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Segunda vuelta

¿Dónde vas, Felipe VI?

Pilar Velasco

Ahora que estamos de aniversario y se cumple un año de la huída de Juan Carlos I destino a la dictadura de Abu Dabi. Ahora que celebramos un año de silencio de la Casa Real y la fiscalía no termina de concretar los presuntos delitos del emérito. Ahora que Suiza sigue localizando fondos mejor que nosotros. Y ahora que contemplamos desde la calma de agosto la invariable situación judicial, ética y personal de Juan Carlos I, llegados a este punto, el verdadero aniversario es el mismo desde 2014. El emérito abdicó sin pedir perdón y Felipe VI no termina de explicar cuál es su proyecto de futuro y para qué sirve un rey en el siglo XXI. Bien que los gobiernos se cambian en las urnas y los reinados se heredan, pero de una monarquía parlamentaria no es descabellado esperar que el Congreso sea el lugar donde exponer el nuevo contrato social de la institución con la sociedad española.

Si hacemos balance, Juan Carlos I abdicó hace siete años y huyó hace uno. Hay consenso sobre su salida para salvaguardar la Corona. No hay duda sobre cuatro décadas de actividades opacas, del fraude a Hacienda como embajador-comisionista o de que la Monarquía se ha reducido a la mínima expresión: Felipe de Borbón, Letizia Ortiz y las infantas. Ni padre, ni hermanas, ni cuñados.

Sabemos también que durante 40 años aceptamos un acuerdo tácito de no investigar al emérito. Como si la inviolabilidad constitucional nos hubiera eximido a la prensa de nuestra obligación de vigilar el poder, el real incluido. Una mordaza invisible que nos arrancó Suiza ante el intento patrio de dejar el caso Corinna en un lío amoroso y no de corrupción. Un blindaje reprochable a quienes construyeron este país en los ochenta, pero inasumible para la generación que nació (nacimos) en democracia.

Por eso cabe también preguntarse hoy si estamos aceptando como propio el nuevo marco de la Casa Real y el Gobierno para proteger a Felipe VI. Si lo que el ejecutivo entiende que es su obligación, dejar en manos de Zarzuela la vuelta del emérito y cómo modernizarse, lo estamos asumiendo desde los medios como un límite implícito.

Aunque Felipe VI no mereciera este legado, no puede generar desasosiego que la prensa pregunte sobre si conocía las operaciones de fraude fiscal de su padre o qué información tenía para renunciar a su herencia. Son las preguntas de hoy, mañana habrá otras. La burbuja en la que algunos pretenden meter al rey no puede pasar por acusar a quien fiscaliza a la Monarquía de atacar a las instituciones del Estado. Informar con transparencia sobre su actividad no convierte a quien lo hace en podemita, comunista o nacionalista, utilizados además a modo de insulto.

Porque lo preocupante de los contratos de silencio, esa lista de temas que no se tocan, es que se asumen de forma colectiva como la metáfora de la rana en el agua caliente. Están ahí, son escandalosos vistos desde fuera, pero flotamos sobre ellos hasta que el animal salta o muere. Ambas cosas sobre la base y cimientos de la credibilidad en las instituciones.

El encaje del papel de Felipe VI debe extenderse y entenderse más allá del apoyo de la derecha o las fantásticas biografías de José Antonio Zarzalejos. Salir de la foto estática de Marivent. Aceptar que la solidez de las instituciones pasa por el sano debate de preguntarnos para qué sirven. Y mientras esperamos al ministerio público, al Supremo, la vuelta de Abu Dabi, las explicaciones, la devolución del dinero, el perdón, Felipe VI necesita explicar a una nueva generación cuál es su papel y por qué la Monarquía hará mejor la España del siglo XXI. Sin esas tres respuestas, la institución será hueca e inútil.

Las crisis tectónicas de este país se cierran en falso demasiadas veces blandiendo la Constitución a modo de ladrillo. La forma del Estado es un consenso, un acuerdo colectivo articulado por los fundadores de la Carta Magna, y como tal, los sucesores tienen tanto derecho a debatirlo como se hizo entonces. Incluso a revisar los acuerdos constitucionales cuando no funcionan.

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La Constitución define de forma muy precisa el papel de la Monarquía. El rey reina pero no gobierna. Y qué es reinar. Representar institucionalmente al Estado. Para qué sirve. Para ratificar las leyes. Qué es el rey. Un embajador. Ya lo dijo Ayuso. ¿Va a firmar los indultos? Por supuesto que sí.

Y a pesar de las limitadas competencias, si los españoles volviéramos a redactar la Constitución, si tuviera lugar un proceso constituyente como en Chile ¿Quien propondría un rey? ¿Por qué? Y ¿Para qué? Si volvieramos a esa refundación casi nadie duda que acabaría como la Convención Constitucional que fundó la democracia estadounidense en 1787. Al terminar, cuenta la leyenda, alguien preguntó a Benjamin Franklin qué habían parido, si una república o una monarquía. “A Republic, if you can keep it”, contestó.

Mientras llega ese momento, desde la España europea que somos, cabe exigir a la Casa Real que además de actualizar su software para adaptarse al siglo XXI, acepte el parlamento como la institución a la que también se debe la Monarquía.

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