La reforma de pensiones en Francia, un símbolo de la crisis de todo un régimen político

Ilustración de Sébastien Calvet

Fabien Escalona y Romaric Godin (Mediapart)

Provocaciones, desprecios, mentiras y garantías de respetabilidad gracias a la extrema derecha. Ese es el particular cóctel que utilizó el Ejecutivo en vísperas de la jornada de movilización del 7 de marzo contra la reforma de las pensiones. Emmanuel Macron, su ministro de Trabajo, Olivier Dussopt, y el portavoz del Gobierno, Olivier Véran, hicieron una serie de declaraciones destinadas a enfurecer a quienes entendían que su proyecto de ley era prescindible, regresivo e injusto.

Esas declaraciones vejatorias, imprecisas o directamente sin sentido son la apoteosis temporal de una gestión desastrosa de esta reforma en el plano democrático. En efecto, para facilitar su aprobación, el sistema parlamentario fue amordazado gracias a la cuestionable utilización del artículo 47-1 de la Constitución. Y el ejecutivo ha negado constantemente toda legitimidad a las masas manifestantes y a los entes intermediarios, los sindicatos, cuyas movilizaciones han confirmado todas las encuestas que atestiguan un rechazo masivo de la opinión pública. 

¿Cómo entender esa obstinada violencia por parte del ejecutivo? ¿Qué sentido puede tener el desparpajo que muestra a la hora de afrontar las consecuencias de semejante episodio? En nuestra opinión, la clave es doble.

Por un lado, hay razones económicas, relacionadas con las inmensas contradicciones desarrolladas por el capitalismo contemporáneo, sumido en una fase neoliberal tardía. Por otro, hay razones políticas, vinculadas a la relación del macronismo con el poder y al "tótem de inmunidad electoral" que cree detentar. Todas ellas se combinan para manifestar y acelerar una peligrosa crisis de régimen, la versión francesa de las dificultades que afectan al conjunto de democracias occidentales.

Escasos recursos de legitimación

Con "crisis de régimen" no estamos diciendo que la V República se esté jugando su supervivencia a corto plazo. Simplemente, sus élites dirigentes atraviesan una humillante crisis de legitimidad que se perpetúa, se enquista, se profundiza y desborda todo el entramado institucional. El resultado es una separación radical "en el cuerpo y en el espíritu", podría decirse entre la sociedad civil y su clase política. Eso tiene el efecto nocivo de alimentar las tentaciones autoritarias y retrasar la preparación colectiva del país para las afrentas de esta época.

La reforma de las pensiones se inscribe plenamente en esta espiral negativa y sus causas, en primer lugar por su aspecto de "ordeno y mando". Los poderes del Jefe del Estado en la V República son exorbitantes, y la práctica de los sucesivos gobiernos ha reforzado esta primacía presidencial. Esta primacía, criticada desde los orígenes del régimen, está cada vez más desfasada respecto a una sociedad cuyas exigencias democráticas han aumentado y que, en cualquier caso, demanda regularmente ser escuchada y participar

Macron ha ignorado ese desfase, repitiendo hasta la saciedad que tenía legitimidad electoral y que eso bastaba para que la reforma fuera aceptable. Eso es olvidar, claro, que, como en 2017, era la única opción disponible para evitar una victoria de la extrema derecha, tras una campaña, por cierto, diluida, durante la cual evitó el debate. Es olvidar también que el electorado en las legislativas del pasado junio le privó de su mayoría absoluta en la Asamblea.

Aunque hubiera ganado holgadamente unas elecciones menos sesgadas, un concepto elevado de la democracia debería hacer de ella un ejercicio continuo, sin reducirla a unas elecciones transformadas en una carta blanca para quienes las ganan. Pero como podemos comprobar una vez más, el presidente sigue impregnado de la cultura "decisionista" y monopolista del poder que ha florecido a lo largo de la V República, y con la que nunca ha tenido intención de romper

El episodio de las pensiones pone en evidencia a un gobierno de concentración neoliberal, [...] que impone su agenda radicalizada a una sociedad que no la quiere

Junto a este arcaísmo institucional, que ya se había hecho patente durante la pandemia, otro factor ha alimentado el divorcio entre la representación nacional y el pueblo, que la reforma de las pensiones ilustra mejor. Se trata de la transformación del modelo económico y social del país en un sentido neoliberal desde hace ya cuatro décadas. Privatizaciones, mercantilización y competencia han oscurecido el horizonte común, alimentado una dinámica desigual y precarizado la vida.

La resistencia a esta marcha implacable ha sido recurrente y masiva, pero siempre sorteada por las grandes fuerzas gubernamentales, antes encarnadas por los socialistas y los herederos del gaullismo. El hecho de que estos partidos se hayan convertido en unas leoneras agotadas, liquidados en cinco años escasos, atestigua la crisis de régimen de la que estamos hablando.

A este respecto, fue reveladora una escena del debate parlamentario sobre la reforma de las pensiones. Fue el momento en que al ex socialista Olivier Dussopt (actual ministro de trabajo, ndt) le hicieron la misma pregunta que él había dirigido en 2010 al ministro de derechas Eric Woerth, protestando entonces contra el aumento de la edad legal de jubilación a 62 años. Trece años después, ahí están los dos, en el mismo gobierno, una especie de "gran coalición" a la francesa, para conseguir que se apruebe cambiar a los 64 años.

Si el episodio de las pensiones ilustra tan bien una V República al límite de sus fuerzas, es porque pone en evidencia la existencia de un gobierno de concentración neoliberal, que reúne a los fieles de primera hora del emprendedor político Macron y a parches oportunistas, obligados a utilizar toda la verticalidad del régimen para imponer su agenda radicalizada a una sociedad que no la quiere.  

¿Por qué es tan malvado el poder?

En definitiva, la reforma de las pensiones de 2023 es la quintaesencia de todo lo que va contra el espíritu democrático y de justicia social del régimen actual. Una vez constatado esto, hay que admitir que se ha traspasado un umbral que es necesario explicar. En el pasado, el temor a las revueltas sociales o a los castigos en las urnas desempeñaba un papel regulador, que parece haber desaparecido del horizonte del ejecutivo.

Si las políticas neoliberales se han impuesto en Francia, no ha sido sin tener en cuenta la oposición de la opinión pública. En 1986, fue abandonado el proyecto de revisión de los regímenes especiales tras la gran huelga de los ferroviarios. En 1994, ante las manifestaciones estudiantiles, Édouard Balladur abandonó el proyecto de "salario mínimo joven". Los movimientos sociales también se llevaron por delante la reforma de las pensiones de Juppé en 1995 y el "contrato de primer empleo" de Dominique de Villepin en 2006.

Los gobiernos podían haber recurrido entonces a otras vías menos propicias a las protestas masivas, como las privatizaciones, la liberalización financiera, la reducción de las cotizaciones o la reforma del seguro de enfermedad. Algunos incluso habían optado por "compensar" el rumbo neoliberal de sus políticas con medidas como una renta mínima de inserción, el mantenimiento de un sistema de seguro de desempleo bastante protector o la reducción de la jornada laboral.

En cualquier caso, esas estrategias contrastaban con la intransigencia y la confrontación directa que hoy escenifica el Gobierno. Macron ya lo había advertido. En su libro-programa Révolution (edit. XO, 2016), se presentaba como la antítesis de esa vía francesa, que habría impedido al país "adaptarse a la marcha del mundo". Pero ha pasado fácilmente de las palabras a los hechos por tres razones principales.  

1. Apoyar los beneficios amenazados

La primera razón es económica, y se deriva del hecho de que la crisis capitalista se ha agravado desde 2020. La continua disminución de las beneficios de productividad y la dependencia del sector privado del apoyo permanente de los poderes públicos son dos de las principales características de esta crisis.

El resultado es una doble necesidad para el capital y sus aliados: por un lado, mantener la presión sobre los trabajadores para que el trabajo poco productivo sea rentable para las empresas; y, por otro, reducir el Estado social para transferir sus recursos al sector privado.

En otras palabras, se trata de disciplinar a los trabajadores para que acepten un trabajo degradado y mal pagado, y de reducir el gasto social para financiar recortes fiscales y subvenciones a las empresas. Para las élites económicas, esas son las condiciones esenciales para que los beneficios y la acumulación de capital puedan seguir creciendo.

Porque la reforma de las pensiones presentada por el gobierno Borne cumple precisamente esas dos condiciones, que además son políticamente inconfesables. Ejercerá una presión adicional de la reforma del seguro de desempleo sobre el conjunto del mundo laboral, al tiempo que liberará recursos para financiar las desgravaciones fiscales adicionales prometidas a los empresarios.

Esa es la razón por la que el ejecutivo se ha reconvertido, en el espacio de tres años, a una reforma "paramétrica" que juega con la edad legal de jubilación, más eficaz para lograr esos resultados, a pesar de que el Jefe del Estado criticó en su día la "hipocresía" de esta palanca.  

2. Proteger el núcleo doctrinal del macronismo

En esas condiciones, la posición de un gobierno entregado a los intereses del capital privado no puede sino endurecerse. Sobre todo porque eso afecta al núcleo identitario de este poder. Desde su llegada al Elíseo, e incluso antes, Macron ha cambiado de opinión sobre muchos temas. Pero se ha mantenido firme y coherente en un punto: el del apoyo sin fisuras a la rentabilidad del sector privado.

Nunca se ha planteado cuestionar las reformas del mercado laboral ni la reducción de la fiscalidad del capital, a pesar de que los estudios de evaluación ponían en duda su eficacia. Si leemos la reforma de las pensiones como la continuación de esa política, comprenderemos mejor la radicalidad del ejecutivo: renunciar a ella sería tocar esa identidad, es decir, su única función política real.

Para el macronismo, hay por tanto algo existencial en la actual reforma. En este contexto, la humillación y la deslegitimación del movimiento social son formas inseparables de esa corriente política. Sus referencias aquí son, obviamente, la represión de Margaret Thatcher de las huelgas de mineros en 1984-1985, y cuando doblegaron a Grecia entre 2010 y 2015.

El objetivo es reducir por todos los medios la resistencia a las políticas favorables al capital, que se reforzarán en los próximos años.  

3. El tótem de la inmunidad electoral

Las circunstancias políticas favorecen este comportamiento de línea dura hacia el movimiento social. En pocas palabras, el gobierno está convencido de que puede evitar un castigo electoral. Lo que moderó el ardor de los gobiernos de los años 90 y 2000 en Francia no fue quizás tanto una convicción, sino más bien el temor a ser expulsados del poder y, en efecto, la alternancia se materializó en varias ocasiones.

Pero la situación ha cambiado. El paisaje político se ha vuelto tripolar, y la izquierda cuenta como un tercero excluido del duelo final entre una derecha neoliberal y una derecha identitaria. En dos ocasiones, Macron ha sido elegido tras un cara a cara con una extrema derecha lepenista rechazada por la mayoría de los franceses y que brilla por su crasa incompetencia.

Todo ocurre como si al bando macronista le bastara con asegurarse el acceso a la segunda vuelta movilizando a una base social compuesta por clases acomodadas y jubilados, ciertamente reducida pero influyente y muy participativa en comparación con los jóvenes y la clase trabajadora. Una vez superada esa etapa, el poder cayó de nuevo en sus manos como una fruta madura, gracias a unos ciudadanos deseosos de evitar una experiencia abiertamente autoritaria y xenófoba.

El macronismo, dotado de instituciones extraordinarias y de un tótem de inmunidad electoral, práctico para servir a los intereses sociales y a la lógica económica que conforman su identidad, lo tiene todo para abandonarse al exceso, lo que los antiguos griegos llamaban "hubris", es decir, el sentimiento de poder desafiar a los dioses sobreestimando su propio poder.

4. Un juego peligroso con la extrema derecha

Sin embargo, incluso en sus arrebatos de prepotencia, el poder sabe que ese equilibrio es precario. El hecho de que sólo obtuviera una mayoría relativa el pasado mes de junio, con una unión de izquierdas que empató en la primera vuelta a nivel nacional, fue un alarmante indicio de ello.

Eso proporciona al ejecutivo una razón estratégica para contribuir activamente a la preservación del tótem de la inmunidad, a lo que hay que añadir una cultura política empobrecida, de una generación y un campo social que no han tenido nada que conquistar democráticamente. Un situación que contrasta con los episodios del caso Dreyfus o del Frente Popular, cuando la burguesía republicana fue capaz de entenderse con la izquierda (¡que entonces era claramente colectivista!) para impedir que el campo reaccionario se apoderara del régimen.

Esa conciencia histórica parece haber desertado casi por completo de las filas del macronismo. Ahora, por el contrario, la izquierda está siendo constantemente demonizada como "extrema", del mismo modo que su supuesta contraparte de derechas, cuando no es incluso más castigada que esta última. Todo vale con tal de que la izquierda nunca represente una alternativa creíble y aceptable, a riesgo de que la derecha identitaria se apodere de este estatus.

Este peligroso juego ya fue visible durante la campaña electoral, cuando se activó la retórica del "peligro rojo". Luego continuó en la Asamblea, con la normalización sin precedentes del Rassemblement National (RN) y sus 89 diputados. Y está surgiendo más que nunca durante la batalla sobre las pensiones, que está precipitando notablemente las tendencias más preocupantes de nuestra vida política.

Las muestras de cortesía en la Asamblea fueron así la ocasión para configurar un "frente de urbanidad" donde se unieron lepenistas y macronistas. Como prueba, cuando un diputado de los Insoumis acusó a Olivier Dussopt de "asesino", este último se emocionó, según Le Monde, por la firme defensa de Marine Le Pen. "Gracias por sus palabras", le habría susurrado el ministro, para luego afirmar tajante y públicamente que "ella era mucho más republicana que muchos otros en aquel momento".

Este episodio ilustra una estrategia generalizada que se está desarrollando en otros ámbitos, por ejemplo en la cuestión del "wokismo". Con ello, el macronismo intenta establecer una forma de dualismo político que cree poder controlar en su beneficio, pero que pone en riesgo indebido a todo el país. Lo ocurrido en Italia, con la llegada de una líder postfascista a la jefatura del Gobierno, ilustra la responsabilidad de las corrientes políticas dominantes en la normalización de la extrema derecha.

Si este juego es tan peligroso, es porque sabotea las condiciones mismas de su perpetuación: ¿cómo hacer un llamamiento cada cinco años a una "oleada republicana", si lo que está "fuera del campo republicano" incluye a los electores que se identifican con la izquierda, y están llamados a votar al candidato neoliberal? 

Emmanuel Macron carga con la responsabilidad, mucho más que la izquierda, de una posible victoria de la extrema derecha.

De hecho, la estrategia de Macron se debilita a medida que se desarrolla. Así que tal vez debería interpretarse de una manera aún más terrible. Si la prioridad de la mayoría presidencial es imponer una política favorable a los intereses del capital, entonces es concebible que ello implique doblegar al movimiento social e incluso marginar a la izquierda política, con el riesgo asumido de una alternancia con la extrema derecha.

Al fin y al cabo, esta última no amenazaría las reformas, ya que acepta perfectamente el marco neoliberal, sobre todo si el movimiento social está permanentemente debilitado. La arrogancia del anfitrión del Elíseo parece basarse en la certeza de "ganar" siempre: o funciona su tótem de inmunidad electoral, o pierde en las urnas, pero sus reformas se perpetúan.

Macron parece retomar de facto la vieja idea neoliberal de "neutralizar" la democracia, que puede encontrarse en Hayek o Friedman. Pero él es, por tanto, mucho más responsable que la izquierda de una posible victoria de la extrema derecha. Ese riesgo es creciente, en la medida en que esta última acumula recursos dentro de las instituciones, y podrá presentarse como un opción frente a la crisis de legitimación que todos los gobiernos han reproducido desde los años ochenta.

¿Cómo salir de esta trampa en la que el macronismo está haciendo caer al país? En primer lugar, resistiendo a la reforma, que ahora es también política y crucial para nuestra democracia. En segundo lugar, manteniendo este movimiento más allá de la posible obstinación del gobierno, para sostener una exigencia de democratización de la economía.

De hecho, las vulnerabilidades del país son numerosas frente al cambio climático, o a los ataques a los modelos políticos pluralistas mantenidos por los regímenes autoritarios, ya sea en el ámbito de la información o jugando con las interdependencias surgidas de la globalización neoliberal. Para ello, es necesario un proyecto, si no apaciguador, al menos integrador y justo, que devuelva las grandes decisiones sobre la producción y la inversión al redil del interés general.

Nueva jornada de protestas contra la reforma de las pensiones en Francia

Nueva jornada de protestas contra la reforma de las pensiones en Francia

La izquierda política y el movimiento social tienen, pues, sus destinos unidos, y el del futuro democrático del régimen con ellos, en esta lucha contra la reforma de las pensiones que adquiere el cariz de una gran batalla política.

 

Traducción de Miguel López

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