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Viajar por el arte

A Monument Valley con películas

Fotograma de 'La diligencia', de John Ford.

Sara Gutiérrez | Eva Orúe

¿Qué importancia tiene el paisaje en las películas del Oeste? El receptor de la pregunta es Pedro Vallín, periodista, especialista en cine, autor de Me cago en Godard. Y Vallín se acoge al comodín del maestro: “El wéstern es un viaje de la selva a la ley”, dice citando a los especialistas Jordi Balló y Xavier Pérez, “luego es la crónica de una domesticación del paisaje”. Árido, insometible, peligroso, pero también, una promesa. “Los paisajes de Monument Valley, los grandes valles de Montana, las praderas de Dakota... contienen eso, una amenaza y una promesa. Es muy importante, si consideramos que el cine del Oeste, en términos estadounidenses, es lo más parecido que poseen a una leyenda fundadora. Es su Covadonga o su Camelot”.

Cartel turístico de Monument Valley, en Arizona, Estados Unidos.

A esto, prosigue, hay que añadir la fotogenia de un subcontinente en el que nada parece tener una escala humana. “El paisajista que pensó Norteamérica debió equivocarse al trasponer kilómetros a millas, porque ni sus árboles, ni sus valles, ni sus ríos, ni sus montañas o cañones parecen tener una escala razonable. En Estados Unidos, un hombre es un poco más pequeño”.

Luego, menciona a otro profesor, Javier Luengos, quien explicó que durante uno de los periodos en que Estados Unidos recibió más inmigración, durante las dos Guerras Mundiales europeas, el cine del Oeste tenía muchísimo éxito entre los recién llegados, deseosos en parte de dejar atrás los belicosos mitos nacionales de sus países, a la postre sangrientos. “Luengos atribuye parte de este éxito a que el wéstern, al ser un relato adelgazado hasta el hueso, no exige entender el idioma para comprender lo que se cuenta. Y lo que se cuenta es la mítica fundación de un país por granjeros, enfrentados a la inmensidad de los elementos, a unos pocos nativos que aún sobrevivían (los grandes exterminios de indígenas son anteriores a la conquista del Oeste) y a los potentados que tratan de hacerse con el control de los recursos al por mayor, ya fueran empresarios de la minería, la ganadería o el ferrocarril, mientras ensayan unas sociedades protodemocráticas en poblados precarios y autoorganizados a los que la ley (el Estado) no llegaría hasta mucho después, cuando se extendieron el telégrafo y el ferrocarril”.

Sí, uno de los primeros paisajes que el cine prácticamente inventará para el imaginario colectivo es el del wéstern. “Ciertamente que los paisajes ya existían antes, no solo como referente real, sino también en la pintura y la fotografía. Pero sólo el cine consiguió dar imagen a la epopeya que constituye el relato fundacional de la nación americana: la conquista del Oeste, mezcla casi indisociable de historia y mito”, escribe Áurea Ortiz Villeta, de la Universitat de València. Se trata de una narración épica, hecha de lucha, enfrentamiento, violencia, sufrimiento, ética y sacrificio, como cualquier otro relato similar. “Dicho relato se articula en torno al concepto de frontera, que irá sucesivamente avanzando hacia el oeste, en un recorrido implacable que se entiende como la conquista y apropiación del territorio y la naturaleza por parte de la civilización”. Y dentro del concepto de naturaleza quedan incluidos los pobladores de ese espacio.

Welcome to Navajo Land

En 1938, Harry Goulding decidió acercarse hasta los estudios de United Artists con fotografías del lugar en el que había instalado un negocio, una pequeña tienda, en la frontera noroeste de Monument Valley. Era su convicción que esa tierra, de la que los navajos eran dueños desde que los blancos decidieron que no tenía valor minero, sí tenía potencial cinematográfico.

Hasta entonces, quienes habían poblado o atravesado ese paisaje no habían apreciado su apabullante singularidad. Es, había sentenciado el capitán John G. Walker en 1849, “un país de aspecto tan desolado y repulsivo como se pueda imaginar”. Hasta donde alcanza la vista, explicó, “hay una masa de colinas de piedra arenisca sin ninguna cubierta o vegetación, excepto un escaso crecimiento de cedro". Había pasado apenas un año desde que el norte se anexionara el territorio tras la guerra mexicano-estadounidense.

Los navajos que lo habitaban sí le daban aprecio. Ellos se asentaban en lo que hoy llamamos las Cuatro Esquinas, el único punto en Estados Unidos donde se tocan cuatro estados: Utah, Arizona, Colorado y Nuevo México, cuyos límites fueron establecidos con escuadra y cartabón. Hay también un pequeño monumento, una placa, como el Km. 0 de Madrid, con su pequeña historia. Decíamos que los navajos, que junto con los ute y los hopi habitaban los entornos, sí le daban aprecio, lo consideraban trascendente: el valle era conocido como Tsé Bii Ndzisgaii, espacio abierto (valle) entre las rocas, y era considerado un enorme hogan (choza propia de los indios navajos), un hogar cuyas puertas eran los dos pináculos que hoy están en la memoria de cualquier cinéfilo; mientras que The Mittens, los mitones, eran las manos de una deidad.

Y, si hemos de ser justas, debemos recordar que hubo alguien que sí se prendó del paisaje y vislumbró sus posibilidades. En 1913, el escritor de novelas del Oeste Zane Grey llegó a ese “extraño mundo de pozos colosales y montículos de roca, magníficamente esculpidos, aislados y distantes, oscuros, extraños, solitarios”, y recogió la experiencia en Wildfire.

Pero hemos dejado al intuitivo Goulding hablando con el recepcionista de United Artists, un tipo (imaginamos) que no estaba para tonterías; otro paleto con sus paletadas, debió pensar. Que encima amenazaba con quedarse ahí hasta que alguien le hiciera caso. Goulding recordaría tiempo después que, cuando procedían a su desalojo, un tipo cuarentón vio las fotos de reojo y dio el alto. Era Walter Wanger, productor de John Ford.

Al poco, el equipo del director con el parche en el ojo se instaló en la zona, contrató a los navajos residentes para hacer de apaches, trajo a su protagonista, un antiguo especialista reconvertido en estrella. La película se titulaba La diligencia, se estrenó en 1939, ganó dos Oscar e hizo de Monument Valley el lugar emblemático que es.

Fotograma de La diligencia, de John Ford.

Hemos pospuesto la enunciación del nombre que todos los que nos leen tienen en mente: el stunt convertido en star era, por supuesto, John Wayne. Dicen que, al ver el sitio, exclamó: “Así que aquí es donde Dios puso el Oeste”. Razón no le faltaba.

Ford, que se consideraba un patriota, que luego se desempeñaría como realizador de documentales para el ejército durante la Segunda Guerra Mundial (sus documentales sobre el ataque a Pearl Harbor y la Batalla de Midway ganaron premios de la Academia), había encontrado su lugar en el mundo. “Su historia de amor con Monument Valley creó otro mito de la frontera”, escribió el historiador militar Jeffrey C. Prater. No dejó de volver nunca, allí rodó siete películas más, una de ellas, Fort Apache, en cuyos créditos aparecen las siluetas ya célebres.

Fotograma de Fort Apache, de John Ford.

Y no perdió la costumbre de vigilar los rodajes como Luis Enrique los entrenamientos, desde lo alto. Sólo que mientras el entrenador se sube a un andamio montado para la ocasión, el director subía a un paraje elevado hoy conocido como John Ford Point, que ha sido incorporado a la propaganda del valle. Así, regresando, y filmando, cambió el destino de la zona y el imaginario de un país.

Si hay un género cinematográfico cuya existencia depende del lugar, del escenario, ese es el wéstern. Que es más que un espacio físico, una experiencia simbólica e incluso un estado de ánimo, el entorno propicio (en la vida real y en las películas) para hazañas, asentamientos, incursiones, ataques, batallas, conquistas… Si acaso, anotar la paradoja que supone el que el paisaje paradigmático del triunfo del vaquero se encuentre anclado en territorio navajo: el valle, al que normalmente se accede desde Utah y cuyas formaciones rocosas más conocidas están y en Arizona está en la Nación Navajo, que tiene su poder ejecutivo, su cámara legislativa y un sistema judicial al margen de los estados en los que está enclavada (si bien el Gobierno federal mantiene la última palabra). De lo que supone que el Oeste se trasladara en tantas y tan gloriosas películas a Almería… o a Burgos, que es donde está el verdadero cementerio de Sad Hill (El bueno, el feo y el malo) podemos escribir otro día.

Clint Eastwood en El bueno, el feo y el malo, de Sergio Leone.

A París en canciones

A París en canciones

Al terminar este viaje, volvemos a Vallín. A bote pronto, le decimos, si te pedimos una película del Oeste en la que el paisaje desempeñe un papel esencial, ¿cuál te viene a la cabeza?

Se toma unos segundos. “Diría que es raro el wéstern en el que el paisaje no tiene un papel esencial, y en las películas del Oeste que comportan viaje (todas las relacionadas con transporte del ganado) esas praderas, desfiladeros y ríos a vadear son determinantes”. Y ganado ese tiempo, elige tres paisajes, tres películas: “las Montañas Rocosas en el mito ancestral del hombre frente al medio de Las aventuras de Jeremiah Johnson, de Sidney Pollack; el valle de Jackson Hole (Wyoming), al pie de las Rocosas, en Raíces profundas de George Stevens. Y, en un wéstern moderno, Thelma y Louise, de Ridley Scott, el papel determinante del Cañón del Colorado, que encarna un peculiar fin del mundo, en el que has de decidir si regresar o abrazar tu propia posteridad”.

Fotograma de Thelma y Louise, de Ridley Scott.

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