Elige hacerte amigo del miedo

Retrato de la autora nacida en Izmir, Turquía, en 1973 y columnista habitual en medios como The New York Times, New Statesman o Der Spiegel, además de ser la más leída de su país.

Ece Temelkuran

–Tome, cójame la mano –le susurró a la mujer de mediana edad que se sienta a mi lado. Su cuerpo cubierto de Louis Vuitton abandona toda norma de etiqueta en el mismo momento en que el avión entra en una zona de turbulencias. Está claro que sus manos buscan algo más sólido que los reposabrazos, así que le facilito las cosas. De todos modos, ahora ya debe de resultarle evidente: las turbulencias son mi hábitat natural.

Me agarra la mano con tal fuerza que, ignorando su edad, la sosiego como si fuera un niño pequeño.

–Tranquila. Tranquila. No pasa nada. Sus ojos son de hecho como los de un niño suplicando que alguien le reconforte.

–¿De verdad? ¿Cuánto falta para que aterricemos? Para cuando el avión aterriza dificultosamente en Bruselas, la mujer está apretándome el brazo izquierdo con ambas manos. Pero luego, en los pocos momentos en que esperamos para bajar del avión, su gratitud retorna rápidamente a su rígido yo enfundado en Louis Vuitton. Vuelvo la cabeza hacia otro lado, facilitando así que me evite con comodidad.

Finalmente, antes de desaparecer en su doble, farfulla un “¡Gracias!” que a mí me suena a “¡Que te den!”. Debe de ser por la expresión de su rostro. Una bruja de primera clase –pienso– volando en clase turista. Mi vanidad por haber sido su puntal durante solo diez minutos me hace olvidar que así es como funciona realmente el miedo en las personas. Cuando nos golpea la ventisca del horror, nuestra respuesta humana no es más sofisticada que la de los polluelos que aprietan entre sí sus cuerpos para protegerse del peligro. Instintivamente ofrecemos la mano a quienes tienen miedo, porque todos sabemos, visceralmente, que solo el consuelo de treinta y siete grados de calor humano puede disolver el solidificado ánimo de alguien que está aterrorizado.

Pero luego, cuando el miedo pasa y recuperamos la lucidez, lo primero que hacemos muchos es escapar a toda prisa de la versión de nosotros que se ha revelado en ese momento de temor, porque de pronto nos parece demasiado débil para incluirla en nuestro álbum de selfis interno. ¡Eliminar!

Es el miedo al miedo. Un impulso tan poderoso que ni siquiera nos damos cuenta de lo que hemos perdido cuando eliminamos el miedo de nuestras historias grabadas. Porque son historias que también dan testimonio de la verdad de nuestro frágil yo, y de la profunda belleza de la solidaridad real y espontánea que surge entre las personas en los momentos de temor. Al eliminar esos momentos embarazosos, también eliminamos la amabilidad y la generosidad que nos ofrecen. Si tuviéramos menos miedo al miedo, nuestro álbum de fotos de lo humano estaría completo. Del mismo modo que para ver la magia potenciadora de la realidad hace falta que nos acerquemos lo suficiente a ella, así también debemos elegir intimar con el miedo para poder ver cuánta humanidad incluye de hecho. Al fin y al cabo, teniendo en cuenta el estado del mundo, puede que todos necesitemos esa imagen del miedo en primer plano.

–Tengo miedo.

Mi vecino de al lado en Zagreb es un hombre gigantesco de cuarenta y tantos años. Salvo por el olor a hierba que se cuela en mi piso cada tarde alrededor de las siete, nunca he notado su presencia. Y no lo había visto ni una sola vez en cuatro años, hasta el 23 de marzo de 2020, cuando un terremoto de magnitud 5,3 sacudió Zagreb. Ese día, apenas transcurrida una semana desde el inicio del confinamiento por la pandemia del coronavirus, alrededor de las cinco y media de la mañana me despertó un horrible y ronco crujido procedente de las profundidades del hormigón de mi piso, como si un monstruo estuviera resucitando entre las paredes. Sin apresurarme, repasé la lista de control que había guardado en la memoria desde el terremoto de magnitud 7,6 que vivió Estambul en 1999. ¿Dónde tenía que colocarme? ¿Cómo se hacía aquello del triángulo de la vida?

Mientras mi cerebro abría uno tras otro sus archivos de memoria, decidí que no podía funcionar sin un café. Cuando estaba preparándolo se produjo la réplica. Un segundo café, que me pareció absolutamente necesario, coincidió con la tercera sacudida. Cuando las paredes dejaron por fin de crujir, decidí, con el absoluto desapego de un observador diplomático, comprobar la escalera para ver si se había producido algún daño en la estructura del edificio. Y fue entonces cuando mi gigantesco vecino asomó su rostro.

A punto de llorar, abrió los brazos, murmurando:

“Tengo miedo”. Con mi café en una mano y un cigarrillo en la otra, le di un conciso y afable discurso acerca de los diferentes tipos de terremotos y las tranquilizadoras líneas horizontales de las grietas que se habían abierto en nuestras paredes, y le expliqué por qué aquel terremoto en concreto no era tan peligroso.

Cuando se le aflojaron los músculos de la cara, me preguntó con voz entrecortada:

¿Puedo llamar a su puerta si vuelvo a tener miedo? Sin embargo, pese a las numerosas réplicas, que duraron varias semanas, no volvió a llamar a mi puerta ni una sola vez. De haberlo hecho, habría visto que estaba lista para recibirle, dispuesta a ofrecerle informes tranquilizadores sobre las réplicas y el mejor café de Zagreb preparado con mi cafetera barata. En cambio, por desgracia, desde entonces he tenido que limitarme a sentir su presencia –con su agradable olor a hierba– cada dos horas, en lugar de una vez cada tarde.

Me lo imaginaba como un gigante encogido, sentado a solas, maldiciendo su propia debilidad y el puñetero terremoto –el primero en ciento cuarenta años– que había coincidido con la aparición del coronavirus. Y no dejaban de surgir nuevas razones para que se sintiera impotente y aterrorizado, ya que en el mismo momento en que se produjo el terremoto empezó a nevar copiosamente, y luego, unos días después, Zagreb quedó envuelta en una nube de polvo procedente del desierto de Turkmenistán.

Varias veces tuve que resistirme al impulso de llamar a la puerta de mi vecino y decirle: “¡Eh, tranquilo! Esta es la nueva normalidad. Y solo saldremos adelante cuando nos sintamos cómodos conviviendo con el miedo”.

Solo el consuelo de treinta y siete grados de calor humano puede disolver el solidificado ánimo de alguien que está aterrorizado

Vivimos en una época de constante agitación, y el miedo ya no es un momento pasajero que podemos permitirnos el lujo de eliminar de nuestra memoria. Las distintas crisis globales se multiplican de formas tan diversas que nuestras respuestas a ellas devienen contradictorias.

Terremoto: ¡Salid fuera! Coronavirus: ¡Quedaos en casa! Fascismo: ¡Uníos para detenerlo! Coronavirus: ¡Alejaos de los demás! Nuestra nueva normalidad es como ir en un avión que toca tierra después de un vuelo largo y turbulento solo para volver a despegar de inmediato y repetir la misma aterradora rutina de incertidumbres.

La inflación, mal de todos

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Resulta comprensible que una de las preguntas que oímos con más frecuencia sea: “¿Terminará esto algún día?” Sin embargo, esto es ahora nuestra realidad, y abarca tanto temores propiamente épicos –como el previsible apocalipsis, una tercera guerra mundial u otra pandemia– como también otras inquietudes más innobles: tomates aterradores, genéticamente modificados hasta tal punto que pronto podrían mordernos ellos a nosotros, o un antiguo amante despechado que crea un perfil falso en las redes sociales para mortificarnos el resto de nuestros días.

Este tiovivo del miedo impregna nuestra época de un peculiar Zeitgeist: el de que nuestras vidas han coincidido con el periodo más condenado de la historia. Por otra parte, esa proliferación y variedad de crisis nos proporciona los medios para aprender a controlar cómo debemos actuar cuando tenemos miedo. Cada temor nos ofrece un nuevo fragmento de conocimiento de nosotros mismos –y de los demás– que podemos grabar en la memoria para consultarlo en futuras crisis.

Son piezas del rompecabezas de la humanidad que de manera incesante construimos en nuestra mente. En dicho rompecabezas, una pregunta adquiere relevancia: ¿Cuál es la auténtica medida de nuestro yo y de nuestros miedos en el panorama general de la crisis?

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