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Le Clézio: “Dejémonos guiar por quienes abren su corazón”

Le Clézio, en una imagen de 1999.

Cuesta determinar cuándo Jean-Marie Gustave Le Clézio está mirando a su interior y cuándo fantasea con historias ajenas. El escritor francés tira de recuerdos propios, de imágenes pretéritas o de detalles cercanos para elaborar sus relatos. Recurre a su memoria en aquellos de corte más oriental, como El desierto o El buscador de oro, en tramas desasosegantes como El diluvio o El atestado, y en narraciones de primera persona, como Urania, El africano o la reciente Canción de infancia. Según dice, toda su obra está esculpida bajo la misma fórmula: “Un 80% de realidad, un 20% de imaginación y documentación”.

Le Clézio hace gala de un nomadismo desprejuiciado, de una pertenencia a la periferia –a pesar de gozar de pasaporte occidental– que le permite hablar desde la atalaya del desterrado: nació en Niza en 1940, vivió unos años en Isla Mauricio (donde su familia tenía raíces desde el siglo XVIII), se trasladó temporalmente a Nigeria, volvió a Francia y alternó temporadas en la Bretaña, se mudó a Albuquerque, en Nuevo México, o descubrió la vida saharaui junto a su esposa. Ni siquiera ahora, con 81 años, ha abandonado la vida errante: en las últimas décadas ha pasado temporadas en Colombia, Panamá o en países asiáticos como Corea del Sur y China. Se puede afirmar, por tanto, que no ha parado. Cuando se le menciona como emblema de la multiculturalidad o se le califica como exponente “de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante”, según destacó el jurado del premio Nobel al concedérselo en 2008, se ajusta a su figura errante, inquieta.

Es desde Francia, sin embargo, desde donde atiende las cuestiones sobre Canción de infancia, que acaba de salir en español publicado por Lumen. El libro es otra vuelta atrás, otra retrospectiva dedicada a sus lugares predilectos, pero se centra en el espíritu de la época y desecha la nostalgia. Un “sentimiento honroso” que supone “debilidad, una crispación que rezuma amargura”, tal y como advierte en sus páginas. “Es, a mi juicio, un peligro real, una forma muy autocomplaciente de castigarse”, añade ahora al referirse a un texto que podría dar pie a equivocaciones: en algunas descripciones aflora la melancolía, la belleza de lo perdido.

“Tengo un problema con la nostalgia”, confiesa. “En coreano usan hyangsu, es decir, el perfume del agua, y eso indica que no es muy real y que tiene una parte de narcisismo”, reflexiona, “lo que ahora echo de menos en Bretaña no es la idealización de un país en el que yo era libre y andaba descalzo por los senderos de las dunas, sino la musicalidad de la lengua bretona, que seguía viva entre los ancianos e incluso entre los niños y que no podrá ser sustituida por la musiquilla de las series de televisión o las canciones actuales. Pero cuando recuerdo la pobreza de los bretones, los niños en los orfanatos, la miseria de los campesinos, el rictus de la embriaguez, cualquier ilusión se desvanece”.

Recuerdos y emociones de la Bretaña

Porque su estructura, dividida en dos partes, camina entre la evocación de las calles y elementos de Sainte-Marine, esa localidad bretona donde pasaba sus vacaciones, hasta su relación con la guerra. Le Clézio reivindica una región que reúne tanto la barbarie como la espontaneidad. “Aunque no nací allí ni tampoco viví allí más que unos meses todos los veranos entre 1948 y 1954, es el lugar que más emociones y recuerdos me ha dejado”, señala al comienzo. Y arguye que, cuando su padre regresó a Francia, en la década de 1950, la olvidó. No la rechazó, sino que la borró como “algo imposible, irreal, demasiado grande y puede que peligroso”.

Bretaña, explica, no solo le era familiar, sino que era “de la familia”. “Crecí convencido de que nosotros (quienes llevaban nuestro apellido, el de mi padre y el de mi madre, los de nuestra estirpe) éramos bretones y que desde los tiempos más remotos ese hilo invisible y sólido nos unía a esa región”, avisa como prefacio a esa recapitulación de rincones desaparecidos y como contrapunto a su experiencia anterior: “En Francia, la Segunda Guerra Mundial empezó el 3 de septiembre de 1939. Nací en Niza el 3 de septiembre de 1940. Los cinco primeros años de mi vida los viví en guerra. Para mí, esa guerra (todas las guerras) no puede ser un acontecimiento histórico”, justifica el autor antes de defender que no podría convertirla en argumento.

“No tengo ninguna perspectiva para hablar de la guerra. Solo sentimientos, sensaciones, ese flujo en movimiento en que navega un niño entre el día de su nacimiento y el propio comienzo de la memoria consciente”, alega Le Clézio, que pretende, a la vez, separar esa visión “mágica” de su periodo en África o en geografías tropicales por la crudeza de la contienda. Ya hablaba en El africano de ataques de cólera producidos, quizás, por la angustia heredada de la batalla, pero aquí cita al hambre, a la muerte. “Si comparo con lo que viven los niños de Palestina o de Libia o de Siria o de países de América Latina o de Oriente, no es nada. No he vivido nada doloroso sino pequeños problemas. El único dolor que he vivido del que me acuerdo es el del hambre”, incide. Ignoraba lo que era, apunta, pero se acuerda de que siempre buscaba algo que llevarse a la boca. “La preocupación era comer, no jugar. Y recuerdo el sabor a tierra de la comida, del pan, de las verduras. Todo estaba preñado del sabor de la tierra, porque había que enterrar la comida para esconderla y también nos alimentábamos de muchas raíces. Ese sabor a tierra, a muerte, ha seguido siempre presente en mi paladar”, rememora quien acaba de publicar una carta a su nieta comparando la pandemia con su infancia. Aunque marca distancias: “Esto no es un castigo, sino una oportunidad. A diferencia de la guerra, esta es una lucha contra nosotros mismos, contra nuestros fallos, nuestra indiferencia hacia la naturaleza, nuestro vanidoso egoísmo”.

Tiempo sin límites

Hace esta revisión sin orden cronológico. Con el caos propio de la edad. “¡La medida del tiempo es tan diferente en la niñez!”, exclama, “que algunos días no se acaban nunca y otros parece que, como en Alicia en el país de las maravillas, se está cayendo en un pozo sin fondo, si no fuera por ese tiempo sin límites por el que todos pasamos antes de llegar a la orilla firme de la edad adulta, ¿habría novelas? ¿habría metamorfosis?, ¿existirían la poesía de Emily Dickinson o los feroces relatos de Flannery O’Connor?”.

Jean-Marie Gustave Le Clézio utiliza este canto a la infancia para retomar algunos de sus temas preferidos. A través de estos cuentos que les relataba su abuela, reivindica el amor por un lenguaje propio o por lo que suele llamar “independentismo emocional”. “Lo más terrible no es que se pierda una lengua, sino que se pierda la fraternidad”, comenta al respecto. “Es un sentimiento muy potente en algunos pueblos marginales, como el de los indios pápagos de Arizona: cuando Trump ordenó cerrar la frontera, ellos respondieron que seguirían ayudando a todos los migrantes que lo necesitasen”, argumenta quien lamenta la “falta de creatividad” o de modestia a la hora de arrobarnos una patria. “Dejémonos guiar por quienes abren su corazón”, invoca Le Clézio, que valora la autonomía de cada comunidad y la diferenciación de culturas regionales, pero se aleja de separatismos como el catalán, un “artefacto político”.

Fiel “militante de la interculturalidad”, el autor cree que “cada ser humano está hecho de una mirada, de una identidad”. “No hay una identidad fija, se mueve, como nos movemos todos y como nos hemos movido físicamente toda la vida. La identidad no es solo el lugar donde nacimos. Somos de la nacionalidad de lo que amamos, de nuestros amantes, de las personas y de las cosas que nos influyeron, y de nuestros vecinos”, esgrime. El Nobel anota, no obstante, que “más que la multiculturalidad, querría que se generalizara la interculturalidad, que existe en algunos países (aunque cada vez más amenazada por la uniculturalidad), como Bolivia o Perú y también en Suecia y Suiza”.

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“Crecí sintiendo que pertenecía a varios lugares, a varias memorias: Mauricio por la familia de mi padre; Francia, por el amor que mi abuela materna le profesaba a ese país, y Bretaña, por el agradecimiento que tenía mi madre al lugar que había albergado su amor por mi padre. Con el tiempo, fui tejiendo afinidades con otros lugares como México o el bosque de Panamá y, más recientemente, con la ciudad de Nanjing en China. Me gusta que el concepto de patria sea fluctuante, que esté ligado a la sensación de felicidad, al deseo de compartir, a las emociones del amor; que la patria no sea la que nosotros elegimos, sino la que nos elige a nosotros”, concluye quien hace uso de ese abanico experimental para redactar sus historias, ya sean inventadas o autobiográficas, como este retorno a su paraíso infantil.

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Este artículo está publicado en el número de junio de tintaLibre, a la venta en quioscos. Puedes consultar todos los contenidos de la revista haciendo clic aquíaquí

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