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"Quiero que mi esqueleto permanezca aquí durante siglos, que los excursionistas vengan a verlo"

Barranquismo en el río Vero.

Alfredo Pérez Sánchez

Cuando se abre el ascensor, ella pasa delante pero se queda casi en la puerta, mirándose en el espejo y obstruyéndome el paso con su mochila. La empujo a un lado y se vuelve a mirarme con un gesto de reproche. Meto la llave para bajar al garaje, se cierran las puertas y ella sigue a la caza de alguna arruga incipiente. No bajo mucho al garaje, apenas utilizo el coche porque no me gusta conducir. Y siempre, cuando bajo, el descenso se me hace demasiado largo. Una vez rebasada la planta calle, empiezo a temer que, cuando se abran las puertas, una nube caliente dé paso a un hombre colorado vestido como un jefe de planta de El Corte Inglés que me da la bienvenida al infierno como mi nueva residencia permanente.

Pero hoy esa no me parece una mala alternativa, frente a lo que me espera. Y es que ella ha decidido que debemos salir de nuestra zona de confort y ha reservado plazas para una experiencia, como a ella le gusta llamarlo: el descenso de barrancos en el río Vero. Ella conduce y habla y su monólogo tiene aún más vericuetos que la propia carretera de montaña. Que ya verás lo bien que lo pasamos. Que Luis y Ana lo hicieron y se lo pasaron chupi. Que, claro, Luis no es como tú, es más lanzado. Que ya verás cómo esta experiencia nos cambia la vida.

En el punto de encuentro se congrega un grupo de gente joven y entusiasta, gente que flipa con sus flipes y con sus descargas de adrenalina. Y yo ya no soy joven, ni entusiasta ni tengo adrenalina que descargar. Soy pícnico, sedentario, apenas sé nadar y me horroriza lanzarme al vacío. Los chicos me estrechan la mano como lo hacen los deportistas, no como lo hacemos los empleados de banca. Las chicas me dan besos que no me rozan. Nos presentamos: Elena y Carlos, venimos de Zaragoza. Asier, el guía, nos anticipa lo bien que lo vamos a pasar mientras saca de la furgoneta unos trajes de neopreno. Asier me mira de arriba abajo para evaluar mis proporciones y me elige una talla XXL.

A medida que pasa el tiempo disminuyen mis posibilidades de huida. Si me pongo el maldito traje ya no habrá vuelta atrás. Pero me dejo llevar por el entusiasmo ambiental y, sin darme cuenta, ya me estoy enfundando en esa piel de goma que me transformará en héroe anfibio. Paula, una esbelta y fibrosa colega de Asier, se percata de que tengo dificultades a la altura de la barriga. Se me acerca y, con amabilidad profesional, me recomienda que me tumbe en el suelo, que expire, que encoja la tripa. Elena está siendo innecesariamente atendida por Asier, que viste una camisa de cuadros arremangada para lucir un tatuaje maorí. Ya estamos todos embutidos y el divino Asier todavía está prodigando zalamerías a Elena quien, objetivamente, es la más atractiva de las chicas y por tanto su objetivo a batir. Asumo que estoy en desventaja. Nada que hacer frente a sus ojos verdes, su barba al dos y su trabajada sonrisa de manual del seductor. Y, para colmo, se quita la camisa y exhibe su torso cincelado y broncíneo, en el cual descubrimos que el decorado polinesio se extiende hasta el omóplato. Elena lo mira embobada, ajena a mi existencia.

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Asier, ya enfundado de neopreno naranja, toca palmas para congregar a los discípulos y explica de corrido el plan del descenso: encontraremos dos o tres rápeles, saltos, toboganes, sifones y un increíble y profundo pasillo estrecho. En dos o tres horas llegaremos al final del barranco, donde encontraremos una zona de saltos. Todos aplauden y lanzan grititos entusiastas. Todos menos yo, que todavía me estoy preguntando cómo he cedido una vez más, cómo seré incapaz de salir corriendo, cómo a estas alturas todas mis alternativas están entre el ridículo y quién sabe si la muerte. Y con esa tenaza en la garganta, me uno a los aplausos y levanto el puño, uh, uh. Morituri te salutant.

Subimos a la furgoneta que nos llevará al inicio del barranco. Elena parece reparar en mi existencia y se sienta a mi lado y me dedica una mirada de ya verás qué bien, aunque no sé yo si tú… Mientras conduce, Asier desgrana las maravillas del paisaje y anticipa los retos a superar. Porque la vida es lucha, pienso. Y se supone que lo que hago aquí es luchar. Luchar por el respeto de Elena, por recuperar lo que tuvimos. Eso que, ingenuos, llamábamos amor. Engancho el mosquetón y me voy deslizando. Hay poca luz abajo y se oye el rumor del agua. Pienso si el infierno de los hidrofóbicos será un lago, un mar, un balneario. El agua es poco profunda, chapoteamos y seguimos adelante. Luego, un rápel, un descenso lento y mayestático, como Satán tomando posesión del infierno.

Bajo agarrándome a las rocas húmedas, me hiero las manos, me rompo las uñas pero no importa. Para eso, para romperme la crisma, he salido de mi zona de confort. Elena parece feliz, ríe y grita como una imbécil. Y Asier está muy pendiente de ella. Cuidado, agárrate ahí. No, así no. Ven, te sujeto. Supongo que es más importante que ella llegue a la cama sin rozaduras que yo perezca atrapado entre las rocas. Sus manos suaves valen más que mi vida, siempre lo supe. Y ahora tenemos que saltar. Nada, solo son cuatro metros y la poza es profunda. Solo tienes que caer en medio. Niego con la cabeza: no, yo no salto. Venga, hombre. No, no soy un hombre. No ese tipo de hombre. Asier, condescendiente, me propone que me deslice con la cuerda. Elena se me acerca: joder, Carlos, siempre dando la nota. Joder, Elena, vete a la mierda. Y me deslizo como un fardo de vergüenza, ya no importa si el río sigue, si el barranco tiene salida. Una vez abajo, desengancho mi arnés y me siento en una roca. Yo me quedo, les digo. Quiero que mi esqueleto permanezca aquí durante siglos, que los excursionistas vengan a verlo. Que tengan una experiencia.

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