En la muerte de Basilio Losada, contador de historias
Con 92 años nos ha dejado Basilio Losada (1930-2022), aunque nació tres años antes de que lo inscribieran en el registro, según le confesó su madre. Hace tiempo que venía diciendo que estaba cansado de vivir, que la existencia se le estaba haciendo demasiado larga, quizá desde que empezó a perder la vista y a darse cuenta de que ya no entendía el mundo que le rodeaba, que no era el suyo, empezando por las nuevas tecnologías, que le resultaban completamente ajenas. Su vida transcurrió, más allá del ámbito privado, entre sus clases en la Universidad de Barcelona, sus traducciones y antologías de poesía gallega. Y habría que añadir la novela que nos regaló, La peregrina, cuando le llegó la jubilación, prologada por Saramago, de la que existen versiones al portugués e italiano, del 2001 y 2005. Creo, sin embargo, que sobre todo fue un brillante y ameno narrador oral, de la estirpe de los Carlos Casares, Pepe Esteban o Alfredo Bryce Echenique. Los que lo han conocido y tuvieron la fortuna de tratarlo, sus numerosos alumnos (desde Manuel Vázquez Montalbán a Fernando Clemot, el narrador y actual codirector de Quimera) creo que nunca lo olvidarán.
Basilio Losada nació en Láncara, una aldea de Lugo, en una familia de ferreiros, de herreros, pero acabó viviendo en Barcelona, adonde llegó con 8 años, cuando acababa la guerra, como consecuencia de la cual acabó muriendo su padre, un anarquista que tuvo que luchar en el bando llamado nacional.
Se licenció en Filosofía y Letras en la Universidad de Barcelona, y luego en Derecho. Se doctoró con una tesis sobre Rosalía de Castro, a la que le dedicó una antología en 1971, que apareció en la popular Biblioteca General Salvat, en 1971. Junto a Álvaro Cunqueiro, fueron para él los dos grandes escritores gallegos de toda la historia. Siendo ya mayor, le gustaba contar que se había doctorado en Teología en Alemania, un país al que durante bastantes años dijo que quería irse a vivir, en la ciudad de Lunwerg, para pasar los años que le quedaran de vida, oyendo música y leyendo, anhelo que no llegó a cumplir.
Su obra como traductor es inmensa, sobre todo como lusitanista, como divulgador de la literatura portuguesa y brasileña al castellano. Así se ocupó de diversos libros de Jorge Amado, su preferido (sus primeros libros en España los publicó Caralt, en 1968, por la insistencia de Basilio Losada), Machado de Assis, Clarice Lispector (Cerca del corazón salvaje, en 1977), Rubem Fonseca, Almeida Faria, Cardoso Pires y Saramago, de quien tradujo buena parte de sus libros, empezando en 1987 con El año de la muerte de Ricardo Reis, en plena fascinación española por la obra de Pessoa. Con su versión de Memorial del convento obtuvo en 1991 el Premio Nacional de Traducción.
Del catalán tradujo obras de Víctor Català, Pere Calders y Pere Gimferrer. Del gallego obras de Celso Emilio Ferreiro, la mítica Longa note de pedra, en 1969, para el El Bardo, Víctor F. Feixanes y Suso de Toro, además de varias antologías de poesía, con las que las gentes de mi generación, y de las posteriores, durante la Transición, empezamos a familiarizarnos con la poesía gallega. Quiero recordar tres: Poetas gallegos de postguerra (Ocnos, 1971), Poetas gallegos contemporáneos (Seix Barral, 1972. Ed. bilingüe) y Poesía gallega de hoy (Visor, 1990), reeditadas en diversos lugares y ocasiones. Sobre Galicia escribió varios trabajos, pero quiero destacar uno temprano publicado en Táber, editorial que dirigía Juan Perucho en Barcelona, titulado Galicia. Y se ha publicado la correspondencia que mantuvo con Ramón Piñeiro, entre 1961 y 1984, publicada por Galaxia en el 2009. Pero la lista de traducciones sigue, con versiones de Gogol (Taras Bulba, en 1973), ¿de qué lengua?, Simenon, Graham Greene, Michael Ende, traducido del alemán al gallego, e incluso vertió del castellano al gallego El vendedor de sombras, de Cristina Fernández Cubas. Lo curioso de todo ello es que aprendió las muchas lenguas que manejaba, que leía, sobre todo, leyendo. Y como ha comentado en más de una ocasión, en público y en privado, le gustaba leer en voz alta, masticando las palabras, marcando el ritmo, el énfasis, la música, con naturalidad, sobre todo la poesía.
Durante muchos años, entre 1977 y los primeros noventa, formó parte del jurado del Premio de la Crítica, como vocal de la ponencia de las letras gallegas. Las explicaciones que nos daba sobre los mejores libros del año, y en especial, sobre los ganadores en narrativa y poesía, eran tan precisas y amenas que daban ganas de ponerse de inmediato a leer aquellos libros en gallego. Recuerdo ahora que en abril de 1992 viajamos juntos en coche, de Barcelona a Cuenca, en compañía de Àlex Broch, donde se fallaba ese año el Premio, y nos dejó admirados con sus conocimientos acerca de los lugares que íbamos recorriendo, paramos a comer en Morella, en torno a los paisajes, la comida y vinos que podían degustarse a lo largo del recorrido.
Basilio Losada ha tenido en vida todo tipo de reconocimientos, en Portugal, Brasil, Galicia, Cataluña y el resto de España. Su relato de por qué la Generalitat le concedió la Creu de Sant Jordi es memorable, por la ironía y cierto desapego con que lo contaba y el protagonismo que le concedía a Albert Manent, comisario político cultural del gobierno convergente, y Jordi Pujol. Tras su jubilación vendió su biblioteca, unos 30.000 libros, al gobierno gallego, presidido entonces por Fraga, quien gestionó la adquisisón, convirtiéndose en la base de la futura Biblioteca de Galicia, en Santiago de Compostela.
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Decía que le hubiera gustado ser poeta y que hubiera dado diez años de su vida por escribir seis grandes poemas, y que una patria podía ser cualquier lugar donde la gente fuera amable, hubiera buen vino y gente con quien poder conversar. Con su desaparición nos quedamos con la gana de leer sus memorias, que creo que nunca escribió, o esas cuatro novelas que anunció en alguna ocasión que tenía en marcha, en las que partiendo de las cantigas de Alfonso X el Sabio pretendía ofrecer una visión completa de la Edad Media. Sin embargo, seguirá resonando en nuestros oídos su amor por las palabras, la amable e inteligente conversación, su gusto por contar historias, aunque siempre tuviéramos la duda de si eran reales o inventadas. A pesar de ello, teníamos la certeza de que eran verdaderas, pues tenía el don de convertir los avatares de la vida cotidiana en legendarios.
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