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El semestre español: ambición y realismo

Banderas de la UE ondeando frente a la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo.

Pablo Simón

No hay nada más pendular que las predicciones sobre el futuro de la Unión Europea. Si volvemos atrás en el tiempo y nos ubicamos a finales de la década pasada, todo era pesimismo. El Brexit, las cicatrices mal curadas de la Gran Recesión, el retroceso autoritario en los países del este o la crisis migratoria de Siria justificaban la percepción de retroceso. Incluso el caer del caballo y descubrir que los EEUU, entonces con Trump a la cabeza, no iban a ser siempre un punto de apoyo, también sirvió para poner el foco en nuestras debilidades exteriores. Desde 2008 nos metimos en nuestro laberinto y las multicrisis de la Unión corrían el riesgo de atragantársenos. Entre tanto, el mundo no dejó de girar.

Si miramos al tiempo presente es cierto que muchas de estas debilidades no han sido afrontadas, si acaso metidas en el congelador, pero se han atravesado dos shocks nuevos, la pandemia y la guerra de Ucrania. Sin embargo, la respuesta política ha sido totalmente diferente a la de entonces y ha llevado a una percepción bastante más optimista sobre la viabilidad de la UE. Durante la pandemia se recurrió a compras conjuntas de vacunas, se revisaron las reglas fiscales e incluso se logró algo que parecía ciencia ficción: emitir deuda conjunta para poner en marcha los fondos Next Generation. La respuesta a esta crisis fue la inversa a la de 2008 gracias a un aprendizaje fundamental de economía política: si cuando los ciudadanos nacionales lo pasan mal no se recurre a protección social, votarán a partidos que querrán derribar el proyecto.

Con la guerra de Ucrania la respuesta ha sido firme y unitaria pese a que, como esperaba el Reino Unido que pasaría cuando negociase en el Brexit, había alto riesgo de división. Incluso con matices, la posición de respaldo a Ucrania se mantiene, así como el apoyo a las sanciones. Del mismo modo que hoy ya nadie propone un referéndum de salida, que hubo un efecto vacuna derivado de la negociación del Brexit, la invasión de Rusia ha roto tabúes en la discusión europea. Ha hecho que empecemos a hablar de los riesgos de subcontratar la defensa en EEUU, la seguridad energética en Rusia y la capacidad industrial en China. Pese a la incertidumbre que envuelve al conflicto bélico, esta sacudida ha sido una suerte de despertar geopolítico de la UE.

El último semestre del año España asumirá la presidencia del Consejo de la Unión Europea. Ninguna de las ocasiones en las que estas presidencias han tenido lugar hubo condiciones óptimas de estabilidad interna. Las de 1989 y 2002 tuvieron lugar tras sendas huelgas generales, con un panorama social agitado. Las de 1995 y 2010 con gobiernos que estaban en su fase declinante por problemas tanto económicos como políticos. De hecho, de las cuatro, en tres el partido del gobierno pasó a la oposición en las siguientes elecciones (1995, 2002 y 2010), como si se tratara de una maldición bíblica, aunque fuera por causas ajenas a la presidencia. La actual va a tener lugar entre dos convocatorias electorales, con lo que parece que sigue la tónica de hacerlo con el retrovisor de la política nacional puesto, pero también en un contexto internacional muchísimo más complejo que las anteriores.

Asuntos europeos, asuntos de interior

Un punto de partida importante es que hay elementos sobrevenidos que facilitan que España haya cobrado importancia en el tablero europeo. Una potencia media como la nuestra, en un contexto en el que Reino Unido está fuera e Italia tiene a la derecha radical al frente, ha cobrado gran relevancia por su peso demográfico y económico. Además, que el eje franco-alemán dé muestras de agotamiento ha hecho que cobremos centralidad a la hora de armar coaliciones en la UE. Pero el calendario también es importante. El año 2024 habrá elecciones europeas y deberá negociarse de nuevo la composición de las instituciones en su conjunto. Esto hace que nuestra presidencia se convierta en la última útil en términos de trabajo; durante la próxima la lógica electoral comunitaria lo contaminará todo.

Una lección importante que nos dejó la pasada crisis económica es que los asuntos de la Unión Europea hace mucho que dejaron de ser política exterior. Ya son, claramente, política interior. Tal vez el salto adicional del actual gobierno es que España haya pasado de ser un agente pasivo a uno proactivo en la defensa de sus intereses. La propuesta del tope del gas o la negociación de los fondos Next Generation son una prueba de ello. No sólo es relevante que al presidente del gobierno le guste la política comunitaria, también que dispone de primeras espadas como Nadia Calviño y Teresa Ribera, las cuales tienen una potente agenda y experiencia. Este mayor vigor político, sin embargo, no ha solucionado algunos problemas que arrastramos desde hace tiempo. A nivel de cuadros medios y funcionarios en puestos relevantes dentro de la propia Unión nuestra influencia sigue estando debajo de nuestro peso real, algo que requiere una estrategia más decidida de medio plazo.

¿En qué aspectos puede España poner la carne en el asador la próxima presidencia? Quizá uno de los más interesantes por los que se apuesta es por recuperar pie en América Latina mediante la cumbre conjunta Unión Europea-Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños. Este asunto es capital, pero está rodeado de muchas incógnitas respecto a presencias y ausencias, pero también respecto al producto final. ¿Será posible una declaración de mínimos sobre el conflicto de Ucrania? ¿Qué tipo de cooperación puede articularse entre ambas regiones? El desbloqueo del acuerdo con Mercosur parece improbable, pero ¿se pueden abrir otras vías de relación preferente en términos económicos, migratorios o culturales? La penetración de China y el retroceso de países de la UE en América Latina es más que patente en la última década. Es clave que España sirva como un puente transatlántico.

Otro frente relevante es saber cómo quiere traducir España esa idea de la “autonomía estratégica abierta” en el rumbo de la Unión. ¿Implica facilitar la desglobalización recuperando parte de las cadenas productivas? Si tenemos a Joe Biden impulsando política industrial verde en los EEUU, ¿qué margen hay para hacer lo mismo desde la Unión Europea con más vigor que hasta ahora? En paralelo a esto, ¿cómo vamos a profundizar en el pilar de la defensa?, ¿y cómo lo vamos a explicar a la opinión pública? Casi ninguna de estas preguntas puede ser respondida en solitario, pero su planteamiento es obligado cuando se dibuja en el horizonte el diseño de las nuevas reglas fiscales. Cualquiera de estos asuntos es imposible de abordar sin hacerlo en paralelo a la discusión de normativa comunitaria, pero también de suficiencia financiera.

Quizá el sello más propio que se puede abordar desde la presidencia española es el darle un carácter social. Desde luego la protección de los derechos de asilo y refugio son una pata clave, pero este tema es enormemente divisivo en el Consejo y quizá los avances sólo puedan ser tímidos. Sin embargo, en cuestiones como infancia, educación o discapacidad, hay margen para propuestas más creativas e integradas. En este sentido, la presidencia debería ser el momento clave para impulsar la directiva de diligencia debida, la cual obligará a las empresas a prevenir, eliminar y mitigar los efectos negativos en los derechos humanos y el medio ambiente que puedan causar sus actividades, de sus filiales y de sus cadenas de valor. Este último es uno de esos pequeños pasos que da la Unión Europea, con frecuencia invisibles, que sirven para avanzar en la defensa de sus valores.

Así y todo, la presidencia española del Consejo tiene el derecho de ser ambiciosa, pero la obligación de ser realista. Nuestra opinión pública siempre ha sido claramente europeísta y el contexto, pese a la incertidumbre internacional, es favorable para que los intereses de España y de la propia Unión estén alineados. En todo caso, no debería olvidarse que la presidencia sueca ha avanzado poco en los asuntos pendientes esta legislatura, así que cerrar los expedientes abiertos debe ser la prioridad sin dispersar en exceso los esfuerzos, siendo pragmáticos. Culminar dos o tres grandes líneas estratégicas son un balance más que digno.

Es inevitable que el Gobierno emplee la presidencia como un trampolín electoral de cara a las elecciones generales*. No me resulta un hecho reprochable, cualquier gobierno lo haría, más allá de que pueda tener un rédito electoral limitado. Sin embargo, este hecho y la sobreactuación que traerá consigo no debería contaminar la agenda del semestre, no debería hacer que la ambición promocional al interior le despiste de tener objetivos aterrizados y realistas. El gobierno deberá buscar un equilibrio entre ambos y hacer un ejercicio de contención. De no ser así, España habrá perdido la enésima oportunidad de jugar el papel que le corresponde en la Unión distraída por su mirada de corto plazo. Creo que ni nosotros ni Europa se lo puede permitir.

[Este artículo se publicó originalmente en la revista tintaLibre del mes de junio y fue escrito antes de que el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, decidiese anticipar las elecciones generales]

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*Pablo Simón (Arnedo, La Rioja, 1985) es politólogo, comentarista político y profesor universitario.

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