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Brasil, un país atrapado en el modelo económico ultraliberal de Bolsonaro

El presidente y candidato a la reelección, Jair Bolsonaro, ofrece una rueda de prensa este lunes, en el Palacio do Alvorada de Brasilia (Brasil).

Romaric Godin (Mediapart)

Desde hace varias semanas, el ministro de Hacienda del presidente saliente de extrema derecha de Brasil, Jair Bolsonaro, persigue abiertamente un sueño. En cada oportunidad, Paulo Guedes, un chicago boy formado en las mejores escuelas monetaristas y neoliberales de Estados Unidos, sigue insistiendo en la fortaleza del crecimiento de Brasil y en el error de los bancos que habían pronosticado una recesión en 2022. Detrás de la autocomplacencia hay una vieja idea muy arraigada en la comunidad de economistas: quien se presenta a las elecciones en un periodo de crecimiento tiene muchas posibilidades de ganar.

¿Cambiará la economía el juego y proporcionará una ventaja decisiva a Jair Bolsonaro en la segunda vuelta? Si nos atenemos a los últimos agregados clave, uno podría pensar que sí. En los dos primeros trimestres de 2022 se ha producido una fuerte recuperación del PIB brasileño que los observadores no esperaban. En el primer trimestre, el crecimiento fue del 1% en tres meses y en el segundo se aceleró hasta el 3,2%. En un año, el PIB ha subido un 2,6%.

Este rendimiento parece sólido a primera vista puesto que se desarrolla en un entorno especialmente hostil. El crecimiento mundial se ralentiza, la inflación alcanzó el 12% en abril y el Banco Central de Brasil (BCB) subió fuertemente los tipos hasta el 13,25% en junio (desde el 6% del año anterior).

La ilusión del crecimiento

Pero los tiempos son engañosos. Los datos macroeconómicos reflejan sólo una parte de la realidad brasileña, como en la mayoría de las grandes economías. Brasil fue uno de los países más afectados por la crisis sanitaria, en gran parte debido a la gestión de la crisis por parte del ejecutivo. También fue uno de los países que más tarde salió de la crisis y sufrió una breve recesión a finales de 2021. Las cifras del PIB deben, por tanto, integrar dos realidades: la que se ve apoyada positivamente por la recuperación post-Covid, sobre todo en lo que se refiere a la postergación del gasto de los hogares y la recuperación del turismo internacional, y la que se ve lastrada por los efectos de la inflación y la desaceleración mundial.

En términos generales, cuanto más tiempo pasa, más fuertes son los segundos efectos y más prevalecen sobre los primeros. Sin embargo, en un principio, es posible que veamos una fuerte recuperación, que es principalmente un reflejo de la crisis pasada. Este fenómeno se observó en la zona euro en el segundo trimestre, por ejemplo en Francia e Italia, y dificulta la interpretación de las estadísticas trimestrales.

Por lo tanto, para comprender la situación económica real de Brasil, debemos dar un paso más y abandonar los datos trimestrales. Porque si bien es cierto que el PIB brasileño del segundo trimestre de 2022 es un 3% superior al del último trimestre de 2019, hay que recordar que Brasil entró en una profunda crisis a partir de 2013, cuando el fin de la subida generalizada y global de los precios de las materias primas trastocó el modelo económico del país.

En ese momento, Brasil entró en "un régimen de crisis", como dice Jaime Marques Pereira, profesor emérito de la Universidad de Picardía (CRIISEA) y especialista en el país. Así, en 2021, el PIB había vuelto a superar su nivel de 2019, pero seguía siendo un 2% inferior al de 2014. En este contexto, la trayectoria de Bolsonaro, más allá de la crisis sanitaria, parece ser una continuación de ese largo estancamiento.

Por lo tanto, es importante en primer lugar subrayar este hecho: la recuperación a corto plazo de la que Paulo Guedes está tan orgulloso es en gran medida insuficiente para un país del tamaño y el nivel de desarrollo de Brasil. Brasil tiene un PIB comparable al de Italia (unos 1,8 billones de dólares) con una población casi cuatro veces mayor (216 millones). Lo lógico sería que mostrara un crecimiento sostenido y no un estancamiento durante casi una década.

En realidad, las políticas aplicadas desde el inicio de esta crisis no han logrado construir un modelo de desarrollo convincente. La respuesta se ha centrado en la austeridad fiscal y en nuevas reformas estructurales neoliberales. Esta política se inició con Dilma Rousseff, la última presidenta del Partido de los Trabajadores (PT), continuó con el centrista Michel Temer, y luego con Jair Bolsonaro.

En octubre de 2019, Bolsonaro impulsó una violentísima reforma de las pensiones que permitirá ahorrar casi 20.000 millones de dólares al año durante diez años. Se modificó la Constitución para reducir estructuralmente el gasto del Estado, se privatizaron casi 23.000 millones de dólares de activos públicos y se impuso una nueva ola de desregulación. El gobierno incluso utilizó el pretexto de la crisis del coronavirus para reducir los derechos de los trabajadores.

El regreso del hambre

Esta política no ha conseguido reactivar el crecimiento y ha producido un debilitamiento general de la sociedad que se puso de manifiesto en el momento de la crisis sanitaria. La gestión de esta crisis por parte de Bolsonaro se basó tanto en la prioridad dada al aspecto económico para preservar al máximo el crecimiento, como en la negativa a ver el desastroso estado de las estructuras sanitarias del país, arrasadas por las políticas neoliberales. El resultado ha sido un doble desastre: económico y sanitario.

No sólo es Brasil, con 686.000 muertes, el país que ha pagado el precio más alto por Covid después de Estados Unidos, sino que el desempleo ha subido al 15% y los efectos sociales de la pandemia son duraderos. Según la Red Nacional de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Penssan), en 2022, cerca de 33 millones de personas, es decir, casi el 15% de la población, pasará hambre en Brasil, a pesar de ser una de las principales potencias agroalimentarias del mundo. En 2020, eran "sólo" 19,1 millones, lo que ya había alertado a la red, ya que entonces volvía al nivel de 2004.

El estudio de 2020 también puso de manifiesto el deterioro de la seguridad alimentaria en general, ya que más de la mitad de los brasileños vuelven a enfrentarse al problema de la nutrición (55,2%) de alguna forma. En 2013, este nivel había descendido al 24%. Y ahí está la otra cara de la hermosa narrativa de crecimiento de Paulo Guedes. Como suele ocurrir en Brasil, el crecimiento también significa más miseria para una gran parte de la población.

Antes de la pandemia, en 2019, el país seguía siendo uno de los más desiguales del mundo: el coeficiente de Gini, que mide esta desigualdad de ingresos (siendo 1 la desigualdad total y 0 la perfecta igualdad), era de 0,535. Esto lo convirtió, según el Banco Mundial, en uno de los países más desiguales del mundo y el más desigual de América. En estas condiciones, los efectos duraderos de la pandemia son catastróficos para los sectores más pobres de la población.

Presión sobre los salarios

Y es que, desde el final de la pandemia, el estilo de crecimiento de Bolsonaro ha hecho poco para abordar esta situación. Según el Instituto Nacional de Geografía y Estadística (IBGE) de Brasil, el sector servicios ha sido el principal contribuyente al crecimiento reciente de la economía. En un año, el valor añadido de este sector aumentó un 4,1%, impulsado por la información y la comunicación (15,1%) y "otros servicios" (13,1%), principalmente servicios personales. Son estos sectores los que han creado puestos de trabajo en primer lugar. Al mismo tiempo, el valor añadido de la agricultura cayó un 5,4%, el de la industria se estancó y el del comercio minorista descendió un 0,1%.

En otras palabras, los empleos creados en la recuperación brasileña se asemejan a los creados en Estados Unidos o Francia: son empleos en los servicios empresariales y personales, con una productividad muy baja y cuyo valor añadido sólo puede adquirirse mediante la presión salarial.

En realidad, todo cuadra. Las políticas neoliberales han aumentado la desigualdad, debilitado la posición del trabajo y reducido la inversión. Producen por lo tanto un modelo de crecimiento particular: el consumo de los más ricos representa el grueso del gasto y se dirige a servicios de baja productividad cuyo verdadero motor es la presión sobre los salarios. Por ello, el desempleo está bajando, y en Brasil se ha reducido al 9,3% de la población, el más bajo desde 2016, pero los ingresos no aumentan.

A esto hay que añadir el efecto de la inflación. Evidentemente, Brasil está sometido a la presión inflacionista mundial, reforzada por el carácter altamente oligopolístico de su economía. En abril, el índice general de precios al consumo alcanzó el 12,1%, y luego retrocedió al 8,7% en agosto. Pero el efecto sobre los ingresos de los más pobres es considerable por al menos tres razones. En primer lugar, como herencia de los periodos hiperinflacionarios de la década de 1990, muchos contratos de consumo, desde las suscripciones telefónicas hasta el alquiler y la electricidad, están indexados a la inflación mensual y algunos incluso a la inflación a tanto alzado, que ha alcanzado el 15%.

En segundo lugar, los salarios, precisamente por las razones que acabamos de mencionar, no siguen el ritmo de estas indexaciones y de la inflación, ni mucho menos. Según el IBGE, en un año, el salario medio sólo subió un 2,7% en julio, es decir, casi tres veces menos que los precios. Para los más pobres, la inflación es aún más costosa porque golpea con más fuerza el núcleo del consumo básico, los alimentos.

En agosto, los precios de los alimentos subieron un 13,43% en términos interanuales, casi cinco puntos porcentuales más que el nivel general de precios, con algunos productos, como la pasta, el queso y la leche, subiendo más del 20% (más del 60% en el caso de la leche). Estos aumentos hacen que estos productos sean difíciles de costear para los hogares en un país en el que el salario mínimo es de 230 dólares al mes y limitan gravemente su consumo. En resumen: hay más puestos de trabajo, pero menos ingresos para los empleados.

Esta situación es especialmente preocupante porque la deuda de los hogares no ha dejado de crecer. Pasó del 26% al 34% del PIB en diez años y se disparó después de Covid al 37%. Este aumento se explica fácilmente. Como los salarios están bajo presión, es la deuda la que ha tomado el relevo para sostener los ingresos de los hogares. Esta es también una de las explicaciones del buen comportamiento del consumo a principios de 2022.

El regreso de las tensiones

El problema es que la inflación está reduciendo el margen de maniobra para el reembolso de la deuda de los hogares justo en el momento en que los tipos han sido subidos bruscamente por el BCB y, por tanto costará mucho más. De nuevo, existe el riesgo de que no haya suficiente dinero disponible.

No es de extrañar que la economía sea la principal preocupación de los votantes brasileños y que pocos se dejen engañar por las bonitas historias de crecimiento de Paulo Guedes. Al igual que en Europa Occidental, estas buenas cifras son como un canto del cisne.

Porque, efectivamente, se ciernen nubarrones sobre la economía brasileña. La recesión mundial afectará duramente a las exportaciones del país, cuyo crecimiento interanual, ya en el segundo trimestre, fue sólo del 0,9%, frente al 8,1% del trimestre anterior. Brasil exportó 88.000 millones de dólares a China en 2021, y 33.000 millones a Estados Unidos. Pero China se está desacelerando y Estados Unidos entrará en recesión, probablemente como la zona del euro.

Sin su motor exterior, es probable que la demanda interna también se desvanezca. La inversión nunca se ha recuperado realmente de la crisis de Covid (sigue bajando un 2,9% interanual en el segundo trimestre) y sufrirá sin duda la subida de los tipos de interés. El 3 de agosto, el BCB añadió 0,5 puntos a su tipo de interés básico, el Selic, ahora en el 13,75%.

Es difícil ver, en estas condiciones, quién va a querer endeudarse para invertir. Y con los ingresos de los hogares bajo presión, el crecimiento de Brasil parece destinado a corregirse bruscamente en los próximos meses. Además, muchos bancos siguen contando con una nueva recesión, a pesar de las bravuconadas de Paulo Guedes acusándoles de "activismo político".

Además, el equipo de Bolsonaro es muy consciente de que las estadísticas no son suficientes para convencer. En julio, su gobierno incluso decidió abiertamente saltarse su propia norma fiscal y anunció un plan de 8.000 millones de dólares para apoyar a las rentas más frágiles.

El plan del gobierno incluye todo lo que Bolsonaro y Guedes odian en teoría: subsidios al gas de cocina, transporte gratuito para los ancianos, apoyo directo a los camioneros para compensar el precio del combustible, apoyo a los Estados para limitar los precios en las gasolineras y una renta mensual de 120 dólares para los más pobres. Pero ante la emergencia electoral, hay que dejar de lado algunos principios, al menos temporalmente.

Además, en sus giras electorales por las zonas rurales, el presidente no duda en repartir títulos de propiedad a los campesinos para conseguir los preciados votos, como cuenta el Wall Street Journal. Estos métodos provocaron incluso la indignación del muy ortodoxo The Economist el año pasado: es cierto que el uso de dinero público por motivos electorales fue la principal crítica de la derecha al Partido de los Trabajadores de Lula. Y, sobre todo, es el fundamento de las teorías monetaristas y de "elección pública" que están detrás de las contrarreformas neoliberales.

El círculo vicioso de la economía brasileña

Sin embargo, el juego de equilibrio de Bolsonaro es interesante porque parece ser la prueba del fracaso de sus políticas y, en general, del modelo neoliberal en Brasil. Como hemos visto, el país se encuentra en una fase de estancamiento y es incapaz de salir de ella. Para entender lo que está en juego en las elecciones, tenemos que examinar de cerca las condiciones de esta crisis sistémica.

"Tanto Brasil como Argentina no pueden crecer más allá de un determinado umbral sin crear desequilibrios externos y colocarse bajo la amenaza constante de los mercados internacionales", explica Marques Pereira. Parece que, sin decirlo, desde hace años, los gobiernos "tanto de derecha como de izquierda" han "renunciado de facto al crecimiento". Pero en un país como Brasil, las consecuencias sociales de esta elección son considerables.

El punto de partida de esta realidad es la transición, en los años 80, entre dos modelos económicos. Esta transición está perfectamente resumida en un libro de dos economistas, Alfredo Saad-Filho y Lecio Morais, publicado en 2018 y titulado Brasil: Neoliberalismo versus Democracia (Pluto Press). Desde los años 30, Brasil había desarrollado un modelo de "sustitución de importaciones" que le había permitido alcanzar un alto nivel de desarrollo industrial. En aquella época, señala Marques Pereira, "la industria brasileña estaba muy integrada y lo hacía casi todo internamente".

La crisis de los años ochenta y noventa, incluida la gran inflación de 1994, condujo al abandono de este modelo y a la adopción de un régimen de acumulación neoliberal. Pero, como señalan esos autores, "este sistema de acumulación en Brasil ha ido acompañado de un descenso de la inversión y del PIB, de un deterioro del marco laboral, de una tendencia a la concentración de la renta y la riqueza, y de frecuentes crisis de financiación".

En este contexto, las únicas respuestas disponibles han sido acelerar las exportaciones agrícolas y de productos básicos. Según los datos del IBGE, entre 1995 y 2022, es decir, en un período de 27 años, la inversión aumentó un 77%, el consumo de los hogares un 88% y las exportaciones un 223,5%. Esta carrera por la extracción de materias primas, señala Marques Pereira, no se explica sin la acción de los distintos gobiernos, que tenían que "hacer algo" y, por lo tanto, fueron por "el camino más sencillo".

De hecho, con el crecimiento de la demanda china y los altos precios de la década de 2000, se cerró un cerco sobre Brasil. La falta de inversión crónica ha provocado un violento declive industrial que hace que el país dependa cada vez más de los ingresos agrícolas y del petróleo.

"En los últimos veinte años, el país ha experimentado una forma temprana de desindustrialización, dado su nivel de desarrollo", señala Marques Pereira. Las cuotas de mercado se perdieron en favor de China, mientras que esta última se hizo cargo de la producción de baja gama. Una vez más, implementar políticas como la reducción de los aranceles ha sido fundamental para esta evolución. Según datos del Banco Mundial, la proporción de la industria manufacturera en el valor añadido total entre 1984 y 2021 cayó del 34% al 10%.

En su libro, Saad-Filho y Morais confirman esta evolución. El desplazamiento del centro del capitalismo mundial hacia Asia Oriental ha marginado a Brasil y lo ha situado "fuera del centro dinámico de la economía mundial, al tiempo que lo aleja, con pocas excepciones, de la frontera tecnológica".

En consecuencia, el país ha "descendido en la jerarquía de la división internacional del trabajo", aunque con el régimen de producción fordista podía afirmar que estaba alcanzando a los países occidentales. Y lo que queda de la industria local depende en gran medida del capital, los suministros y los mercados extranjeros, lo que le hace más vulnerable a los movimientos de capital. Es lo que Marques Pereira llama la "desverticalización" de la industria brasileña, cuya coherencia es más que incierta.

Pero cuando se acaba la bonanza de las materias primas, la única salida desde el neoliberalismo es presionar cada vez más a los trabajadores y al medio ambiente, ya que la productividad está ausente y los recursos del país son escasos.

Por eso, a falta de algo mejor que hacer, el gobierno de Bolsonaro también se ha embarcado en una carrera desenfrenada para devastar la Amazonia, con la idea un tanto vana de aumentar los volúmenes a toda costa para compensar la caída de los rendimientos. Pero este crimen ecológico tiene poco sentido económico. Encierra a Brasil en una dependencia de una droga que lo debilita cada vez más.

¿Es posible salir de la trampa?

Cómo salir de este círculo vicioso que estrangula a Brasil y que además ha provocado una gran crisis política desde 2016 parece una ecuación imposible de resolver. Las relaciones de poder hacen imposible la construcción de un nuevo modelo. La esperada victoria de Lula en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales no parece ofrecer una perspectiva en este sentido. "Brasil es, para mí, el ejemplo prototípico de los límites de una movilización hacia la izquierda cuando ésta se ve bloqueada por las alianzas parlamentarias, pero también por las redes de actores que van desde el Banco Central hasta la patronal y el crimen organizado", resume Marques Pereira.

Saad-Filho y Morais describen en su libro tanto los límites de la política de Lula durante sus dos mandatos, que se basó en el maná de las materias primas, como, una vez que este maná se secó, el fracaso atribuido a Dilma Rousseff de una reforma gradual del neoliberalismo. Su conclusión es clara: "El Partido de los Trabajadores nunca ha roto realmente con el sistema neoliberal de acumulación, [...] ni ha intentado construir una alternativa".

Esto sólo puede llevar al pesimismo a este enorme país. Porque, a diferencia de lo que ocurría en la década de 2000, el neoliberalismo en el que está inmerso se encuentra ahora en una profunda crisis. Así, la reciente subida de los precios de las materias primas ha ido acompañada de una disminución de los volúmenes (la industria extractiva registró una caída del 3,2% de su valor añadido en un año en el segundo trimestre, y la agricultura una caída del 5,4%) y, sobre todo, ha provocado una recesión, ya que ha desembocado en un endurecimiento de los tipos de interés y una caída de los ingresos reales.

Además, el nuevo presidente tendrá que enfrentarse muy pronto a graves dificultades. El real brasileño, como la mayoría de las divisas emergentes, está presionado por la subida del dólar. En seis meses, el dólar ha pasado de 4,6 reales a 5,4 reales, lo que supone un descenso del 17% para la moneda brasileña. Esto es lo que determinó al BCB a actuar con firmeza en los tipos.

La dependencia del capital extranjero y la dificultad de atraer dólares en las condiciones actuales sólo pueden incitar al futuro presidente a preservar el marco neoliberal. Sin embargo, esta preservación requerirá una presión continua sobre las rentas más bajas. Gane quien gane, no es seguro que el próximo presidente pueda o quiera salir de la trampa en la que Brasil está atrapado desde hace décadas.

 

Traducción de Miguel López

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