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La sequía, las uvas de la ira y la furia en la carretera

Fotograma de 'Las uvas de la ira', el clásico de John Ford.

En uno de los pasajes más poderosos de Historia de dos ciudades, la mísera calle parisina de Saint-Antoine se llena de personas pobres lamiendo del suelo el vino vertido por una barrica rota. Algunos recogen el líquido con las manos, tumbados en la calzada, otros utilizan vasijas de barro y los hay que empapan trozos de tela que después se exprimen directamente en la boca. “Puede asegurarse que recogieron”, escribió Dickens, “no ya solo hasta la última gota de vino, sino también hasta la última molécula de tierra que con aquél estuvo en contacto”. Es un momento espeluznante que explica muy bien hasta qué punto el hambre puede desproveer a una persona de su humanidad. En la novela de Dickens, esos mismos desgraciados que lamen el suelo de la calle acabarán apaleando, colgando y decapitando a los que han acumulado la riqueza durante siglos, impertérritos ante la miseria que otros sufrían. “El terremoto se está preparando aunque nadie lo vea, aunque nadie lo oiga”, avisa la señora Defarge, esa tabernera de sangre gélida que prepara la Revolución Francesa a ritmo de calceta.

No tienen esa suerte los pobres granjeros de Las uvas de la ira que, siglo y medio después y en otro continente, siguen siendo estafados, robados y humillados pero no tienen muy claro por quién. Cuando un hombre trajeado aparece en coche para avisar a una familia de que tiene que abandonar su propia tierra, estos le preguntan de quién es la culpa. “Ya sabéis quién es el dueño de esta tierra: la Shawnee Land and Cattle Company”. Y quiénes son esos, pregunta el granjero. “No es nadie. Es una empresa”. Cuando el hijo, enfurecido, propone enseñarle su escopeta al presidente de la empresa, el señor le dice: “Hijo, no es culpa suya, el banco le da órdenes”. Lógicamente, el chico amenaza con presentarse en ese banco con dicha escopeta. “¿Y para qué vas a tomarla con ellos? Allí no hay nadie más que el gerente”. “¿Y a quién disparamos?”, pregunta ya confundido y derrotado el granjero. 

La película de John Ford es inagotable en su uso del lenguaje cinematográfico, ese que en tantas otras ocasiones dice tan poco: sin palabras, solo con el uso de elementos como el encuadre, el movimiento de cámara y el montaje, Ford rueda los paisajes resecos de Oklahoma como un mundo decadente, a punto de morir, y convierte a los personajes en sombras, espectros sin pertenencias, sin dignidad, sin porvenir, que recorren la tierra. Los tractores que destruyen hogares son, por gracia y arte de los tiros de cámara aberrantes y la superposición de imágenes, monstruos atronadores e implacables.

Lo que en Las uvas de la ira es amenaza de una sequía catastrófica, como la que vivimos ahora en todo el mundo, se convierte en cataclismo en Mad Max: Furia en la carretera. Aquí los tractores se han convertido en gigantescos camiones construidos a base de chatarra y diseñados para la guerra, una guerra que se libra en un planeta que ya no es decadente sino marchito. Pero los despojados siguen preguntándose a quién culpar. “¿Quién ha matado al mundo?”, rezan los grafitis. 

La de Ford es un drama sublime y la de George Miller, un espectáculo excesivo y alucinado; pero puestas una frente a la otra entablan una animada conversación. Las dos son “road movies” sobre un grupo de personas que emprenden una travesía por el desierto en busca de agua, como sinónimo de futuro y esperanza. Esos hombres trajeados que conducen sus caros coches puro en boca en el clásico de 1940 se convierten en villanos de cómic, torpes y sebosos, en la secuela de Mad Max. Y en ambas historias hay un paraíso ansiado, una tierra prometida (California, el Paraje Verde) que ya no existe. 

Aún más curioso: las dos encuentran en la mujer, y más concretamente en la madre, la respuesta al enigma del futuro. Llama la atención que ambas películas sean tan feministas en los retratos de sus personajes femeninos, una a pesar de haberse escrito hace más de 80 años, la otra a pesar de ser una cinta de acción hipermasculina (uno de los villanos, un medio hombre ciego y encocado, toca una guitarra eléctrica que expulsa fuego por arriba; probablemente la mejor idea de toda la película). Pero así es. La matriarca de Las uvas de la ira, que le valió un Oscar indiscutible a Jane Darwell, es a la vez capitana imbatible, brújula moral y pegamento en la familia. Las fugitivas de Mad Max: Furia en la carretera son la única resistencia contra un régimen aberrante, opresivo e injusto; y, junto a un grupo de guerreras llamadas las “Muchas Madres”, conseguirán plantarle cara al mezquino Immortan Joe.

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Pero por encima de todo, se podría argumentar que las dos son películas inequívocamente socialistas, colectivistas y anticapitalistas. Ambas defienden la distribución de la riqueza y el hermanamiento como única vía resolutiva en un momento de escasez de recursos. El protagonista de Mad Max: Furia en la carretera empieza asegurando que su único propósito es sobrevivir, pero acaba arriesgando su vida para ayudar a las insurrectas en una causa que él cree perdida (“La esperanza es un error: si no puedes arreglar lo que está roto, te acabas volviendo loco”). Y cuando tiene que salvar a una Imperator Furiosa moribunda, decide hacerle una transfusión de su propia sangre (la misma sangre que los opresores antes le robaban), en un acto que supone la epítome de la repartición de bienes. 

La metáfora que John Ford elige para defender un sentimiento que en Estados Unidos siempre ha sido contracultural es de índole religiosa: “Quizá un tipo no tiene alma propia, sino un trozo pequeño de un alma grande. El gran alma que nos pertenece a todos”. El mensaje de Las uvas de la ira es que compartir es mejor que tener, y seguir juntos es más importante que sobrevivir: por eso los Joad le hacen hueco a un vecino necesitado en su atestada furgoneta, los camioneros dejan cambio de sobra en el restaurante al ver que la camarera ha regalado pan y golosinas a los mendigos, y la dignidad y la prosperidad acaban encontrándose en un campamento financiado por el gobierno en el que los inquilinos se autogestionan. (Es incomprensible que Ford dirigiera esta película y acabara pasándose al republicanismo y apoyando a Reagan.)

Mad Max: Furia en la carretera acaba con las madres adueñándose del pequeño paraíso, con su vegetación y su fuente de agua, que Immortan Joe guardaba para sí. Ellas hacen lo único humano que se puede hacer en sequía: compartirlo. Ellas son las herederas de la madre de Las uvas de la ira y siguen el dogma que esta dictó en aquel monólogo final imperecedero. “Nosotros seguimos adelante. Somos la gente que vive. No pueden aniquilarnos, no nos pueden barrer. Perseveraremos siempre, porque somos el pueblo”.

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