Luis García Montero: “Me gusta decir que una máquina no piensa porque no puede sentir un escalofrío”
Cuando me hablaron de una entrevista a un experto sobre el español pensé rápidamente en Toni Cantó. ¿Cómo lo ve?
A mí me corresponde decir, y lo he dicho desde el principio, que todo lo que sea invertir en cultura en este país tiene que ser bienvenido. Tenemos unas inversiones en cultura muy bajas en relación con el Reino Unido, con Francia y con Alemania, y cualquier incremento, y más si es en la lengua, que es uno de los ejes fundamentales de la cultura española, porque el español es la segunda lengua en hablantes nativos del mundo, bienvenido sea. Si él quiere información de la situación del español en el mundo o cualquier ayuda, desde el Instituto Cervantes estamos muy abiertos a colaborar en la medida de nuestras posibilidades.
Creía que era usted de Granada, y no de Versalles.
Yo soy de Granada, pero tú sabes que además soy poeta, y los poetas en Granada tenemos que ser muy prudentes, si no queremos acabar como Federico García Lorca.
¿Su amor por el español es puro o le va en el sueldo?
Bueno, yo soy catedrático de Filología española. Recibí el año pasado trece trienios, o sea que llevo cuarenta años, desde 1981, dando clases de español. Y lo que hay debajo de toda la historia es un lector. Yo me deslumbré con un libro en las manos y a partir de ahí mi vocación ha intentado ganarse la vida haciendo lo que le gusta, es decir, que me paguen por aquello que haría aunque no me pagasen. Hice una carrera, una tesis doctoral, una oposición a titularidad y otra a cátedra para poder dedicarme a hablar de los libros que leo y a estudiar la lengua española.
Sostiene que no existe la inteligencia artificial. ¿Está seguro de que la natural sí?
Sí. Si nos ponemos demasiado escrupulosos podemos hasta recordar que acaban de ponerle el corazón de un cerdo a un ser humano y que parece que lo acepta. En ese sentido, la vieja historia de Orwell de la Rebelión en la granja, donde los cerdos acaban siendo seres humanos con sus mismos defectos, podemos decir que es verdad. Yo creo que existe la inteligencia humana, la bondad humana y la maldad humana. Y me gusta que, a la hora de emplear metáforas, sepamos que pueden ser bien o mal utilizadas. Y cuando se habla de inteligencia artificial no me gusta que se olvide que esa inteligencia depende de programas hechos por los seres humanos, que es inteligencia humana programada en las máquinas. Y que se puede utilizar para cosas muy dañinas o muy beneficiosas.
No hay peligro, entonces, de que nos manipulen los robots. Seguiremos manipulados en manos del señor Zuckerberg y demás compañeros de aventuras.
Podemos decir que, a través de las máquinas, estamos manipulados por seres humanos. Creo que eso lo puede entender todo el mundo. Cuando uno entra en una plataforma y pone “Madrid”, si uno es periodista le va a salir mucha información sobre la prensa en Madrid; si es escritor le va a salir información sobre librerías o sobre los poetas que nacieron en Madrid. Y si a uno lo tienen fichado como seguidor de los toros le va a salir información sobre los cursos de tauromaquia o la Plaza de las Ventas. Estamos muy fichados, y eso significa que nos convierten en clientes, y en ese sentido podemos ser muy manipulados. Hubo un momento en el que, a los que defendemos el rigor de la prensa, nos preocupaba mucho que las grandes empresas, las multinacionales y los grupos entraran en los consejos de administración y de redacción de los periódicos. Con las redes sociales el problema ya no son las grandes empresas, sino que cuatro señores con un poquito de dinero pueden dedicarse a distribuir bulos con una capacidad de contagio y de manipulación muy fuertes. Yo me tengo que vigilar mucho. Por las mañanas, cuando me levanto, y antes de desayunar, me doy cuenta de que para informarme de las cosas busco la emisora de radio con la que más o menos me siento cómodo y busco noticias sobre las cosas que me importan, y corro el peligro de buscarlas siempre en aquellas cabeceras que me van a dar la razón. Si eso lo hace una persona precavida, una persona que no esté vigilándose a sí misma acaba teniendo una relación con el mundo a través de espacios que lo tienen fichado y que alimentan sus pasiones y que confirman sus identidades cerradas, manipuladas. Y uno puede acabar pensando sobre la realidad política española según lo que piense el alcalde de su pueblo sobre la caza o sobre los toros. Eso me parece que es muy peligroso.
Cualquier avance o transformación técnica o digital lo asumimos sin pestañear con términos en inglés. ¿Es vaguería, comodidad o descuido? ¿Por qué ustedes los filólogos no meten baza?
Creo que se está empezando a reaccionar, pero es verdad que durante mucho tiempo la mayor parte de la investigación científica se ha hecho en inglés, y también la mayor parte de la programación, hasta el punto que se ha pensado que el inglés es la única lengua de la tecnología y del progreso. Ante eso hay que reaccionar. Una de las batallas que hemos tenido en nuestra cultura, y en ella desde luego se ha implicado el Instituto Cervantes, es mantener que el español no es, como decía Donald Trump, una lengua de pobres, sino una lengua de mucho prestigio. Y no solo la de Cervantes, sino también la de Ramón y Cajal o Severo Ochoa. Y que tenemos un futuro tecnológico y científico de primera magnitud. Hay que apostar por eso por muchos motivos. En primer lugar porque, para que un idioma no sea solo un vocabulario, sino un espacio donde floten los valores democráticos y de progreso, el desarrollo económico de la comunidad hispana es fundamental, como lo es evitar las brechas que se están abriendo en estos momentos en esa comunidad. Sin desarrollo tecnológico e industrial no vamos a poder hacer un desarrollo económico democrático fuerte. Además, porque normalmente cuando la gente programa en inglés está programando no en el inglés de Shakespeare, sino en el propio de esos lobbies que han convertido el inglés en la lengua de una comunicación inmediata para hacer negocios, sin matices. Y en ese sentido uno de los paradigmas que más se está imponiendo es el de hombre-blanco-protestante. Reivindicar que programen en otros idiomas es romper con esos paradigmas. En español, por ejemplo, el soporte blanco o negro no existe tan arraigado como en los Estados Unidos, entre otras cosas porque los Estados Unidos quisieron jugar a la paradoja de defender la democracia defendiendo la esclavitud. Lo primero que tenemos que hacer es perder nuestro miedo y dejar a un lado el complejo de inferioridad. Por ejemplo: No tiene sentido ninguno que en la Universidad española, a la hora de que los jóvenes profesores y los estudiantes hagan su carrera, se puntúe más un artículo publicado en inglés que otro publicado en español. Eso, si es grave para la ciencia, imagínate para las humanidades. Que un artículo sobre Pérez Galdós, Garcilaso o Rosalía de Castro valga más si está escrito en inglés que en español es un puro disparate.
Las máquinas hablan en inglés y además responden al patrón hombre-blanco-protestante. Son machistas y racistas. Menudo avance.
Claro. Por eso, a la hora de crear el lenguaje de las máquinas, tenemos que pensar no sólo en que sea correcto, que utilice bien sujeto, verbo y predicado, sino en los valores que se respiran en una posible conversación y una posible respuesta, porque esos valores no tienen que ver sólo con la gramática, sino con el tipo de cultura que transmiten. Me llamó la atención cuando leí, y lo he comentado con especialistas, que este programa que puso en marcha Amazon, Alexa, en homenaje a la Biblioteca de Alejandría, está haciendo que niños de seis o siete años, acostumbrados a decirle a la máquina haz esto o haz lo otro, cuando hablan con su madre o con su cuidadora se dirigen a ellas como si fueran esclavas, dando órdenes. Hasta qué punto la comunicación lanza sus enredaderas.
Sostiene que el español ha conseguido respetar su diversidad y su unidad porque no está acostumbrado a funcionar como espacio de negocio de los ‘lobbies’. ¿Puede perder esas características si gana terreno tecnológico?
Yo creo que no. Ahora somos una lengua lo suficientemente fuerte que podría utilizarse, y es una decisión a la hora de programar, para reivindicar más los matices y no el empobrecimiento del lenguaje y la homogeneización. Hemos publicado en el Instituto Cervantes un libro, Lo uno y lo diverso, donde escritores de distintas zonas geográficas del español reflexionan sobre los malentendidos de tipo sexual o los chistes que se producen porque las palabras no significan lo mismo en todas partes. No es lo mismo decir ‘concha’ en Argentina o aquí, o que ‘te toque la polla’ en Chile o en España. Todas esas cosas con las que nos reímos hablan de un idioma que se ha caracterizado por mantener su unidad respetando los matices, y eso fue una consigna que ya se puso en marcha en el panhispanismo desde Andrés Bello, desde la Gramática del español para uso de americanos, que, si no recuerdo mal, es de 1849. Es mantener la unidad respetando la diversidad. Eso es una tarea a tener en cuenta, como lo es que aquí no existe un mismo significado del enfrentamiento blanco y negro como en zonas anglosajonas. En lo que tiene que ver con el lenguaje, no se trata de decir que unos son mejores que otros. Es simplemente conocer las condiciones históricas del desarrollo del español en América, que tuvieron que ver con una situación donde la religión era muy importante en España, porque había mucho peso de lo religioso y de lo medieval. En ese sentido, la tarea de la conquista no solo fue el uso de la violencia para ganar dinero, sino para ganar almas para Dios. Y desde muy pronto hubo teólogos y pensadores religiosos, como el padre Bartolomé de las Casas, que dijo que los indígenas tenían alma y que no debían ser tratados como esclavos, sino como hijos de Dios a los que había que respetar. Y es muy curioso analizar cómo ese pensamiento religioso después acabó siendo un aliado de los procesos de independencia política en el siglo XIX. Hay un estudioso de la lengua española de la Universidad de Valencia, Ángel López García, que ha dicho que, por distintos motivos, que no son mejor y peor, porque yo no creo en condiciones mejores y peores, creo en situaciones históricas, la relación de la lengua anglosajona tiene que ver con lo que en economía sería una multinacional, y que la lengua española sería como una transnacional. Lo multinacional es decir: nos extendemos, pero todos los beneficios para la metrópoli; y lo transnacional es que te vas extendiendo, pero te sitúas localmente y mucho de tu trabajo y tu beneficio se queda en lo local.
¿Una visión poética y solidaria de la lengua?
Pero yo creo que el español ha funcionado así por muchos motivos. Cuando se habla, por ejemplo, del castigo a los indígenas, la gente no se da cuenta de que en los procesos de independencia solo hablaba el español entre un 13% y un 15% de la población. Se mantenían muy vivas las lenguas indígenas. Y cuando los Estados Unidos se extendieron acabaron no ya con el lenguaje de los sioux sino también con el español. La mitad del territorio de los Estados Unidos era territorio mexicano donde el español era la lengua nativa. Y bajo la consigna de “Solo inglés”, que después heredó Trump, cuando se llegaba a un colegio se hacía un gran hoyo y se enterraban los libros en español. Eso no ha ocurrido en la tradición española, porque a la hora de convencer religiosamente y de ganar un alma para la Iglesia católica era mucho más eficaz utilizar la lengua nativa que la lengua impuesta. En ese sentido, fueron los misioneros los primeros que se pusieron a estudiar las lenguas, a hacer los primeros diccionarios. En Perú se publicaba un libro y se hacía al mismo tiempo en español, en quechua y en aymara, por ejemplo. Y de pronto llegó la independencia y las burguesías criollas dijeron: “Civilización contra barbarie”. Y acabaron con buena parte de las culturas indígenas. ¿Eran peores? No. Por una parte no eran actitudes de herencia medieval, sino jacobina, donde el Estado centralista, después de la Revolución, era muy fuerte; y, además, las armas de destrucción en los siglos XVI y XVII no eran lo mismo que las del XIX. Yo creo que más que creer en bulos, en verdades, en esencias, lo que hay que creer es en situaciones históricas. Y a mí me parece que interpretar el pasado nos permite encontrar maneras de actuar en el futuro. Trump, por ejemplo, borró la página en español de la web de la Casa Blanca y empezó a decir “Solo inglés”, porque convirtió a los hablantes de español en una amenaza. Los directores del Instituto Cervantes en Nueva York, en Chicago, en Nuevo México advirtieron de que había muchos niños que eran ofendidos por hablar español en los colegios, y se llegó al extremo de que de pronto un chaval perdió la cabeza y en la ciudad fronteriza de El Paso, Texas, se puso a disparar contra hablantes de español y no sé si se cargó por su origen mexicano a veinte personas. Yo creo que utilizar la lengua para defender las identidades abiertas es fundamental. Las identidades cerradas consideran al otro como una amenaza y hacen imposible la convivencia. Eso, que hemos aprendido en la cultura humana, nos debe hacer vigilantes con la manera con que programamos el funcionamiento de las máquinas.
¿La tecnología, que aparentemente facilita la comunicación y las relaciones, no puede llevarnos hacia la soledad y el silencio? En el metaverso se supone que interactuaremos con avatares; hay jóvenes que en vez de llamarse por teléfono se mandan un wasap, o se escriben un mensaje estando en la misma habitación o aula. Por no hablar de los emoticonos, que sustituyen a la expresión de sensaciones con la palabra.
En ese sentido, yo mantengo la esperanza, primero porque soy poco catastrofista -muchas veces la catástrofe te invita a la renuncia, en vez de al compromiso y a la militancia- y porque creo que el lenguaje tiene mucha fuerza. Una lengua materna -y por eso hay que evitar ofender a las lenguas maternas- es el lugar en el que uno ha aprendido a decir “madre”, “tengo frío”, o “madre, cuídame”, o “te quiero”.
Sí, pero ahora el ‘te quiero’ se arregla con un corazón.
Eso tiene su espacio, desde luego, pero no es todo el espacio. Cuando tú estás hablando con una persona utilizas la palabra corazón o las palabras te quiero, y no una imagen que solo está en una conversación por los móviles. Yo creo que hubo un momento de la historia donde apareció la escritura, un modo de mantener la memoria, que fue muy importante; después ha habido otro momento de la historia, donde se pasó al poder de la imagen –“una imagen vale más que mil palabras”- y ahora han confluido las dos situaciones. Y es verdad que en los móviles y en las pantallas de ordenador hay muchas imágenes, pero también es verdad que la palabra ha vuelto a estar junto a la imagen en la comunicación y en el orden del día. Y yo creo que los seres humanos nos adaptamos al tipo de plataforma que utilizamos, y si hacemos reducciones o utilizamos signos para comunicarnos en el móvil en el lenguaje normal mantendremos nuestros códigos de comunicación. De las reflexiones que yo hago me preocupa más el tipo de comunicación al que nos estamos condenando. Cuando hablamos de los periódicos, ¿te acuerdas de El dardo en la palabra de don Fernando Lázaro Carreter, referente a si en los periódicos se escribe mejor, o si los periodistas utilizan tal palabra bien o mal? Yo sonrío, porque muchas de las palabras sobre las que regañaba don Fernando ahora están admitidas en el Diccionario, ya que la gente las utilizaba. El lenguaje está muy vivo y se va adaptando a la realidad. Para mí el problema no es tanto el utilizar bien o mal el lenguaje, sino de qué manera la información está siendo manipulada y suprimida por un tipo de comunicación que sustituye la verdad por el bulo y que capta la atención a través de golpes de efecto que impiden el conocimiento.
Si don Fernando levantara la cabeza… ¿No somos demasiado permisivos con el idioma? Si ya se puede decir ‘cocreta’ es que comemos de todo.
Así es. Yo coincido contigo. Pero en la realidad cotidiana el ochenta por ciento de nuestras conversaciones es comunicación más que información. Si yo llego al despacho y digo: “Bueno, hoy es lunes, empezamos la semana”, María José sabe que hoy es lunes y que empezamos la semana. No estoy dando información, pero estoy comunicando: “Estoy aquí, me alegro de verte, vamos a trabajar con ánimo”. Y a mí lo que me preocupa de las máquinas es el poder manipulador de ese espacio de comunicación que no es información, sino que tiene que ver con los sentimientos humanos. Eso es lo que está haciendo que en los periódicos cada vez sea más importante el golpe de efecto de una atención que solo dura unos segundos y que después se olvida. La manera de titular, de captar la atención sobre cosas que, más que informarte de la realidad, te distrae de lo que quieres que no se conozca. Ese tipo de cosas tiene mucho más que ver con la preocupación que hay que tener ante las máquinas que con el posible peligro de que la palabra desaparezca por la imagen.
En su novela ‘Máquinas como yo’, Ian McEwan pone a la novia del protagonista yéndose a la cama con un robot humanoide. ¿A McEwan se le ha ido la pinza o estamos a un paso de llegar a ello? Y encima, teniendo que hablar con el humanoide en inglés.
En la imaginación hay muchas cosas que tienen que ver con la realidad, aunque no sean hechos literales. Si te pones a pensar en lo que es la mercantilización de la sexualidad, eso puede tener mucho que ver en la conversión de la sexualidad en maquinaria de control y explotación. Existen las citas por internet, existe la sexualidad a través de las máquinas y eso al final se resume en el miedo a que un humanoide pueda sustituir a un ser humano. Pero eso es el mito de Frankenstein, que se ha dado desde distintos puntos de vista. Desde el ideológico, fíjate toda la idea del estalinismo, del maoísmo y del hombre nuevo, como si a través de la educación se pudiera crear un hombre perfecto al margen de la experiencia histórica y sin las debilidades del ser humano. Desde el punto de vista de la tecnología, la imagen del robot. Pero al final siempre será algo programado por los seres humanos y no un ser con conciencia. Es más fácil que llevemos todos un corazón de cerdo que el que nos acostemos con un robot.
¿La poesía es la forma más elevada de lenguaje?
Es la forma con la que yo me vinculo. Y en épocas así, difíciles, cuando necesito reengancharme a la vida y encontrarle sentido, vuelvo a mi vocación, que es la poesía, y a lo mejor más que a una cosa grandilocuente me voy a oír la lectura en un bar de una joven poeta. A partir de ahí, no soy imparcial, pero sí creo que la poesía representa a cualquier ser humano que quiere hacerse dueño de sus propias opiniones. Y eso tiene que ver con el lenguaje. Si vamos a caracterizar al poeta como a alguien que medita y piensa en el lenguaje creo que se ponen sobre la mesa varias cosas que me interesan. Pensar en el lenguaje preciso no significa romper el lenguaje de la sociedad, sino ver de qué manera esa comunidad de lenguaje, que me parece importante, puede ser utilizada por mí individualmente, personalmente, que me defina. Y eso equilibra uno de los grandes temas de nuestra sociedad, y que ha sido puesto encima de la mesa por la pandemia: cómo conseguimos articular el compromiso de la comunidad con la libertad individual. Cómo ser partidario de la comunidad no es diluir la propia conciencia y cómo defender la propia libertad no es decir me salgo con la mía y si te contagio, te contagio, porque no tengo compromisos sociales. Me gusta el poeta que trabaja por un lenguaje que a él lo defina, pero que no se convierta en un oropel o en una cosa con olor a cerrado y en un dialecto que no tenga nada que ver con el lenguaje de la sociedad. Y me gusta también pensar en que, como decía Machado, para hacernos dueños de nuestras propias opiniones “no es lo mismo decir lo que se piensa que pensar lo que se dice”. Es muy necesario, para poder decir lo que pensamos, poder pensar lo que decimos. Creo que, en este momento del vértigo, del instante y de las redes, pararse con la lentitud a pensar lo que decimos es importante. Yo soy partidario de pensar las cosas al escribir por lo menos tres veces. Si decimos lo primero que se nos ocurre, repetimos como loros lo que flota en el ambiente, lo que han programado los demás para que yo lo sienta como mío; si pienso las cosas dos veces, puedo parecer un político en época electoral, o un vendedor en la puerta de un colegio. Voy a decir no lo que siento, sino aquello que me conviene para quedar bien. Hace falta pensar las cosas por lo menos tres veces, porque no dices ni lo primero que se te ocurre que han pensado los demás ni lo que te conviene para quedar bien, sino aquello que tiene que ver con tu propia conciencia. Yo, desde ese punto de vista, sí me atrevo a decir que la poesía es una expresión muy elevada. Desde otros puntos de vista, no me atrevo. Yo creo que el teatro, la novela, el ensayo o cualquier otro género tienen la misma entidad literaria que la poesía.
Habla de engancharse a la vida con la poesía. ¿En este momento está usted enganchado a la vida?
Estoy intentando seguir enganchado a la vida. Yo creo que es posible convivir con una melancolía que no renuncia a la esperanza. Una parte de los debates culturales de la postmodernidad empezaron con el fin de la historia, con el mejor de los mundos posibles. Eso ha significado renunciar a las utopías, entre otras cosas porque ha habido utopías que nos han salido fatal, y eran la coartada para decir: pues lo mejor es seguir como estamos. A mí me gusta mantener la esperanza de que se pueden mejorar las cosas y transformarlas, pero con ese conocimiento melancólico que te lleva a decir: cuidado con la utopía, que hay muchas veces que nos engañan, y el fin no justifica los medios. Y en esas estoy.