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‘Campeonex’: casi el mismo reparto, la misma trama y ¿los mismos compromisos?

Imagen promocional de la película de Javier Fesser.

Campeonex ya es el mejor estreno español de 2023. La cinta de Javier Fesser es una secuela de Campeones, la amable comedia sobre un equipo de baloncesto integrado por personas con discapacidad que se hizo con el premio Goya a Mejor Película en 2019. Y como tal, continúa aquel primer fascículo de lo que ya es toda una franquicia —con remakes internacionales incluidos— de la forma más directa posible: con prácticamente el mismo reparto, la misma trama y los mismos compromisos.

Ver Campeonex es, en fin, asistir a un desfile de compromisos adquiridos. Los hay, además, de tres tipos. Están los contraídos con la película original: como Campeones, esta segunda parte no es virtuosa en nada en concreto y le abundan los clichés. En esta ocasión, en cambio, el deporte en el que compiten los protagonistas no es el baloncesto, sino el atletismo. La culpa es de una entrenadora novata, Cecilia (Elisa Hipólito), que viene a sustituir al personaje de Javier Gutiérrez de la primera entrega.

Los segundos compromisos son todavía más evidentes, casi pagarés audiovisuales. Se los cobran la Policía Nacional —blanqueada en la película hasta el rubor, dado el importantísimo papel que juegan los cuerpos de seguridad a la hora de patrullar la norma social— y el club Movistar Riders, que patrocina la película. El branding del equipo de deportes electrónicos es omnipresente durante el eterno clímax del filme, que convierte el partido de baloncesto de la primera entrega en una extenuante competición híbrida.

Otros compromisos no son tan obvios, pero no por ello dejan de figurar. Por ejemplo, la fijación de la película con los taxis, auténticos leucocitos de las arterias de Madrid, que es insondable: está al nivel del peso dramático concedido a las grúas de Nueva York en The Amazing Spider-Man.

Sin embargo, las complicidades fundamentales de Campeonex son las invisibles. Aquí cae, claro, el compromiso con las estructuras. La mirada que Fesser lanza al mundo de las experiencias de la discapacidad es estrictamente individual. Así, el cineasta puede permitirse seleccionar solo determinadas historias aisladas, todas diseñadas para desmontar prejuicios sin dejar de hacer sentir bien, y reunirlas después. Si en la primera película la cara de circunstancias perpetua de Javier Gutiérrez contribuía a revelar una dimensión más violenta bajo esa construcción de feel good movie, en Campeonex todo rastro de conflicto real se difumina.

Fesser hace en esta película de la desproblematización su bandera. La aproximación biempensante que impregna este díptico cinematográfico sobre la discapacidad pretende humanizar, pero termina haciendo lo contrario

Uno de los pocos momentos de violencia capacitista explícita que recoge la secuela tiene como blanco a Brianeitor, un joven streamer con atrofia muscular degenerativa con espina bífida que interpreta a Brian, a uno de los nuevos fichajes del equipo. La pareja de la hermana de Brian practica un claro maltrato sobre él y sus compañeros, pero el problema parece solo suyo. En Campeonex, el cuñado no es capacitista como síntoma de unas estructuras que nos envuelven y disciplinan en la normatividad a todos —desde la informática inaccesible hasta las escaleras sin rampa—, sino porque él, en concreto, es un gilipollas.

Quizá por no basarse en un material de partida con el que comparar, la franquicia Campeones ha podido esquivar chaparrones que sí empaparon el estreno de otro producto reciente de la industria audiovisual patria centrado en la discapacidad: Fácil, la adaptación a serie de la novela Lectura fácil, de Cristina Morales. Movistar+ tuvo entonces la idea de contratar a Natalia de Molina y Anna Castillo para interpretar a dos de las cuatro mujeres con discapacidad que protagonizan la historia. Esta y otras decisiones acabaron mereciéndole a la ficción una demoledora crítica de la propia autora del libro.

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Pero, al contrario que Morales, Fesser hace en esta película de la desproblematización su bandera. La aproximación biempensante que impregna este díptico cinematográfico sobre la discapacidad pretende humanizar, pero termina haciendo lo contrario: cuando no es sensiblero, el cineasta parece más interesado en la cinética que en los propios personajes. No es nada incoherente con su carrera, influida en sus momentos más excéntricos por el slapstick del tebeo de Ibáñez y los monigotes de los Looney Tunes.

No obstante, la ceguera del director a la hora de encontrar explicaciones más holísticas y productivas al problema del capacitismo no puede atribuirse solo a ramalazos momentáneos de una dramática barroca y una plástica radical, esas dos viejas manías que dejó atrás más o menos cuando La gran aventura de Mortadelo y Filemón. Fesser realmente ve a sus protagonistas, según ha declarado en una entrevista, como “personas que tienen otro sistema operativo y se aproximan a los problemas desde otro lugar”, en vez de como sujetos obligados a encontrar esos caminos alternativos por un sistema diseñado para no admitir divergencias.

Abordar desde la estrategia feel good temas como la discapacidad —que es, a su vez, una cuestión múltiple y atravesada por tantas otras: de género, de clase…— será bueno para la taquilla, pero no para cambiar nada. A la vista está.

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