La mirada que no cesa
Llama la atención que, durante los primeros días de la guerra de Ucrania, en el momento en que Rusia desplegó sus tropas en la frontera, los medios de comunicación apenas contaron con imágenes de las operaciones ni tampoco de los militares o de los tanques. Y cuando comenzaron sus movimientos, no se vieron los ataques, bombas o la manera en la que los batallones iban ocupando e invadiendo regiones y pueblos. Sin embargo, los primeros registros audiovisuales que nos llegaron fueron desde Kiev. Principalmente a través de esa cámara fija en la calle, situada estratégicamente para controlar el tráfico y la seguridad, enfocada en la icónica (por varios motivos) plaza Maidán, a través de la que se podía ver cómo cada hora iban desapareciendo coches y peatones de esa amplia explanada hasta quedar vacía. Luego comenzaron las conexiones en directo, con los civiles armándose, los refugiados en las estaciones de tren de Polonia tratando de resolver su futuro incierto repleto de miedo e incógnitas y con aquellos que habían decidido quedarse en Ucrania, escondidos en garajes, en sótanos convertidos en improvisados bunkers o hacinados en las estaciones de metro. Luego la tendencia fue cambiando y ya las grabaciones pasaron a ser el reflejo de una crisis humanitaria de dimensiones insospechadas en el momento en que se escriben estas líneas.
Desde la guerra de Vietnam, cuando los estadounidenses cenaban con las imágenes de sus militares en un país remoto -quién sabe si muchos lograban situarlo geográficamente-, la televisión ha retransmitido las guerras prácticamente en directo. Así sucedió a principios de los noventa en los Balcanes, y el caso a nivel comunicativo fue todavía más evidente durante la invasión de Iraq por parte de EEUU, con esas imágenes nocturnas de bombardeos sobre las ciudades, repletas de destellos de color verde, y las posteriores tomas diurnas que mostraban los efectos devastadores de los proyectiles. Sin embargo, esta guerra de Ucrania comenzó marcada por un momento en el que la posverdad triunfa, sobre todo en un régimen que maneja los medios de comunicación y las redes sociales a su antojo, impone la censura a aquellos que no le son afines y trabaja a partir de la desinformación.
El bielorruso Sergei Loznitsa (1964), criado en Kiev, formado como cineasta en Moscú y San Petersburgo y que ahora reside en París, cuenta con una de las filmografías más apasionantes (por esenciales, tanto desde el punto de vista histórico como desde el puramente cinematográfico) del cine contemporáneo europeo. Un cineasta que trabaja habitualmente en el terreno del documental, muchas veces a través de imágenes recuperadas y de archivo, aunque también cuenta con obras que muestran su particular forma de entender la ficción. El autor ha documentado casi un siglo de la historia de la URSS y de Rusia, desde los tiempos de Stalin hasta la actualidad. Sin embargo, cuando se enfrentó al alzamiento acontecido hace ocho años en las ciudades ucranianas cercanas a Rusia de Donetsk y Lugansk, decidió que la mejor manera de hacerlo era reconstruyendo con herramientas de ficción narrativa el sustrato de la historia. Con un planteamiento que se acerca a los terrenos del docudrama, la espléndida Donbass (2018), que ha recibido el premio a la mejor dirección en la sección Una cierta mirada del Festival de Cannes, es una película que se inspira en hechos reales, más de la mitad de ellos tomados directamente de vídeos grabados en YouTube, ambientada en la guerra del Donbás, que mantuvieron los prorrusos -cuando autoproclamaron en este territorio del este del país la República Popular de Donetsk- y el ejército gubernamental de Ucrania. Un enfrentamiento bélico entre independentistas y nacionalistas. Todo esto tuvo lugar como consecuencia de los disturbios que se concentraron en la Plaza Maidán de Kiev –que el propio Loznitsa registró desde un punto de vista observacional en su documental Maidan (2014)-, que dieron lugar a la conocida como Revolución de la Dignidad y acabaron con el derrocamiento del presidente prorruso Víctor Yanukóvich.
El gran teatro de la guerra
En la primera secuencia de Donbass, una actriz se prepara para representar lo que luego vamos a ver en la película –12 episodios que relatan pequeñas historias o viñetas que se mueven entre lo grotesco y lo absurdo, como las define su director- e invita al espectador a entrar directamente en la ficción. Así, sin previo aviso, sin la necesaria dosis de anestesia narrativa, arranca una película que adopta la forma de sátira dramática marcada por el miedo, por las vidas desarraigadas, por la absoluta irracionalidad de la guerra y lo absurdo de los motivos político-nacionalistas para provocarla. Entre el guiñol desatado y el drama bélico más áspero e hiriente, denuncia la corrupción moral y política y la falta de humanidad hacia el prójimo al utilizar a la sociedad civil como herramienta de guerra y de combate. Según reconoció en una reciente entrevista en Financial Times, lo que sucedió en el Donbás en 2014 y su traslación en el film se pueden proyectar en 2022. Entonces se planteó un relato basado en la manipulación y la propaganda muy similar al utilizado ahora por Putin para justificar sus operaciones bélicas, que tienen mucho de fake news. “La película muestra como las mentiras pueden envenenar y corromper la psique humana… y cómo, poco a poco, la mentira y la desinformación nos llevan a esta catástrofe que hoy enfrentamos”, aseguró Loznitsa. Del mismo modo, el cineasta, analista incisivo de la historia para encontrar en sus huellas las explicaciones del presente, afirmó en el mismo medio no sentirse en absoluto sorprendido por la invasión: “He estado esperando tal desarrollo, prediciendo tal escenario, durante meses. Lo que más me sorprendió fue la ceguera de la gente que me rodeaba, de los políticos que preferían hacer como si nada”.
Donbass es una obra maestra de la puesta en escena, del uso de los espacios y de la planificación al servicio de un discurso crítico tan incisivo como desolador y necesario. Este episodio es uno más de la historia de los países que una vez fueron soviéticos y a los que Loznitsa ha sometido a un análisis semiótico y narrativo en la sala de montaje. No se trata de girar formando una inmensa elipsis sobre una misma tesis, sino de encontrar el rastro en el archivo, en la proyección del presente en las imágenes rescatadas-revividas y, en ocasiones, en su capacidad de observación a través de la cámara. Así lo lleva haciendo a lo largo de las últimas tres décadas con obras –algunas de las más relevantes se pueden ver en Filmin y la integral de su obra fue objeto de una retrospectiva completa este mismo año en la Filmoteca Española- a través de las que se puede leer en clave cinematográfica lo sucedido en casi cien años de historia. Sus documentales han abordado el régimen estalinista y sus sistemas de represión (The Trial, 2018); también la muerte del propio Stalin y el culto que se estableció desde entonces por su figura como auténtico héroe nacional (State Funeral, 2019); la vida en el régimen comunista, retratada mediante la gramática de los informativos y de la propaganda estatal, en las décadas de los cincuenta y sesenta, que desmontan los cimientos de una utopía (Revue, 2008); hasta llegar al intento de golpe de estado que a principios de los noventa terminó con la URSS (The Event, 2015). Y también la guerra, al igual que sucede en Donbass, ha estado en el objetivo de su mirada documental en el relato del cerco del ejército alemán de Leningrado durante la Segunda Guerra Mundial (Blockade, 2006) o de la persecución y masacre nazi de los judíos rusos en Kiev en el mismo período histórico (Babi Yar. Context, 2021). Su vocación de denuncia también moldea sus obras de ficción, como ese alegato contra la locura que envuelve la guerra que es En la niebla, 2012, con la que obtuvo el premio Fipresci en Cannes, ambientada durante la ocupación alemana de Bielorrusia.
Tiempo de miserables
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Con esta carrera y esa incesante tarea de recuperación de la historia, algo que considera una obligación como cineasta y ciudadano -“mirar hacia atrás y, por lo tanto, hacia el futuro”-, Sergei Loznitsa, también demuestra su compromiso político y su actitud combativa (considera a Putin como un producto del estalinismo) en hechos como la reciente denuncia de la actitud de la Academia de Cine Europea por su tibieza a la hora de condenar la guerra en Ucrania y la violación de los derechos humanos que se están cometiendo. En una carta remitida a Screen Daily, el cineasta renunció a su pertenencia a la institución, dando una vez más muestra de su inquebrantable compromiso de denuncia. “Durante cuatro días seguidos, el ejército ruso ha estado devastando ciudades y pueblos ucranianos, matando a ciudadanos ucranianos. ¿Es realmente posible que ustedes, humanistas, defensores de los derechos humanos y la dignidad, campeones de la libertad y la democracia, teman llamar guerra a una guerra, condenar la barbarie y expresar su protesta? Hoy, 28 de febrero de 2022, ya no cabe duda de una cosa: la Academia de Cine Europeo se creó en 1989 para esconder la cabeza en la arena y huir de la catástrofe que se está produciendo en Europa”.
Cineastas juzgados (y condenados)
En un régimen en el que la libertad de expresión se encuentra siempre cuestionada (cuando no mutilada), las manifestaciones artísticas están especialmente vigiladas y puestas en duda. Producir cine en Rusia en la era Putin puede tener consecuencias graves para los creadores. Muchos de ellos han tenido que rendir cuentas frente a la ley, a veces por cuestiones colaterales a su propia obra. El cineasta ucraniano Oleg Sentsov fue condenado a veinte años de cárcel por su oposición a la anexión rusa de Crimea, se le acusó de terrorismo y cumplió cinco años de prisión en Siberia. Finalmente, en 2019 salió de su cautiverio y, al año siguiente, presentó en Berlín su segunda película, Numbers, que rodó a través de las instrucciones que transmitía a su abogado cuando este le visitaba en presidio. Andrei Klochkov dirigió un vídeo paródico, con una crítica al funcionariado ruso, que se convirtió en viral en YouTube y que le llevó a sentarse a finales del año pasado ante un tribunal. Ahora se enfrenta a una pena de entre cinco y ocho años de prisión. Pero quizá uno de los procesos que más repercusión internacional ha tenido –por la dimensión de su cine y por ser un habitual de la sección oficial de Cannes durante los últimos años- es el de Kiril Serebrennikov.
El autor presentó este año en el certamen francés La fiebre de Petrov (2021), una muestra (curiosamente febril) de su talento narrativo y de un universo en expansión que lleva cultivando a lo largo de su filmografía, donde se encuentra un título tan reivindicable como Leto (2018), un retrato de la juventud soviética de los ochenta, a través de la historia del rock ruso, durante cuyo rodaje fue detenido. El cineasta no pudo presentar internacionalmente ninguna de estas películas porque en 2020 fue condenado a tres años de prisión por un delito de fraude relacionado con las ayudas culturales. Él negó las acusaciones y denunció un movimiento político en su juicio. Estuvo año y medio en arresto domiciliario, prácticamente incomunicado, y hace unos meses recibió, por fin, permiso para viajar a Hamburgo para el montaje de una obra de teatro. Serebrennikov es uno de los grandes nombres del cine ruso actual que ha decidido seguir haciendo cine dentro de las obvias limitaciones que sufre la libertad de expresión y la cultura en su país. Antes que él, Andrey Zvyagintsev abrió las puertas de una cinematografía realmente apasionante con el triunfo de El regreso (2003), su ópera prima en forma de crudo drama familiar, en el Festival de Venecia. El film descubrió a un cineasta con una narrativa que corta como una cuchilla sus relatos y que consigue que el espectador sienta el sufrimiento emocional de sus personajes con su exquisita caligrafía. Con Sin amor (2017), entregó otro feroz retrato de la Rusia actual, representado a través de la historia de un matrimonio separado que debe afrontar la desaparición de su hija. Una de las últimas revelaciones ha sido Ilya Khrzhanovskiy que, junto con la codirectora Jekaterina Oertel, ha creado el ambicioso proyecto Dau (un total de quince películas) en el que participaron 400 personas durante dos años y para el que se recreó un centro de investigación soviético de los años cincuenta. Los primeros resultados se pudieron ver en las impactantes Dau. Natasha y Dau. Degeneration (2020), la segunda parte en forma de serie. Se trata de un retrato histórico, radical y vanguardista, que dialoga directamente con la situación de la Rusia actual. Y, para terminar, entre los miembros más destacados de este nuevo cine ruso, no puede faltar Kantemir Balagov, que llamó la atención con su ópera prima Demasiado cerca (2017) y se reafirmó como talento emergente con Una gran mujer. Un intenso drama, con dos protagonistas femeninas que tratan de sobrevivir en Leningrado en 1945, que podría funcionar como una perfecta prolongación en la ficción del documental de Loznitsa sobre el interminable cerco de la ciudad. Otra vez más la historia habla del presente, y la ficción y el documental miran hacia el pasado.