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‘20.000 especies de abejas’, un verano vivido en la frontera que huele a Goya

Fotograma de la película '20.000 especies de abejas'.

20.000 especies de abejas empieza con una frontera y acaba con otra. La primera es una división del espacio: la que separa el País Vasco francés del suelo español, donde se encuentra el pueblo al que regresa una familia por vacaciones. Y la segunda, el confín temporal del crepúsculo, que aparta los días viejos de los nuevos, esos que uno puede empezar siendo otra persona. Son, en cierto modo, los dos límites que demarcan el viaje del personaje protagonista de la película, a quien da vida Sofía Otero con una interpretación que le valió el Oso de Plata en la pasada Berlinale cuando solo tenía nueve años, convirtiéndose en la ganadora más joven de la historia del festival.

Escrita y dirigida por Estibaliz Urresola Solaguren, la película —que se estrena en salas esta semana— cuenta cómo, a ojos de sus padres, hermanos, abuelas y vecinas, un niño, Aitor, empieza a lo largo de unas vacaciones de verano a comportarse, vestirse y hacerse llamar como una niña. Y la cuestión de los ojos ajenos no es baladí: solo es ante las miradas de quienes la rodean que la protagonista cortocircuita en esa semana de exploración, renuente a amoldarse a las etiquetas de lo masculino o lo femenino.

La cinta es un amplio recuento de las pinzas que aprietan aún hoy las vidas que se desvían de lo que dicta la norma. Urresola contextualiza esas tenazadas en un pueblo de campo —siempre menos anónimo y más cotilla que una gran urbe— y en las bocas de las generaciones adultas, pero hace bien en detenerse a puntualizar que esa alma policial está dentro de todo y de todos, haciendo una ronda interminable para controlar que nada se salga de los márgenes de lo considerado correcto.

Y en 20.000 especies de abejas aparece la religión como exponente descarado de esa vigilancia celosa de las esencias, claro, pero están también en el ajo todas esas otras tecnologías del sexo y el género que nos patrullan desde chiquitines, de las muñecas de juguete a los carnés de la piscina. Envolviendo dichas estructuras está el lenguaje, quizá la herramienta más perversa en esa labor inspectora, comparada en la película con una tradición escultórica que atraviesa a la familia desde la figura del abuelo, que talló para el pueblo un San Juan robado por enésima vez.

Todos los personajes de la historia están sujetos a esas condiciones —también las mujeres cis, como los soberbios papeles de Ane Gabarain y Patricia López Arnaiz—, pero Urresola prefiere centrarse, desde su visión íntima y cruda, en los avatares de la infancia trans que condensa el trabajo espectacular de Sofía Otero, tan valorado por el jurado del Festival Internacional de Cine de Berlín.

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Entre los miembros de ese jurado que falló a favor de la vizcaína el pasado febrero estaba Carla Simón. La cineasta catalana, ganadora de un Oso de Oro el año anterior, inauguró en 2018 con su ópera prima, Verano 1993, una racha de mujeres premiadas con el Goya a la mejor dirección novel que continúa ininterrumpida desde entonces. Arantxa Echevarría, Belén Funes, Pilar Palomero, Clara Roquet y Alauda Ruiz de Azúa han ampliado la serie y no sería injusto que después de ellas el galardón fuera a parar a Estibaliz Urresola.

De hecho, la conexión de 20.000 especies de abejas con el primer largometraje de Simón es hipodérmica: ambas películas emborronan el tópico del verano de niñez en el pueblo, ruedan una infancia inmersa en procesos de descubrimiento de la identidad propia y fuerzan los andamiajes de la representación madrileñocéntrica en el audiovisual español para asomarse a la periferia de la periferia.

Casi da pudor pararse a anotar cómo algunos clímax en 20.000 especies de abejas parecen venir dados de forma algo precipitada; en la mayoritaria calma, la película es un arroyo finísimo que, aun enfocándose principalmente en el conflicto de Otero, se permite observar también su resonancia en el marco más amplio de la comunidad, que no termina de decidirse entre la angustia por la talla del santo robado y el alivio que da liberarse de un pasado negro. Al fin y al cabo, todos los pasados lo son.

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