Verano azul

Dramas adolescentes y princesas guerreras: un regreso a los largos veranos 'millennial'

Una imagen de la serie 'Dawson crece'.

Cualquier millennial que a finales de los noventa tuviera una televisión y un largo verano por delante reconocerá la sintonía. Primero, unas guitarras eléctricas edulcoradas, lo suficientemente gamberras como para evocar una adolescencia rebelde, lo suficientemente blanditas como para no asustar a nadie. Luego una cortísima estrofa que los millennials en cuestión farfullaban para sí en algo que no pretendía ni pasar por inglés. Y luego el estribillo, repetitivo y, aquí sí, clarísimo: “Sweet Valley, Sweet Valley, aaaaaaaah, Sweet Valley”. Las gemelas de Sweet Valley, serie de instituto estadounidense de libro, era una de las series que los que criaban (criábamos) acné entre los noventa y los dos miles tenían a su disposición, mientras masticaban la tostada, en las perezosas mañanas veraniegas. Y no era la única: Los rompecorazones, Dawson crece o Xena, la princesa guerreraLos rompecorazonesDawson creceXena, la princesa guerrera serán series muy menores, sí, pero están marcadas a fuego en la memoria de una generación que no tenía más que un puñado de cadenas para elegir y que no podía ni imaginarse que, un día, los adolescentes del futuro tendrían miles de contenidos convenientemente teenagers a un simple clic. La generación EGB ya ha tenido su deriva nostálgica. La millennial, viejos ya entre los jóvenes, asediados por la falta de estabilidad profesional y por la incertidumbre vital en general, bien pueden permitirse la suya, aunque sea por un ratito. Vamos allá.

Las gemelas de Sweet Valley, Sweet Valley High en el original estadounidense, se emitió del otro lado del océano entre 1994 y 1997, pero el amor español por la redifusión permitió que aquí la serie sobreviviera durante algunos años más, atravesando las mañanas estivales en modo repeat. La cabecera escondía un nombre al que pocos prestaban atención: Francine Pascal. ¿Quién era esa señora con nombre de locutora de consultorio sentimental? Pues la exitosa creadora de la serie de novelas Sweet Valley High, publicadas en Estados Unidos a lo largo de los ochenta y los noventa. Cerca de 200 títulos, más de 150 millones de copias vendidas que se convirtieron en 88 capítulos de televisión. En realidad, Francine Pascal era la directora de un equipo de escritores sin nombre que, afanados obreros de la tecla como la que suscribe, llevaban al papel las ideas desarrolladas por la jefa y, ¡ay de ellos!, sin desviarse un milímetro de la Biblia que regía la saga, igual que sucede en el guion de una serie de televisión. Sus nombres no aparecían, lógicamente, ni en los libros ni en la cabecera de la serie, y quizás ellos tampoco hubieran querido otra cosa. Desde el futuro, solo podemos desear que al menos se les pagara con justicia.

En ellos, las actrices Brittany y Cynthia Daniel encarnaban a Jessica Jess Wakefield y Elizabeth Liz Wakefield, dos gemelas antitéticas –el título se tradujo en Latinoamérica como Mellizas y rivales– que pasan sus enamoramientos y sus cuitas adolescentes en el ficticio Sweet Valley, California. Las jóvenes espectadoras escudriñaban la pantalla tratando de dilucidar a quién se parecían más, si a Jess, superficial, ácida, incontrolable, algo tonta, o a Liz, empática, dulce, sensata, estudiosa. La pareja encarnaba una versión teenager y dosmilera de los mitos de la puta y la santa abordados por Alberto Mira en este artículo. Algo como Jackie versus Marilyn, pero con el mismo tono de rubio. Y la misma cara, de hecho. Se suponía que las niñas tenían que tener a Liz como modelo, pero lo cierto es que Jess era un personaje mucho más atractivo y cool. Seguramente muchas quisiéramos ser, en realidad, Jess, pero estábamos irremediablemente encasilladas en el papel de Liz, una pardilla que por arte de magia televisivo resultaba ser tan popular como su hermana. Se aprecia aquí que no era precisamente un documental. Las tramas solían implicar alguna suerte de pique entre las hermanas –por las notas, por un premio escolar, por un papel en una obra de teatro–, la esperada confusión entre gemelas y la tensión romántica en torno a Todd, capitán del equipo de baloncesto y guapo oficial, con un pelazo que muchos espectadores creerían entonces conservar para siempre, más parecido a Jess pero más interesado en Liz.

Piercings en la ceja y conflicto socialPiercings

Las gemelas de Sweet Valley fue una de las series veraniegas más recurrentes de la época, y en 1999 llegó incluso a ofrecerse por duplicado. Primero, en el espacio Estamos de vacaciones en La 1 de Televisión Española; después, y por si no habías tenido bastante, en el Club Megatrix de Antena 3. Pero no era la única serie de institutos que reinaba en las mañanas adolescentes. Luego llegó el turno de Los rompecorazones, Heartbreak High en el original... ¡australiano! Qué exótico, se dirían los adolescentes que prestaran algún tipo de atención a la geografía de la serie, mientras que los menos avispados –o los más pequeños– nos contentábamos con pensar que aquel Estados Unidos no era como los demás Estados Unidos. En el opening, más guitarras eléctricas, pero esta vez en una versión instrumental y con un aroma ligeramente más rompedor que la de las gemelas. Y era una señal: la serie –emitida originalmente entre 1995 y 1999, pero presente en la parrilla española hasta bien entrados los dosmiles– añadía un poco más de conflicto y de profundidad que los pastelitos que ofrecía Sweet Valley. Y Netflix, sabiendo como sabe que la nostalgia da dinero, ya ha anunciado un reboot para 2022

El casting ya anuncia que esta no es una historia de rubios tontitos: Los rompecorazones tenía una voluntad de verosimilitud que Sweet Valley jamás se hubiera planteado. De hecho, trataba de reflejar la convivencia en un instituto que reunía a alumnos de distintas procedencias –Grecia, Líbano, Vietnam...– y abordaba temas como el machismo, la libertad de expresión o la necesidad o no de una educación autoritaria. Pero si se le pregunta a cualquier espectador de entonces, seguramente lo que recordará con más claridad será la tormentosa historia de amor de Drazic (Callan Mulvey), con su piercing en la ceja, y Anita (Lara Cox), con los dos mechones reglamentarios sobre la frente. Sin embargo, estos personajes no aparecen hasta la quinta temporada (de siete), allá por el episodio 100. De hecho, la serie arranca en torno a Nick Poulos (Alex Dimitriades), que (¡alerta, spoiler prehistórico!) muere dramáticamente al final de la primera temporada. ¿Que por qué se recuerda más a Drazic y a Anita que a Nick? Porque aquí nos gusta mucho el conflicto social y el drama profundo, pero donde se ponga una buena historia romántica adolescente, con sus idas y venidas, sus malos entendidos y su incapacidad emocional, que se quite lo demás. La excepción podría ser Fer, de Física o Química, pero esa es otra historia.

Yo no soy machista, tengo amigas

Hablando de dramas adolescentes: Dawson crece. Se puede responsabilizar a la serie de haber contribuido a inculcar a los jovenzuelos de entonces una idea distorsionada y nociva de las amistades entre hombres y mujeres, que en la serie, con los devaneos entre el Dawson del título (James Van Der Beek), Joey (Katie Holmes), Pacey (Joshua Jackson) y Jen (Michelle Williams), parecen siempre mediadas por el interés amoroso o sexual, e incluso la deslealtad y los celos. Pero no es lo único que se le puede echar en cara a la producción, emitida en Estados Unidos entre 1998 y 2003, y durante unos cuantos años más en España. No se puede decir que contribuyera precisamente al aprendizaje del inglés: mientras en la pantalla se leía el titulo original, Dawson's Creek (algo así como La ensenada de Dawson), una voz decía: Dawson crece. Como resultado, toda una generación de prepúberes poco duchos en idiomas pensó durante un tiempo que crece era una traducción de creek (del verbo to creek, imagino).

La nostalgia es poderosa, pero no lo suficiente como para ocultar el obvio machismo de esta y otras series de la época. Lo que ocurre es que Dawson crece pretende no ser sexista. Se supone que Dawson es un buen tipo, un cinéfilo sin mucha experiencia amorosa ni mucha vida social, lejos de los populares del instituto –este sería uno de los mayores aciertos de la serie, el de dibujar una pandilla de inadaptados por distintos motivos, desde la clase social hasta sus intereses–. Pero lo cierto es que menosprecia continuamente tanto a Joey como a Jen, personajes que no parecen tener la misma profundidad que el suyo: él es un director en ciernes, un artista, mientras que ellas configuran su vida bien en torno a las necesidades de terceros, bien como pago por sus errores pasados. En sus relaciones amorosas, Dawson tampoco es una joyita: no duda en espiar a Jen con unos prismáticos, y tampoco en echarle en cara sus experiencias sexuales previas –que, además, se parecen preocupantemente a un abuso–, ni en justificar sus líos con otras mujeres para darle celos. Todo se perdona en la búsqueda del amor verdadero. Además, los personajes femeninos se enfrentan entre sí continuamente por la atención de los masculinos, como si esta moldeara cualquier interacción posible. Jen, la mujer que en la serie explora su sexualidad con más libertad, acaba siendo castigada no solo con un embarazo adolescente, sino con la muerte. Todo eso flotaba en las mañanas de verano, como un polvo finísimo que se posaba sobre las tostadas con mantequilla, en la taza de Colacao, sobre nuestros hombros morenos. No teníamos las herramientas para saber que esa sustancia invisible, corrosiva, estaba ahí.

Una mitología LGTBI

Un baño en la costa del crimen

Un baño en la costa del crimen

Y luego estaba ella, una rareza en comparación con las series mencionadas. El instituto se sustituía por un mundo de fantasía inspirado en la mitología griega, los conflictos por las notas o los amoríos se cambiaban por una historia de redención heroica a través del servicio, y en vez de adolescentes populares teníamos a una experimentada princesa y a su compañera de aventuras. Hablamos, claro, de Xena, que hizo de la actriz Lucy Lawless una diosa televisiva, una estrella internacional y un referente feminista. Se emitió originalmente entre 1995 y 2001, pero en España, como de costumbre, siguió en parrilla durante varios años más. A principios del milenio, era posible sintonizar a esta “princesa guerrera” en La 1 entre Los rompecorazones y Los vigilantes de la playa, varias horas antes del Telediario presentado por Letizia Ortiz. Lo que son las cosas.

Como decíamos, la historia de Xena es la de una villana que quiere dejar de serlo: después de secuestrar, robar y matar durante años, al frente de unas tropas todopoderosas, y de haber visto morir a su hermano, y de haberse alejado de su madre, la princesa se decide a dejar atrás las armas. Pero antes de retirarse, asiste a unos aldeanos en apuros, entre los que se encuentra Gabrielle (Renee O'Connor). La joven servirá a partir de entonces como una contraparte más ingenua, bondadosa y torpe que la heroína, una compañera de aventuras, una especie de brújula moral y, para muchos... una amante. El subtexto sáfico de Xena –a la que habría que considerar como bisexual, porque también tiene relaciones con hombres– es tan evidente que, por momentos, ni siquiera puede considerarse subtexto, e incluye besos y confesiones de amor –y también celos, y heridas, y comportamientos que solo pueden calificarse de nocivos–. Los creadores han contado luego que, aunque la relación no fue concebida necesariamente como romance, se dieron cuenta pronto de su potencial. Asustada por las implicaciones de aquella amistad entre mujeres, la productora les prohibió incluso que Xena y Gabrielle compartieran escena en las imágenes del opening. Pero, pese a que la relación amorosa nunca se confirmara explícitamente en pantalla, las actrices han insistido una y otra vez en que no había ninguna duda sobre ello: “Están enamoradas, se quieren muchísimo, no hay manera de decir que eso no es cierto. Cualquiera puede verlo solo viendo la serie”, aseguraba en 2008 Renee O'Connor.

Tenía razón. Se veía. Y para muchos, para muchas como yo, Xena, la princesa guerrera, se convirtió en la verdadera estrella de las mañanas en unos años en los que intuíamos que algo dentro de nosotros, sin saber exactamente qué, nos sacaba a rastras de la norma, con todo ese terror, con todo ese desconcierto, con toda esa soledad. Nuestro entusiasmo no venía, desde luego, por las aventuras pseudomitológicas, ni por las escenas de lucha cuidadosamente coreografiadas, ni por el humor blanco, sino por ese misterioso amor entre iguales que se desprendía de las protagonistas, ese cuidado de la una por la otra que, quizás por primera vez para sus espectadores, no se mostraba con desprecio sino con respeto, como el alma misma de la producción. Nos incorporábamos en el sofá, nos sacudíamos las migas del pijama y fingíamos, como suele fingirse a esa edad, no haber sido poseídas por todo aquel interés ardiente. Era una estúpida serie más. Había que verla con el mismo aburrimiento aparente con el que los adolescentes, siempre secretamente curiosos, fingen mirar la vida. Pero la televisión parecía entonces más ancha, más deslumbrante, más prometedora que cualquier mañana de verano.

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