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Política sin anestesia

Mónica García

Política sin anestesia es el libro en el que Mónica García cuenta, en primera persona, cómo pasa del quirófano a la Asamblea de Madrid: desde las reuniones familiares en las que se debatía sobre política hasta el resultado histórico en las elecciones que la convirtieron en líder de la oposición, pasando por grandes manifestaciones en defensa de la Sanidad Pública, campeonatos de atletismo o su experiencia de la maternidad. Y lo hace sin anestesia, sin enmascarar emociones tan dolorosas como las que aún le provoca el recuerdo de los pasillos de los hospitales colapsados, en los que afloraba la desesperación durante los peores momentos de la pandemia. Un testimonio honesto, no exento de ironía y humor, en el que reflexiona sobre la banalización de la política o la degradación del debate público.

infoLibre publica un extracto del libro, que se distribuye en librerías a partir de este 19 de mayo. En concreto, del capítulo 4, titulado Del quirófano a las instituciones:

Del quirófano a las instituciones

"La política es la búsqueda de la felicidad humana, aunque suene a quimera". (Pepe Mujica)

Al llegar a la Asamblea de Madrid afloró en mí el clásico Síndrome de la Impostora. Llegué pensando que era un reto complicado e incluso que no estaba preparada, aunque, paradójicamente, una de las razones por las que me había metido en política era el deseo de impugnar a quienes sabía a ciencia cierta que no estaban a la altura. Hasta ese momento, para mí, la política institucional había sido algo que ocurría lejos, al otro lado de las pantallas, en una especie de show de Truman. Estaba insegura porque era novel en esas lides, pero tenía claro que no quería que mi destino ni el de mi comunidad lo escribieran ni sinvergüenzas ni gente sin escrúpulos.

Y con esa inseguridad en los hombros, el 15 de julio de 2015, en el primer pleno de la legislatura, hice mi primera intervención defendiendo la sanidad universal tras aquel Real Decreto del Partido Popular que imponía la exclusión sanitaria de los inmigrantes «por razones económicas» (por qué, si no, ibas a dejar de tratar la enfermedad de alguien si no es por la economía, estúpido). Por aquel entonces llovían las falacias argumentales que intentaban ocultar lo inhumano de la norma: que si venían a España a curarse —tras atravesar el Mediterráneo en cayuco—, que si no eran seres humanos legales, que si los inmigrantes enfermaban por encima de sus posibilidades... El caso es que a partir de ese momento no se podían atender los problemas de salud de nadie que no tuviese «los papeles» administrativos que le daban la condición de muy español por encima de la de muy humano. En definitiva, un Real Decreto contrario al código deontológico de todo el personal sanitario y, sobre todo, contrario al sentido global de protección de la salud inherente a cualquier sociedad (civilizada). Como decían en el estreno de la película Mediterráneo, sobre el nacimiento del Open Arms, el barco de rescate de refugiados en el mar, «nadie que tenga la posibilidad de salvar la vida de otra persona a la distancia de estirar el brazo deja de hacerlo». Pues bien, la gente que lo redactó no solo no estaba a la distancia de estirar el brazo para salvar vidas, sino que no quería que nadie lo estirara aun pudiendo. A día de hoy, casi siete años después, en Madrid, una de las regiones más ricas de Europa, seguimos teniendo a miles de personas sin acceso a la sanidad gracias a las trabas burocráticas que el gobierno regional les pone. 

Hice mi intervención con la voz temblorosa y unos ciento cincuenta latidos por minuto en ritmo sinusal. Un inciso: reivindico las voces temblorosas, las taquicardias sinusales y los titubeos al hablar en público no solo como reflejo del esfuerzo emocional que alguien hace en un momento dado, sino también como testigo de la importancia que le da a su acto el que tiembla. Puedes aprender a hablar en público sin titubear, pero si te sigue emocionando el tema, o la importancia que reviste, nunca dejas de temblar.

Pronto descubrí que estar a la altura de las instituciones y del parlamento no era tanto una cuestión de capacidades políticas ni de oratoria, ni siquiera de conocimientos politológicos, sino de sentido común, de curiosidad, de verdadera vocación de servicio público y también, cómo no, de postura moral ante la sociedad. Cualquier persona que sea suficientemente votada por la ciudadanía puede llegar a ser representante público y ocupar un escaño, y no por ello debe tener preparación para desempeñar el oficio; lo más común es que no se tenga porque, al margen de las cuestiones técnicas o burocráticas, el oficio de la política tiene que ver más con tus propias capacidades y valores que con cualquier otra cosa.

De la postura que defiende lo público, lo común, a las personas, a los cualquiera, a los Otros y a la comunidad no tenía ninguna duda. Me sentía poseedora de una gran empatía, aprendida en mi profesión, y tenía muchas ganas de cambiar las cosas, de demostrar que, como en la medicina o en la ciencia, la curiosidad, la vocación y la motivación constituyen el motor que puede hacer cambiar la política y, con ella, la sociedad en la que vivimos. También quería hacerlo bien, no en vano algo de ego se te mueve dentro. No quería mentir, no quería difundir bulos, no quería meterme en el fango de la política que, como muchos ciudadanos, observaba y observo horrorizada desde mi casa. Las motivaciones por las que cada cual se mete en política son diferentes, aunque, sinceramente, me cuesta entender que alguien se meta en política por otra motivación que no sea la de sostener el bien común, defender la justicia social y representar los intereses de los cualquiera. Es contrario a la naturaleza misma de la política, como si te dedicas a la medicina y entre tus expectativas no está la de ayudar a los demás, o como si te conviertes en investigador y entre tus expectativas no está la de progresar y descubrir nuevos paradigmas. Puede ocurrir y ocurre, claro está, pero yo no lo entiendo, y espero que no sea solo cosa mía. 

Sí, lo podemos llamar superioridad moral de la izquierda o moral a secas, porque defender la igualdad, la equidad, la justicia social y el derecho a vivir bien de los cualquiera solo puede ser tildado de «superioridad» por quienes desprecian esos valores. Para el resto son principios básicos de la ética del desempeño político en el arte de vivir en sociedad.

He de reconocer que lo de la «superioridad moral de la izquierda» es una de las soflamas de la derecha que más me motivan. La utilizan despectivamente, como echando en cara que las ideas y los valores que han representado históricamente las izquierdas son netamente superiores en lo que a moral se refiere. Como explica el académico Ignacio Sánchez-Cuenca en un libro que trata sobre este particular, no es descabellado pensar que la izquierda es moralmente superior, pues se basa en principios de empatía y justicia, mientras  que la derecha apuesta por la autoridad y el orden. Es esa divergencia la que se puede analizar moralmente, y es esa evaluación la que rompe con el relativismo moral, que considera que todas las ideas están en pie de igualdad. En otras palabras, lo que supone moralmente la empatía, el ponerse en el lugar del otro para ver lo que siente, el vivir conectado con los Otros y hacer política desde esa perspectiva. Porque como dice Emmanuel Lévinas, y como nos ha enseñado la pandemia en una lección cruelmente ilustrativa, nuestra existencia se la debemos al Otro porque socializamos con múltiples Otros sujetos a los que les debemos parte de nuestro yo. El rostro del Otro, del que bebe también parte de la filosofía de Judith Butler para desarrollar su teoría de la vulnerabilidad, es un recordatorio permanente, como una alarma incesante, que nos señala que no vivimos inmersos en un individualismo radical sino que somos seres relacionales. Estamos los que queremos vernos reflejados en el rostro del Otro y están los que prefieren taparles el rostro para no verlos.

A los que creemos que la justicia y la equidad deben ser la brújula de cualquier política, sorprendentemente se nos insulta de diferentes maneras. Mi favorita es «buenista», que supongo que es el antónimo de cualquier insulto negativo que describe a la mala gente y que no me atrevo a reproducir porque es mi libro. Sin embargo, el que está más de moda desde hace más de un siglo, y el más utilizado históricamente en los mentideros políticos de las derechas, es «comunista», que como insulto vale igual para un roto que para un descosido: perfecto para rellenar cualquier falta de argumentos políticos solventes. En una ocasión se llegó a cotas inéditas cuando la extrema derecha acuñó en la Asamblea de Madrid el término «porno-marxismo» para despreciar las enseñanzas en educación afectivo-sexual. También se ha usado para argumentar en contra de hacer una ley de listas de espera, de que sea obligatorio que te den un vaso de agua del grifo en un restaurante, de señalar que la desigualdad arrastra a las sociedades, de exigir medidas contundente durante una pandemia mundial, de hablar de pobreza energética, de intentar regular los precios desorbitados de los alquileres, de denunciar la contratación pública irregular, etc. Da igual, lo que no mueve la razón lo mueven la fe y la estulticia. Entre los innumerables insultos también nos hemos encontrado con las múltiples declinaciones difamatorias de «progresista» y «feminista», como son «pijo-progre», «femi-nazi», «dictadura progre», etc. El último en llegar ha sido «izquierda caviar», rancio hasta en el alimento elegido como identitario. ¿Quién demonios come caviar hoy en día? Y todo este rosario de adjetivos tan solo para no explicar por qué con el dinero público algunos se montan la fiesta del liberalismo salvaje. La de insultos y exabruptos que nos cayeron durante la pandemia mientras el gobierno de Madrid repartía contratos a dedo con sobrecostes, mordidas o favores políticos a diestro y siniestro. De hecho, creo que debería ser ya de por sí una prueba pericial más a tener en cuenta en cualquier sumario de corrupción, porque cuanto más te insultan, más corruptelas esconden.

'Introducción a la ciencia de la moral, una crítica de los conceptos éticos fundamentales'

Mi motivación para entrar en política, como iba diciendo, fue la curiosidad por explorar los límites de la justicia social y la búsqueda de mejoras sociales colectivas (qué si no). Y somos muchas y muchos a los que nos llama esta vocación. Pero hay quien se mete en política por intereses personales, por defender parcelas de poder, por inercia, porque no sabe o no quiere hacer otra cosa o porque lo considera un atajo para llegar a un estatus social determinado. A fin de cuentas, de la noche a la mañana pasas de ser una vulgar anestesista a ser una ilustrísima diputada, y eso da cierto caché si te lo crees; hay quienes son diputados y hay quienes se creen diputados, dos actitudes diferentes ante la representación institucional. Ocurre en casi todos los oficios, pero en la política el camino es más corto y los síntomas, más acusados. Y luego está el ego, que existe en todos los rincones de la sociedad, pero que en la política encuentra uno de sus mejores caldos de cultivo.

De todas las motivaciones posibles, la que mayor disociación cognitiva me produce es la de quienes ejercen la política para, como vemos a diario, denostar y desprestigiar desde dentro mismo la política, la mejor herramienta con la que nos hemos dotado en democracia. La antipolítica dentro de la política me fascina tanto como la apoptosis, el mecanismo de algunas células para autodestruirse de manera programada con el fin de controlar su propio crecimiento. Un caballo de  Troya usado como anti-establishment, anti-Estado, que realmente busca perpetuar las relaciones de poder establecidas. Y eso que reconozco que la antipolítica cala en una sociedad que lleva décadas escuchando los cantos de sirena que nos dicen «no te metas en política» o «son todos iguales».

Así, mis motivaciones eran y son múltiples, pero la fundamental ha sido y es poder ser partícipe de mi propio entorno, de la sociedad en la que vivo y la que les quiero dejar a mis vástagos. Prefiero ser partícipe de mi propio destino y no dejar que el juego de la vida lo jueguen otros por mí. Mucho menos si lo que pretenden es jugárselo en un casino.

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