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Margaryta Yakovenko: “Toda la vida voy a ser una inmigrante”

La autora hispanoucraniana durante un debate sobre fútbol femenino en 2022.

“Escritora, periodista, inmigrante”, pone en su perfil de Twitter. ¿Lo de inmigrante forma parte del ADN, aunque lleve 23 años en España? Porque afirma: “Nunca he dejado de ser inmigrante”.

Yo creo que no, y además reivindico esa palabra, porque durante estos años hemos ido perdiéndola a favor de otras como migrante, y no me gusta. Inmigrantes es lo que somos. Toda la vida vas a ser un inmigrante, aunque hayas crecido aquí. Y si tus rasgos no coinciden con los de la población local te van a hacer sentir inmigrante igualmente.

Pero usted puede parecer murciana sin problema.

[Ríe] No físicamente. Ya me gustaría. Pero bueno, es lo que toca.

Dice Jhumpa Lahiri: “Nadie es de un lugar. La identidad o la pertenencia son construcciones sociológicas”. ¿Lo comparte?

Pues te diré una cosa. Yo nunca me había sentido tan ucraniana como me siento desde que empezó la guerra. Veintitrés años aquí y yo había reivindicado mucho mi españolidad, sea eso lo que sea. Y cuando el 24 de febrero [de 2022] empezó la guerra, sentí que no era española, o no lo era completamente. Nunca he dejado de ser ucraniana, aunque parecía que me estaba adaptando.

Pues si va de ucraniana no me cite en una taberna que se llama El Burladero, llena de carteles taurinos, banderillas y trajes de luces.

Es que nací en un lugar, y me va a seguir marcando de por vida.

¿Qué toro cogería por los cuernos?

Probablemente el toro del racismo.

También dice Lahiri: “La literatura está basada en el acto de cruzar fronteras”. ¿El viaje, el traslado o la huida espolean la imaginación o pueden adormecerla?

La espolean, al menos en mi caso. De hecho, si no cojo un tren una vez al mes me cuesta muchísimo escribir. Necesito el movimiento constantemente, y eso está muy presente en mi libro. Yo no sé si es porque de pequeña me trajeron aquí o ya formaba parte de mi ADN sin que yo lo supiera. Y eso que mis padres no se han movido, siguen en Murcia. Yo he sido la que ha ido viajando por España. Me parece básico para imaginar, para pensar, para conocer.

No sé si “nadie es de un lugar”. Pero llegar a finales del siglo XX a Los Alcázares desde Ucrania con siete años seguro que imprime carácter.

Probablemente sí, porque carácter murciano tengo. El ¡acho! lo sigo diciendo. Es una palabra comodín en el murciano. La usamos como sorpresa, como enfado.

En su novela, ‘Desencajada’, hay una niña en un andén, de la mano de su madre, que lleva un macuto con ruedas. Están abandonando Ucrania con un visado que le han dicho que es un regalo: “La migración como regalo”. ¿Esta frase es una posibilidad o un disparate?

Creo que sigue siendo un regalo, al menos percibido como tal por mucha gente a día de hoy, aunque está muy lejos de serlo. La mayor parte de las veces es un momento traumático, complicado. Incluso cuando te vas con un puesto de trabajo a un sitio mejor estás dejando atrás muchas cosas. Para mí no es un regalo, pero no puedo decirte que no me haya beneficiado de ella. Es un poco un regalo envenenado, porque tú lo abandonas todo, pero soy muy consciente de que tengo una vida que en Ucrania, y mucho menos ahora, no podría mantener. Los jóvenes dicen: ahora vivimos peor que nuestros padres. No, yo vivo mejor que mis padres, por suerte. Pero porque mis padres tuvieron que hacer un esfuerzo enorme y vivir un gran trauma al abandonar su país para que yo pudiera vivir mejor.

Dice que siempre llora al releer ese pasaje. ¿Le produce desgarro su infancia?

No considero que tuviera una infancia feliz. Tuve que hacerme mayor muy pronto, para lo que se acostumbra en un país occidental europeo. Me produce desgarro pensar en ella y me produce una gran factura psicológica en cuanto a dinero también porque sigo tratándome traumas infantiles.

Luego hablaremos de sus psicólogos, que están presentes todo el rato.

Constantemente.

Sus padres fueron emigrantes económicos, no políticos, no desplazados. ¿Eso cambia o matiza el cariz del desarraigo?

A nosotros nos ha pasado una cosa curiosa. Llegamos aquí hace veintitrés años, y hace justo uno vinieron seis miembros de mi familia, mis tíos y mis primos, huyendo de la guerra. Las dos familias somos inmigrantes, pero veo que ellos tienen una situación que les ha marcado. La guerra hace muy distinta la forma en que lo hicimos nosotros. Incluso los migrantes económicos eligen irse del país. Pero los que huyen de una guerra probablemente no sean tan conscientes de que se van porque no les dejan otra opción. Cuando escribí el libro, en 2020, no lo veía tan claramente, porque para mí todos eran inmigrantes, y yo decía que a los económicos no nos iban a considerar nunca como personas que son también refugiadas, porque en su país no tenían qué comer. Ahora sí que veo que cuando eres un inmigrante procedente de un conflicto armado–no sé los políticos, porque no me he enfrentado a ningún caso cercano– es mucho, mucho más doloroso irse. No terminas nunca de acostumbrarte, estando más presente allí que aquí.

¿Qué significa tener un pasaporte español?

Eso sí que es un regalo. Mucha gente no lo valora, pero tener la entrada libre a esos más de 180 países del mundo es un regalo. Poder moverte con libertad por el mundo. Que no te paren en las fronteras. No tener que pedir visados. Es increíble. Que no te miren como si fueras un ciudadano de segunda fue para mí el paso definitivo a sentirme con libertad en este país. Antes de eso sentía que tenía muchos deberes, pero no tenía derechos, derechos a reivindicar ciertas cosas. Ahora, desde 2019, siento que sí los tengo.

¿Cómo ve la política migratoria de la UE y de España? ¿Europa es un lugar de asilo o de rechazo?

Creo que sigue siendo el mejor lugar del mundo al que poder emigrar, a pesar de que pueda hacerse a otros países desarrollados –se me ocurren Australia o Estados Unidos– que no tienen unas políticas migratorias tan acogedoras como Europa. Aun así, creo que podríamos mejorar muchísimo, sobre todo a nivel estatal. Yo el racismo no lo he sentido a nivel de la calle, ni en la escuela ni en mi lugar de trabajo, pero sí por parte del Estado. El racismo institucional de que tienes que esperar diez años para presentar tus papeles para hacerte nacional, no puedes acceder a ciertas becas, te van cortando los caminos. Parece que los inmigrantes y sus hijos solo tengan la opción de trabajos poco cualificados, no llegar a recibir ciertas becas, no llegar a ciertos puestos. Y evidentemente no soy una persona que ha venido de África, ha tenido que hacerse el camino del Sáhara y ha tenido que subirse a una patera, por suerte. ¿Europa es un lugar que acoge? Sí. ¿Podría ser mucho mejor? Yo creo que nos merecemos todos que Europa sea mucho mejor en cuanto a acogida de emigración de otros países. Lo hemos visto con la guerra de Ucrania, pero no con otras guerras.

La tragedia de la valla de Melilla de junio de 2022 no dice mucho a nuestro favor.

Eso fue un horror, y creo que no se ha respondido todavía políticamente por lo que se hizo. Que exista esa valla es una animalada. Y la política de Italia ya la estamos viendo con Meloni. Terrible. Y los campamentos en Grecia son terribles también, y los de Francia. Ahí es donde me pregunto si es verdad que no podemos hacer un esfuerzo mayor como gobiernos, no como ONG. No creo mucho en el trabajo de las ONG en cuanto a mejorar la vida de los demás, porque pienso que eso es una responsabilidad de todos y una responsabilidad estatal. Tendría que ser un compromiso político.

En referencia al título de su libro, ¿es distinto estar desencajada que desencajado?

Sí. Lo estoy viendo ahora con mis tías. Mis tíos tienen trabajo y ellas no. Ellos lo consiguieron a las pocas semanas de llegar, sin hablar el idioma, sin absolutamente nada, con una facilidad pasmosa. Ellas llevan el mismo año aquí y, aunque sepan mejor español, nadie las contrata. Hay unas edades –tienen cerca de 50, no es una locura– en las que no hay puestos disponibles para las mujeres. Son las que menos cobran. A una le ofrecieron trabajar en un chiringuito catorce horas por cincuenta euros al día. Son los precios que ningún español querría aceptar. Es más difícil siendo mujer siempre.

¿Por qué no le gusta hablar de patrias?

Porque me cuesta identificarme con ese concepto. No sé lo que significa. No me lo han enseñado en mi casa. Y no creo que sea algo que aprendas en la calle ni viendo la tele. Creo que es un sentimiento como el de pertenencia a un equipo de fútbol, algo que viene de dentro. Y en mi casa no tenemos ese concepto.

Ni equipo de fútbol.

Tampoco. No nos gusta el fútbol a ninguno. Mi hermano juega al baloncesto y mi padre no ha visto un partido de fútbol en su vida. No tenemos ni patria, ni bandera ni equipo de fútbol.

Su mirada sobre lo que está ocurriendo en Ucrania tiene que ser necesariamente especial. Y ha dicho: “No me cuesta nada imaginar qué pasó en la Alemania nazi para que todo el mundo comulgara con las ideas de Hitler”.

Me cuesta mucho entender que un país tan grande como Rusia sea incapaz de parar a una sola persona

No me cuesta nada viendo ahora a Rusia… Sí me cuesta mucho entender que un país tan grande sea incapaz de parar a una sola persona. Pero al mismo tiempo veo que son más de veinte años de lavado de cerebro. Mientras el resto de Europa iba desarrollándose ellos se quedaban donde estaban. He leído una entrevista superinteresante a la presidenta o primera ministra de Estonia que decía precisamente eso, que Rusia sigue teniendo la sensación de que la gloria solo se va a conseguir a través de una guerra, porque es lo que se ha ido difundiendo desde la Segunda Guerra Mundial, a costa de todas las muertes que ha habido.

Imagino que tendrá un cierto conflicto al hablar ahora de Rusia. Con su abuelo prorruso muerto en esta guerra, siendo el ruso su lengua materna…

En casa hablamos en ruso. Hemos intentado que no sea así, pero es lo que decía de las patrias… Mis padres se fueron de un país que acababa de nacer. Y no entienden la Ucrania que se ha creado, porque tenían una visión muy particular de una Ucrania prosoviética. Y a lo largo de los años, mientras íbamos viajando a Ucrania cada verano, veíamos cómo se iba desarrollando y, evidentemente, para ellos era un choque, porque no era el mundo que les habían enseñado.

Hay quienes, como Podemos en España, se muestran contrarios a armar a Zelenski y hablan de una solución exclusivamente negociada. Usted ha dicho: “Me hace mucha gracia esa gente que apuesta por la diplomacia para lograr la paz. Pero no podemos fiarnos de un tirano que no ha respetado ninguna norma internacional”. ¿La tesis diplomática es inviable, ilusoria?

Con Putin, sí. Yo creo que no nos podemos sentar en la misma mesa que él, porque estaríamos aceptando sus condiciones. No se pueden aceptar las condiciones de un tirano. No podemos rebajarnos a ese nivel. Tratar con él es rebajarse. Ya ha sido declarado criminal de guerra. ¿Por qué vamos a sentarnos en la misma mesa que un criminal de guerra? No me parece que sea justo defender esa opción diplomática.

Cree que esta guerra solo tiene solución militar.

Eso parece. Y es muy triste, porque la gente que lo está sufriendo son los ucranianos. Ellos son los que están poniendo los cuerpos en esta guerra, no los rusos.

Han señalado que su libro, ‘Desencajada’, alberga dos decepciones: la de la URSS en el siglo XX y la de Occidente en el XXI. ¿Usted no se halla?

[Ríe] A lo mejor es que vivo decepcionada permanentemente. Creo que nos pasa mucho a las personas que acabamos creciendo entre dos países, que nos cuesta identificarnos y encontrar nuestro lugar. Dos países distintos, aunque ambos capitalistas. Porque Ucrania ha sido capitalismo salvaje después de la Unión Soviética, de lo más salvaje que yo he visto en mi vida. ¿Me cuesta encontrarme? Sí. A día de hoy todavía me cuesta.

Ha comentado que, después de la perestroika, en Rusia, y supongo que lo mismo en Ucrania, no quedaba nada para comer. Gorbachov fue más apreciado fuera que dentro. ¿Cómo lo vivió su familia?

Mi familia odia profundamente a Gorbachov. Yo le tenía un respeto muy grande, porque, como persona que se ha educado en Occidente, que ha podido leer sus libros y ver cómo había sido ese momento, lo percibo de una forma completamente distinta a como lo perciben mis padres. Ellos vivieron ese momento, en el que su dinero eran papelitos, como ha pasado en Venezuela o en Argentina. Y creo que el sistema que teníamos no estaba preparado para alguien con unas ideas tan avanzadas como Gorbachov. Él no quería el fin de la Unión Soviética, sino dar un poco más de libertad y democracia. Pero no lo consiguió, porque la gente no estaba preparada. Después de más de setenta años de Unión Soviética no les habían educado para eso. Y lo hemos visto también ahora en Rusia. La gente no está preparada para alguien que no sea Putin.

Si Rusia ha sido una de sus dos decepciones, ¿qué frustración le supone este Occidente que le ha tocado vivir en España, donde ha estudiado, vive y trabaja?

No me gustan mucho la frustración ni la autocompasión. Me cuesta mucho entender también ciertos discursos de gente de mi edad, como el de que vivimos peor. No me identifico mucho con eso tampoco. Soy palomita suelta.

Hablaba antes del racismo o la xenofobia institucionales. ¿Los percibe mucho en España?

Sí. Si vas un día a Extranjería a ver cómo tratan a las personas que vienen a renovarse el NIE te das cuenta de que no son ciudadanos de primera. Para nada. Y muchas veces me ha pasado que yo, como formaba parte de ese conglomerado de terceros países –los países que fueron colonias tienen unos tiempos para recibir la documentación; los que son Unión Europea tienen otros y luego los terceros países, el sur, todo África, el Este de Europa son los terceros países–, cuando llegaba a renovar el NIE los policías me decían que pasara sin hacer cola. Yo les decía que no, que no era de la UE y que tenía que hacer cola con el resto. Pero ellos querían tratarme mejor por ser blanca y rubia. Querían salvarme de esa cola, porque me veían europea. Y eso es doloroso, sobre todo para la gente que no aparenta serlo.

Hace reiteradas referencias a sus psicólogos. ¿Se pasa el día en el diván?

Me paso el día en mi propio diván. Más de una vez he iniciado terapias con distintos psicólogos que no me han funcionado, porque ya me había autoanalizado yo tanto que estaba perdiendo el tiempo con las sesiones.

Vaya. Se lleva el diván de casa.

Sí. Excepto una persona que sí que me ha ayudado a lo largo de la vida en ciertos puntos, el resto de los psicólogos con los que me he encontrado por desgracia no han podido hacerlo. Me he dado cuenta de que yo había hecho un trabajo interno tan grande que ellos no estaban dispuestos a partir de ese punto, sino que querían remontarse a algo que yo no quería y no me funcionaba.

¿Ha tirado la última llave de la casa de sus padres, como la protagonista de su libro?

Yo no tengo casa en Ucrania. Tengo la de mis abuelos. Por desgracia, mi abuelo murió durante la guerra y no hemos podido heredar adecuadamente la casa, ni visitarla, ni recoger fotos, ni ir al funeral. Esa casa ahora es de mi padre, pero ni siquiera está oficializada. Es tener una casa que no sabes si mañana va a ser destruida por una bomba. Y en Murcia no tengo llave de la casa de mis padres. A ellos les duele mucho, pero siempre les digo que no es mi casa, es la suya.

No va a tener una llave como algunos sefardíes, que guardaban las de sus casas de Toledo desde finales del siglo XV.

Ya me gustaría. Pero fíjate que tampoco me parece tan importante tener un lugar físico. Yo creo que el hogar al final lo acabamos llevando con nosotros. Siempre he pensado que cuando se murieran todos mis abuelos dejaría de ir a Ucrania, y probablemente sea así, porque ya no me quedará absolutamente nada. Aunque tenga casas. No le veo el sentido. Suelen decirme que ahora hay zonas de Ucrania a las que puedo viajar, pero no me interesa. ¿Qué tengo que ver yo allí?

Sobre todo usted, que no tiene ni patria ni equipo de fútbol.

[Ríe] Ahora soy un poco del Madrid. Por la parte conyugal que me toca.

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