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"Decían que era 'el paraíso' pero nos devoraron los mosquitos y la playa estaba llena de escombros"

Imagen de la zona de Los Caños de Meca - Zahora.

Ángeles Bazán

Si Cádiz es un paraíso, la propuesta que encontré en internet era "el" paraíso. Un lugar exclusivo, un oasis a pocos metros de una playa salvaje y pegado a una laguna en la que recalaban flamencos y otras aves migratorias. Un oasis con vegetación exuberante y con las zonas residenciales decoradas con esmero. Visillos alrededor de camas con dosel, confortables cojines en hamacas en muchos rincones. Desde luego, el reportaje justificaba el elevado precio.

Llegó la hora. No fue fácil encontrar Entre Armonías, que así se llamaba. En un poblado polvoriento ilegal entre Barbate y Zahara. Al entrar, mucha vegetación, pero algo descuidada. Mangueras por el suelo, una piscina llena de hojas... pero bueno. Los alojamientos, muy limpios y bonitos. Pero ningún velo en las camas, ni cojines ni colchonetas en el porche. Puro cemento (la pandemia fue buena excusa para muchos). 

No cundió el desaliento. Nos dispusimos a tomar un primer gin tonic al atardecer con vistas a la laguna. Antes del primer sorbo ya nos habían devorado los mosquitos. A partir de las cinco, para salir de la casa había que disfrazarse de comando y pertrecharse de insecticidas, velas de citronela, raqueta eléctrica. Y ni así. También hubo que renunciar a cenar en el porche. No importó, decididos a descubrir al día siguiente la prometedora playa salvaje. Esa noche no tardamos en saber que el sitio era irregular. Se fue la luz, la primera de las ocho veces, en dos semanas. Cuando la tercera vez nos pilló con la nevera llena de pescados nos convencimos de que lo mejor era comer y cenar fuera. ¡Qué dolor tener que tirar el atún!

Segundo día. Vamos a la playa. A veinte metros. Salimos de la casa a las 12:00. Hasta las 12:30 no conseguimos cruzar. Todos los coches de Cádiz habían decidido pasar por allí. ¿La playa? Salvaje. Con cristales, escombros... y ñordos de caballo. Vista la salvaje, a las civilizadas playas de Zahara retrasando lo más posible la hora de volver.

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Esta segunda noche descubrimos que los alrededores eran terreno militar. Y los militares hacían prácticas. Por la noche. Tres veces en semana. No digo más. A los perros del vecindario no debían gustarles las explosiones, los helicópteros... La policía local, muy amable, dispuesta a tomar medidas hasta que digo dónde es. Allí no van.

Menos mal que veníamos de pasarlo muy mal durante la pandemia y nos lo tomamos con humor. Muy negro, a veces. El colmo de la risa era cada vez que hablaba con la dueña. ¡Qué pena! Todo desgracias. Siempre acababa consolándola yo. Los míos me prohibieron volver a llamarla. Si sigo, ¡le pago unas vacaciones! A mí es que me entran por la pena.

Me callo muchas cosas para que no parezca que soy tonta del todo. Pero el caso es que conservo las fotos de las mesas de hierro oxidadas, los muebles de madera mohosos, desvencijados, las telarañas por doquier. El pilón lleno de colillas. El sitio, cuidado, sería otra cosa. Quizá parecida a la que siguen vendiendo en la página web. Todo idílico.

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