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'Hey Joe' y la niña que veía el futuro

Memorial Drive. Recuerdos de una hija

Natasha Trethewey

Errata naturae (2022)

Un libro te lleva siempre a otros libros. A veces, ya desde el principio. La familia de la protagonista se va a vivir a Atlanta. En las primeras páginas, la inmensa mole de Stone Mountain. Las figuras míticas de Stonewall Jackson, Robert E. Lee y Jefferson Davis, tres generales que lucharon por el Sur en la Guerra de Secesión: “No lejos de su base se encuentra el apartamento en el que vivimos aquel último año, en la manzana 5400 de Memorial Drive, número 18-D”. Ahí mismo, en esos primeros párrafos se me apareció un escritor que debería ser más conocido —venerado, mejor— de lo que es en este mundo de lecturas mediocres que encumbran mediocridades a destajo. Hablo de Ralph Ellison y su El hombre invisible. La gente conoce la novela de H. G. Wells, pero no sé si sabe algo de la de Ellison. No sabía muy bien por qué, pero ya digo que enseguida me vino a la cabeza este escritor que está entre los grandes de la literatura universal (si pueden, ¿lo leerán?). Lo mismo que me pasó cuando leí hace unas semanas otra novela excepcional: Ayer te estuve buscando, de John Edgar Widman. La influencia del escritor estadounidense, admirado por el mismísimo William Faulkner, es inabarcable. Pero sigamos con el libro de Natasha Trethewey.

Hacia el final de Memorial Drive, leemos que Ralph Ellison había escrito: “La geografía es el destino”. Las ciudades, los barrios, las calles y las casas habitadas por familias de raza negra saben de eso. Las miradas de la niña Natasha a las cruces en llamas, su miedo a que lo que soñaba se convirtiera en una pesadilla. Su propia familia era contemplada —incluso por ella misma— como algo raro: su padre era blanco y su madre, negra. A ella, desde muy cría, se la quedaban mirando y alguna vez le preguntaban que qué era, si blanca o negra. Así fue creciendo en medio de un mundo que mezclaba el sueño americano con el desmoronamiento de la esperanza. Estamos en los años sesenta (Vietnam, la música en sus muy diversas modalidades, sobre todo soul y rock, el cine…) y avanzaremos poco a poco hasta mediados los ochenta. Y finalmente, casi hasta ahora mismo, cuando Natasha Trethewey decide escribir su historia, la historia de una hija. De la hija de Gwendolyn Grimmette, asesinada por su segundo marido, Joel Grimmette, el 5 de julio de 1985 de un tiro en la cabeza. La escritora, que ganó el Premio Pulitzer de Poesía en 2007, tenía entonces diecinueve años.

“Para superar un trauma, debemos ser capaces de escribir una historia sobre él”: eso dice y es lo que hace Natasha Trethewey: escribirla. Y convierte esa historia personal en un relato que va mucho más allá de lo personal. La memoria es algo que transcurre a la intemperie. Es poco confortable. Duele, demasiadas veces. Por eso, en algún momento del relato, la protagonista piensa en si podrá soportar el proceso de escritura. Pero finalmente —ya lo dije antes— Natasha Trethewey elige recordarlo todo. Desde que era una niña hasta que recorre la autopista del regreso al lugar donde su madre fue asesinada.

Ha tardado treinta años en hacer ese recorrido. Pero lo hace, no la arruga enfrentarse a ese paisaje, a la silueta del cuerpo de su madre, dibujada con tiza en el suelo por la policía, que a ella nunca se le fue de la cabeza. El día en que decidió contar lo que había sido su vida en medio del horror, de los golpes del marido a la madre, del victimismo cínico —hoy tan de moda en todas partes— de los asesinos. ¿Cómo se puede querer matar a quien dices que amas?, se pregunta y pregunta en algún momento Gwendolyne a su asesino. La niña que sufre y para entender mejor ese sufrimiento le pregunta a la madre maltratada: “¿Sabes que cuando quieres a alguien y descubres que está sufriendo, tú sufres también?”. Y es cuando ese sufrimiento le servirá a la niña Natasha para dejar atrás una infancia devastada: “Mírate. Incluso ahora sigues pensando que puedes, por medio de la escritura, alejarte de la niña que fuiste, distanciarte por medio de la segunda persona, como si esa a la que le pasó todo no fueras tú”. La escritura a medias hacia adentro y a medias hacia fuera. Yo y tú: construir un relato que sea leído de dentro afuera y al revés. Lo que pasa me está pasando a mí, pero también a ti, que compartes conmigo el espacio del horror. Escribir. Contar lo que pasa porque, si no, lo que pasa será como si no hubiera existido. Y sale de esa decisión, al principio titubeante, la necesidad de escribir este libro tan hermoso, tan lleno de poesía, como rabiosamente traducido en grito, en un alegato, lejos del miedo, contra la violencia machista que no para de asesinar a las mujeres sea donde sea. Y aún hay desalmados que niegan esa violencia terrorista, aún hay desalmados que la niegan: ¡malditos sean!

Lo que no puede recordar —incluso porque no había nacido— lo encuentra la escritora en las fotografías. Salen muchas. Junto a los escalofriantes testimonios grabados por la víctima, son la fuente principal que aporta luces al relato. Y lo más importante: los espacios en blanco en esas fotografías. Creo que siempre es lo principal: la mirada que se pierde más allá del cristal de la cámara. Ahí, en ese espacio en blanco, están la historia y sus personajes principales, mientras en el papel se irán quedando los huecos dolorosos de la pérdida. No resulta fácil para nadie encarar esa pérdida, y menos asumirla. Todo serán dudas a la hora de contar: por dónde se empieza, qué vas dejando en el camino, hasta dónde quieres llegar, hasta qué final. La frase de Orson Welles: “Que un final sea feliz o no depende, desde luego, de dónde decidas terminar tu historia”. Y Natasha Trethewey decide que va a llegar al final más último de todos los finales. Aunque duela, aunque a ratos el alacrán de la culpa le aturda la conciencia: “he pasado toda mi vida adulta sintiéndome culpable; es como si estuviera implicada en la muerte de mi madre o, para ser más precisa, como si ella estuviese muerta porque yo no lo estoy”. No le faltan a la escritora las ayudas que son más fuertes de lo que aparentemente parecen. Escuchamos las canciones que acompañaron las veladas en la casa donde desde el principio se anunciaba la tragedia. Pero la música salta del tocadiscos, a veces como un pequeño milagro que alivia la violencia desatada: Roberta Flack y The Impossible Dream, o la inmensa (Sitting’on) the Dock of the Bay, de Otis Redding. Pero sobre todo, esa Hey Joe, en la guitarra y la voz de Jimi Hendrix, que es la mejor imagen del crimen cometido por Big Joe: “Eh, Joe, ¿adónde vas con esa pistola en la mano?”. Un agujero en la cabeza de Gwendolyn Grimmette.

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Todo concluye sin que las señales que la vida en común fue dejando a su paso hubieran sido tenidas en cuenta. Piensa la niña en el mito de Casandra. Ella sí que sabía de esas señales, sí que sabía que algún día el marido de su madre acabaría destruyendo todo lo que tocaba, todo lo que en esa casa se había ido construyendo con más fragilidad que consistencia. Pero como en el mito, nadie era consciente de las sospechas de una adolescente visionaria. Esta es la historia que se cuenta en Memorial Drive, no sólo la crónica de un crimen execrable, sino del hundimiento de un mundo que sigue empeñado en confundir sin remedio el sueño con las pesadillas. Escribo aquí, como el punto final de esta crónica que deslumbra, en su magnífica escritura, entre tanta sordidez y violencia que ocupan sus páginas, los versos de Adrienne Rich: “”Estás contando la historia de tu vida / por una vez, un estremecimiento quiebra la superficie de tus palabras”.  

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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Algo personal (Piel de Zapa, 2021).

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