calificándola de guía de supervivencia.

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Creo que hay que leer este libro con mucha atención, pues estamos frente a un texto que dice más de lo que pretende decir, que dice casi lo opuesto a lo que se dice que pretende decir. Hay que leerlo para comprender lo que he dado en llamar fanatismo maternal, esto es, la obsesión en la que la maternidad puede transformarse de nuevo cuando, como sucede cada vez con más frecuencia, se convierte para las mujeres en una peligrosa cuestión de identidad.

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Lola López Mondéjar es psicoanalista y escritora. Su último libro es Qué mundo tan maravilloso (Páginas de Espuma, 2018).

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