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Así se preparan los civiles en Lviv para entrar en combate contra las tropas rusas

Familiares, amigos y compañeros de dos soldados ucranianos muertos en combate, participan este miércoles en un funeral en la Iglesia Saints Paul and Peter Garrison en Lviv.

François Bonnet (Mediapart)

Lviv (Ucrania) —

Son dos hermanos que se acercan a los cincuenta años. Dos ucranianos que acaban de regresar al país. Igor vive en Lisboa, donde trabaja como informático, y llegó hace dos días. Sergei ha dejado Londres y el Reino Unido, donde ha vivido los últimos 23 años. El primero pidió vacaciones y su empresa las aceptó. El segundo, trabajador de la construcción, dejó el trabajo para irse.

Aquí están, ambos vestidos con uniformes militares, incorporados a la “defensa territorial”, y de pie en una enorme rotonda transformada en puesto de control y búnker, en Malekhiv, la principal entrada norte de Lviv. Aquí aprenden el trabajo de soldado en esta fuerza de reserva que, por el momento, no participa en el combate, sino que cubre la retaguardia y se encarga de la seguridad civil.

“Para mí, la decisión no fue fácil”, admite Sergei. “Mi mujer me escondió el pasaporte durante dos días, no quería, y tampoco mi hija, que nació en el Reino Unido. Pero es nuestro país, tenemos que defenderlo, lo que está pasando es tan repugnante, escandaloso”, dice, muy emocionado.

Sonriente y plácido, Igor coincide. No le entusiasma la idea de luchar. “Es mi país”, responde, sólo para explicar su marcha. Por lo demás, “si hay que luchar, pues se lucha. No vamos a dejar que esos bastardos maten a nuestras mujeres, a nuestros niños, que le hagan a nuestro país lo que hicieron en Siria y en otros lugares”.

Igor y Sergei forman parte de los 140.000 ucranianos (80% hombres) que han regresado al país desde el inicio de la guerra, según las cifras publicadas el 7 de marzo por la guardia de fronteras. No todos han venido a luchar, pero muchos están decididos. Ayudar al país primero, defenderlo después, dicen casi siempre.

Lejos de los combates, en el oeste del país y a sólo 70 kilómetros de Polonia, los habitantes de Lviv podrían contemplar esta guerra como un espectáculo doloroso pero lejano. Sin embargo, las imágenes de los bombardeos, de civiles muertos, de zonas residenciales atacadas por los cohetes de los Katyushas rusos en Kharkiv, Kiev (Kyiv en ucraniano) y Mariúpol han tenido aquí el efecto de un electroshock. Han sumido a la ciudad en una movilización militar general y despertado voluntades.

El Ejército no está muy presente en Lviv, ya que todos sus recursos se dedican a los combates en el centro y el sur del país. Por lo tanto, corresponde a la defensa territorial y a la población organizar la defensa de la ciudad para el día en que los rusos intenten tomar el que hoy es el principal centro humanitario y logístico del país. Porque es por Lviv por donde pasan los refugiados y toda la ayuda que viene del extranjero. Y por su región pasan las armas suministradas masivamente por casi veinte países, la mayoría de ellos miembros de la OTAN.

Los medios de comunicación de la ciudad, así como el ayuntamiento, informan de las innumerables iniciativas. Los estudiantes cosen redes de camuflaje hechas con retales, calcetines y medias en una biblioteca de la ciudad. En la rotonda de Malekhiv hay uno enorme. La cervecería Pravda, uno de los lugares de moda de la ciudad, dejó de producir cerveza. El stock de botellas se utilizó para preparar cientos de cócteles molotov, quizás más.

Una empresa de calderería industrial suspendió sus pedidos para producir en serie “erizos”, obstáculos antitanques hechos de vigas metálicas que ahora están presentes en todos los puestos de control.

En el gran mercado de Krakivskii se han multiplicado los puestos de venta de ropa militar y trajes de camuflaje. Es más fácil que te recluten para la defensa del territorio si ya tienes tu equipo, explica un joven, que elige zapatos. Porque la fuerza de reserva está desbordada por las solicitudes de reclutamiento. “Intenté inscribirme, pero me dijeron que era imposible, que había demasiada gente y no había suficiente equipo”, dice Konstantin, periodista.

Se han abierto centros de reclutamiento en escuelas y gimnasios. En el corazón de la ciudad, en la impresionante avenida Shevchenko, icono de la cultura ucraniana desde el siglo XIX, junto a un McDonald's se anotan personas, se registran ucranianos llegados del extranjero y se cargan y descargan equipos.

De vuelta al puesto de control de Malekhiv, a unos diez kilómetros del centro. Bloques de hormigón, sacos de tierra, erizos, alambre de espino, árboles, vallas clavadas para pinchar neumáticos, casamatas bajo redes de camuflaje: el campamento atrincherado está casi acabado. Estudiantes de secundaria llenan bolsas con tierra. Proceden, como todos los civiles presentes, del barrio circundante de grandes bloques de apartamentos.

Hay algunos soldados armados, así como policías. Pero son los reservistas y los civiles los que están al frente del lugar. Iryna echa leña en la lata que sirve de brasero. Con otras mujeres, ella es la administradora. “Día y noche”, explica, “estamos allí durante períodos de seis horas y hay rotación”. Té, café, sopa, comidas calientes para aguantar bajo el frío glacial. En total, un centenar de reservistas se han movilizado para mantener el puesto de control y decenas de habitantes acuden a ayudar.

Una abuela trae una bolsa de dulces hechos en su piso, que está al lado. Escucha las conversaciones, suspira y dice entender: “No queremos la tierra de otros, Ucrania es paz”. Iryna y sus amigos se muestran mutuamente vídeos de bombardeos y de civiles asesinados.

“Sí, claro, sé hablar ruso, pero ahora se acabó”, promete antes de ofrecer un plato de galletas. “Putin es un zar enfermo, y los rusos lo aceptan, quiere eliminarnos, romper nuestro país. Y después será el turno de Polonia, los Países Bálticos y Moldavia. Europa debe ayudarnos. Sí, ya lo está haciendo y se lo agradecemos. Pero hay que hacer más, intervenir o al menos prohibir que los aviones rusos surquen los cielos ucranianos, de lo contrario arrasarán nuestras ciudades”, explica.

No muy lejos de los bloques de hormigón forrados con sacos de tierra, Yura observa todo con una mirada ligeramente confusa. Tiene 37 años y es banquero en un fondo de inversión en Kiev. Huyó de la ciudad el segundo día de los bombardeos, y tardó 20 horas en recorrer los 500 kilómetros hasta Lviv para encontrar a su familia. Dice que durmió cuatro horas durante los tres primeros días. No podía comer. Ahora dice que “está un poco mejor”.

Pero la conmoción persiste. “Una guerra así, como en las películas de la Segunda Guerra Mundial, una guerra aquí en el siglo XXI, es simplemente inconcebible, una locura”, dice, y añade que sólo creía en una demostración de fuerza del Ejército ruso en el Dombás. “¡Compré mi primer piso en Kiev justo una semana antes de la guerra! Con eso lo digo todo”, dice. “Ahora no importa el piso, la guerra es lo que hay que parar”.

Yura, como muchos de su generación, argumenta que no tiene ninguna relación especial con Rusia. “¿Cree que Rusia es envidiable? Desde luego que no”, dice. “El régimen de Putin es un espantapájaros. Lleva 22 años en el poder, durante los cuales hemos tenido cinco presidentes, dos revoluciones, la sociedad ha cambiado completamente, tenemos elecciones limpias, el país se ha abierto y se está modernizando. Sí, tengo amigos que se han ido a Rusia, sólo porque no pudieron encontrar trabajo en otro sitio”.

Junto con otros ucranianos, le ha tomado la medida a la censura y a la propaganda en Rusia. “Amigos me dicen que muestran a los rusos vídeos de los bombardeos de Jarkiv y Mariúpol. Es alucinante, no se lo creen, dicen que son falsos, explican –como el Gobierno– que es una fuerza de paz para protegernos de los nazis. ¿Ves a los nazis aquí? Estamos viviendo una pesadilla”, cuenta.

El banquero ha reorganizado su vida. Tres horas al día teletrabaja para echar una mano a sus colegas. Durante varias horas, ayuda a las enormes multitudes de refugiados que llegan a Lviv y siguen sin poder salir al exterior. Y el resto del tiempo lo pasa en la rotonda de Malekhiv, para echar una mano.

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¿Resistirá esta enorme organización de defensa civil, que se va instalando poco a poco en toda la ciudad, el impacto de los bombardeos o de las columnas de tanques rusos? “Ya veremos” y “habrá que hacerlo” son las respuestas que se suelen dar. No ocultan la creciente preocupación de que Lviv caiga en un salvajismo bélico generalizado.

Traducción: Mariola Moreno

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