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Siria, una revolución que el mundo no quiere

Manifestantes sirios en la ciudad de Idlib, al noroeste del país, celebran, el pasado 15 de marzo, el comienzo de la revolución contra el régimen de Bashar al-Asad.

Luz Gómez

Doce años han pasado desde que estalló la revolución siria, el 15 de marzo de 2011. Casi los mismos que ya dura la guerra. Medio millón de muertos; más de la mitad de la población desplazada (6,9 millones) o refugiada (5,4 millones); un número desconocido de encarcelados y desaparecidos; y el país devastado, con el 90% de sus habitantes viviendo bajo el umbral de la pobreza. Pero Bashar al-Asad y los suyos siguen en el poder. Y ahí seguirán, según apuntan los últimos acontecimientos. El hombre que en 2000 heredó de su padre la presidencia de la República, y que parecía que iba a pilotar una transición democrática en un país que no había conocido nada similar, sino más bien una represión furibunda, ha acabado siendo el mayor sanguinario de la región. ¡Y ya es decir en una geografía donde la proliferación de déspotas solo es equiparable al interés de Occidente en apoyar a uno u otro! En esto, Rusia es tan Occidente como el que más, por no hablar de China, discípula aventajada de todo lo que el capitalismo enseña. En Siria todos han ensayado su propia versión de guerra por delegación. O de “patriarcalismo”, expresión acuñada por Yassin Al-Haj Saleh, el más lúcido intelectual sirio vivo, para explicar el denominador común de cuantos actuan en Siria “por el bien” de los sirios y “anexionan” el conflicto a algo que a los sirios les es ajeno: al-Asad, a Israel; Estados Unidos, Rusia e Irán, al damero de la reordenación de Oriente Medio, sea esto lo que sea; los antiimperialistas occidentales, a su imperialismo casero; los islamistas, a la entelequia sharií; los países vecinos, a su propia supervivencia. Es tal la superposición de intereses que conviene aclarar sucintamente lo que ha sucedido.

El 8 de agosto de 2011, a los cinco meses del estallido popular que dio pie a una revolución pacífica y transversal, el régimen de al-Asad lanzó la primera bomba de barril. La práctica, destinada a aterrorizar y causar el mayor daño posible entre la población civil, se convirtió en algo habitual. Para entonces ya se habían producido las primeras deserciones en el Ejército regular, y había surgido el amasijo de milicias que fraguó en el Ejército Libre Sirio (ELS). Rápidamente la lucha civil y pacífica se transformó en lucha armada. Irán vio en el apoyo incondicional a Al-Asad un camino expedito para su anhelado corredor chií hasta el Mediterráneo. Turquía y los Estados del Golfo Pérsico se aprestaron a apoyar al ELS o a los grupos islamistas. Según avanzaron las conquistas territoriales del ELS, se sucedieron las estratagemas de los asadistas para detenerlas, entre otras cosas alentando la proliferación de grupos yihadistas, sobre todo la expansión del Estado Islámico de Irak y Levante (ISIS, según sus siglas en inglés). Los grupos islamistas conquistaron territorio en 2013, enfrentándose también al ELS y compitiendo con el régimen en brutalidad y represión de la población civil. Raed Fares, periodista y popular revolucionario, asesinado en 2018 posiblemente por los alqaedistas que controlaban Kafranbel, le resumió así a la escritora Samar Yazbek por qué la gente creía al principio que los islamistas eran los únicos que podían librarles de al-Asad: “Tienen dinero, armas y fe”. Fares creó una pequeña escuela de periodistas y revolucionarios, jóvenes que hicieron del humor satírico un arma de combate a través de los grafitis y la radio: cuando en 2016 los yihadistas prohibieron a Radio Fresh FM, su emisora, la reproducción de música, llenaron las ondas de gorjeos de pájaros, graznidos de patos y cacareo de gallos.

El régimen, por su parte, bombardeaba con armas químicas las poblaciones en manos de la oposición democrática. En Guta, en los suburbios de Damasco, el mundo presenció en tiempo real un ataque con armas químicas. Era el 21 de agosto de 2013. Pero la comunidad internacional prefirió mirar para otro lado, y es sabido que una vez rebasados los límites, todo vale. Cuando en 2015 al-Asad pidió auxilio a Rusia, las fuerzas de la oposición estaban a las puertas de Damasco y el ISIS controlaba un tercio del territorio sirio. Entonces fue cuando la guerra cambió de signo.

Cuesta buscar resquicios para la esperanza, para seguir reclamando. A la vista de lo sucedido en Siria y con el resto de las revoluciones árabes, que la justicia y la libertad o son universales o no son

Las bases militares rusas y la operatividad sobre el terreno de las fuerzas regimencialistas entrenadas por Irán facilitaron la reconquista del territorio, del que Damasco apenas controlaba un tercio. Si la resistencia de Guta simbolizó los inicios de la guerra, la caída en diciembre de 2016 de Alepo, la capital económica del país, controlada por la oposición desde 2012, encarnó el fin de la revolución. Lo que vino fue la descomposición de la resistencia democrática, la manipulación de la oposición por terceros países y una guerra civil de intensidad variable. Hoy Rusia e Irán se disputan el protagonismo de los éxitos militares, como si de su propia casa se tratara. La oposición, yihadista o democrática, toda ella atomizada, se ha atrincherado en sus pequeños feudos. El noreste, en concreto las ciudades de Raqqa (antigua capital del califato del ISIS), Qamishli y Hasaka, es para las Fuerzas Democráticas Sirias, que aglutinan a kurdos, árabes y otros grupos étnicos minoritarios en torno a los restos del sueño emancipador primigenio, empañado por la dependencia del apoyo de EEUU y el enfrentamiento con Turquía, la cual vincula a las Unidades de Protección Popular, la milicia kurda, con el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, organización terrorista según Ankara. El noroeste, poco más de la provincia de Idlib, está en manos de los hombres de Hayat Tahrir al-Sham (Órgano para la Liberación del Levante), herederos de al-Qaeda utilizados por Turquía para controlar la frontera y que gestionan cual señores de la yihad el día a día de una población de desplazados cercana a los tres millones de personas.

Catástrofe tras catástrofe

El terremoto del pasado mes de febrero ha venido a sumar una catástrofe de origen natural a la catástrofe de factura humana. La zona más afectada por el seísmo ha sido la región noroccidental, de por sí la más castigada por la guerra. Y aunque el cálculo de muertos, afectados y daños resulta prácticamente imposible en áreas ya devastadas con anterioridad, Naciones Unidas habla de, al menos, 7.500 fallecidos. Pero el terremoto ha sido una bendición para Bashar al-Asad. Así de cruel es la realidad en Siria. El terremoto ha servido para que antiguos enemigos del régimen cuestionen ahora sin rodeos el aislamiento y las sanciones internacionales. Antes de la tragedia sísmica el régimen asadista ya recibía mimos de algunos de los países que le habían repudiado, con los Emiratos Árabes Unidos a la cabeza, que reabrió su embajada en Damasco en 2018. Pero a raíz del terremoto la solidaridad con Siria está sirviendo para allanar el regreso del dictador de Damasco a la esfera internacional. Al menos a la esfera árabe: Egipto, Irak, Libia y Omán han enviado representantes de alto nivel de visita a Damasco, lo cual no sucedía desde 2011. Los rumores de que la Liga Árabe pronto readmitirá a Siria, suspendida de membresía estos últimos doce años, también se han intensificado. El autócrata árabe más reciente, el presidente tunecino Kais Saied, se ha preguntado por el sentido de esta suspensión en un comunicado público de condolencias por el seísmo. Hasta Israel ha aportado su granito de arena dando alas a la vacua retórica antiisraelí de Al-Asad: en plena campaña humanitaria, ha bombardeado el aeropuerto de Alepo, por el que estaba entrando la escasa ayuda.

Por supuesto, ni Estados Unidos ni la Unión Europea son inmunes al giro de los acontecimientos y a la rehabilitación de al-Asad, más bien al contrario. Se aguarda la ocasión que más convenga, si bien la guerra de Ucrania está taponando la suavización de las sanciones que algunos en Bruselas y Washington estaban proponiendo tras la pandemia. Rusia, no Siria, es la cuestión. Una vez más, el patriarcalismo del que habla al-Haj Saleh. Cada vez son menos las voces que recuerdan que, con Siria, Europa se juega su futuro. Quizá porque, por desgracia, el futuro ya está aquí. La erosión de las instituciones de la UE está naturalizando el fin del Estado de derecho en que se basaba el proyecto común europeo. Con Siria, la política de fronteras y el trato a los refugiados ha traspasado límites impensables hace veinte años; digámoslo sin ambages: son xenófobos. Esto nos hace responsables a todos. Cuesta buscar resquicios para la esperanza, para seguir reclamando, a la vista de lo sucedido en Siria y con el resto de las revoluciones árabes, que la justicia y la libertad o son universales o no son tales. Pero es una obligación realista, práctica, no solo moral. En Duma, durante el asedio de 2013, la activista Samira Khalil, desaparecida luego a manos yihadistas con sus compañeros Razan Zaituneh, Wael Hammada y Nazem Hamadi, escribió en su diario: “Mantener la esperanza, aquí, en este lugar que ha sido privado de todos los medios para la vida. Algunos lo logran; otros, no”. Estos días, a pesar de todos los pesares, en el norte y el sur del país cientos de revolucionarios han vuelto a salir a las calles para celebrar los doce años de la revolución. Han coreado las mismas palabras de entonces: “El pueblo quiere la caída del régimen”.

Luz Gómez es catedrática de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Autónoma de Madrid. Su último libro es: 'Salafismo. La mundanidad de la pureza' (Catarata, 2021).

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