Todos lo sabían

Portada del libro 'Todos lo sabían', de José García Abad.

José García Abad

Todos los sabían: Juan Carlos I y el silencio cómplice del poder

José García Abad

La esfera de los libros

¿Por qué nadie se enteró, en los 40 años de reinado de Juan Carlos I, de todos sus presuntos delitos? Es la pregunta a la que intenta responder el periodista y escritor José García Abad en su nuevo libro, Todos los sabían: Juan Carlos I y el silencio cómplice del poder, publicado por La esfera de los libros. El autor, uno de los pocos reporteros que se atrevió a denunciar algunos de los excesos del monarca emérito, intenta explicar por qué todos, la prensa, los empresarios, los políticos, e incluso los jueces, decidieron mirar hacia otro lado durante todo el reinado de Juan Carlos I. Con ello, crearon un clima propicio para que el rey actuara de forma impune y ajeno a cualquier tipo de control.

infoLibre adelanta el capítulo "Una historia fantástica: un proceso de trece años en el que los jueces taparon la mayor corrupción del rey", donde Abad, también autor de , analizan el papel de la justicia en esos años.

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Supongo que los historiadores asombrarán al mundo narrando una historia propia de la ciencia ficción. Una narración de política ficción más inverosímil, más fantástica que las más enre­vesadas narraciones de Isaac Asimov, Ray Bradbury o Ursula K. Le Guin.

Los hechos sucedieron en un extraño país que cuando se inicia esta historia, en 1992 disfrutaba de acontecimientos fastuosos: la apoteosis de un rey feliz, Juan Carlos I, junto a su jefe, el presidente Felipe González, presentaban al mundo la Exposición Universal de Sevilla; la Cumbre Iberoamericana de Madrid; la Conferencia de Paz para Oriente Medio y los Juegos Olímpicos de Barcelona, entre otros acontecimientos deslumbrantes.

En aquel glorioso 1990 se había desencadenado la llamada «guerra del Golfo», una connotación, nada personal, meramente geográfica, en la que Estados Unidos y sus aliados luchaban por ex­pulsar de Kuwait a Saddam Hussein que había invadido el emirato, restituyendo en el mismo a la familia Al Sabah.

La fantástica historia que vamos a contar es uno de los efectos colaterales de esta guerra. Cuando el emir y su familia fueron ex­pulsados del emirato, se llevaron, o tenían ya en el exterior, una cantidad enorme de dólares en KIO. El fondo de inversión que ad­ministraba a la sazón Fouad Khaled Jaffar había nombrado delega­do en España al empresario catalán Javier de la Rosa, denominado en los ambientes financieros con sus iniciales, JR, que disponía de una enorme cantidad de dinero.

Un agujero de cien mil millones de pesetas

Pues bien, cuando fue desalojado Saddam Hussein del rico emirato petrolero, el emir nombró un nuevo equipo en la gestión de KIO encabezado por Mahmoud al Nouri que se encontró con un agu­jero de 100.000 millones de pesetas y unas pérdidas de 500.000 millones de pesetas, mientras que De la Rosa acusaba al grupo kuwaití de no haber enviado la prometida aportación de 100.000 millones de pesetas para evitar la quiebra.

Mahmoud al Nouri procedió contra su antecesor y contra Ja­vier de la Rosa en la Corte de Londres por lo mercantil y en los tribunales españoles, la Audiencia de Barcelona, la Audiencia Na­cional y al Tribunal Supremo por lo penal.

La Corte Comercial de Londres condenó a Javier de la Rosa y a otros exdirectivos de KIO en junio de 1999, acusados de conspi­ración y fraude, a pagar 100.000 millones de pesetas al grupo kuwaití.

Once meses más tarde, en España, la Audiencia de Barcelona condena a De la Rosa por primera vez por la vía penal por intentar estafar a KIO en más de 50.000 millones de pesetas.  

De la Rosa explica que el dinero era para el rey

La cosa, en el fondo, era muy sencilla. Javier de la Rosa dijo, traducido de la jerga jurídica al lenguaje de la calle: «Oigan, yo no he robado nada. Lo que he hecho, cumpliendo el objetivo encomendado por mi jefe kuwaití, es utilizar el dinero del fondo para que el rey Juan Carlos influyera en favor de la res­tauración del emir. Lo que hice dándole a su administrador privado, Manuel Prado y Colón de Carvajal, 100 millones de dólares».

Obviamente, esta «donación» sería también delictiva, pero de una calificación diferente a la apropiación indebida y, de pasada, apoyaba la política del financiero catalán de «vender» sus buenas relaciones con el rey de España, como explicitaremos más ade­lante.

La cosa era conceptualmente sencilla también para los jueces, pero muy comprometida, pues quedó probado que, en efecto, Ja­vier de la Rosa había entregado los 100 millones al administrador del rey. Lo que había que dirimir era si el dinero entregado por De la Rosa a Prado se lo había entregado este al monarca o si se lo había embolsado el administrador.

Los jueces no hicieron lo que debían

En ese momento, los jueces tenían que haber suspendido el pro­ceso al ser Juan Carlos irresponsable judicialmente. Los jueces no se atrevieron a tomar esta decisión, quizás porque habría generado duda sobre la honradez del rey. Así que, sin mencionar a su majes­tad, se limitaron a establecer las responsabilidades penales de ambos personajes, De la Rosa y Prado.

Se nota en las sentencias dictadas, tanto por la Audiencia Nacional como por el Supremo, que fueron producto de la ma­la conciencia. Fueron, más que benignas, ridículas, especialmen­te en lo que a Prado se refiere al que solo se le impuso un año de prisión que no cumplió y no se tocaron sus propiedades. Los jueces eran conscientes de que no habían ido al fondo de la cuestión.

Nadie se escandalizó por ello: la prensa se abstuvo de concluir que el rey estaba en el fondo del asunto, como una sombra intoca­ble y la ciudadanía prefirió no darse por enterada, pero se puede afirmar que, a partir de entonces, todos, la ciudadanía en su con­junto, lo sabían, salvo quienes prefirieran no saberlo.

Jesús Cacho contaba en El Confidencial el 9 de diciembre de 2009:

Testigo del episodio en las alturas fue Sabino Fernández Campo, el exjefe de la Casa del Rey, recientemente fallecido, a quien un día el rey Juan Carlos I pidió que acudiera al piso que De la Rosa solía utilizar durante sus estancias en Madrid, un hermoso penthouse en el 47 del paseo de la Castellana, para que transmitiera al catalán el siguiente escueto mensaje:

—Vas a ir a ver a Javier de la Rosa a este número de la Caste­llana y le vas a decir que, de parte del rey, todo está arreglado y que muchas gracias.

—Pero, bueno —quiso saber Sabino, despistado—, ¿no hay que decir de qué se trata?

—No, nada. Tú limítate a transmitirle lo que te he dicho.

Dicho y hecho. Fernández Campo cumplió su misión, certifi­cando que el dinero había llegado a su destino.  

Ni la prensa, ni los intelectuales, ni las celebridades y, lo que es peor, ni los jueces cumplieron con su obligación

La prensa, además de los jueces, tiene una gran responsabilidad como cómplices del escándalo, así como los políticos, intelectuales y celebridades de lo que hoy llamamos influencers. Y el rey, confiado en que podía hacer lo que le diera su real gana, se fue creciendo en la impunidad con los comportamientos irregulares que sucedieron al asunto de KIO que fue el peor de todos ellos, pues en él se mez­claba la supuesta apropiación indebida con el tráfico de influencias.

Pero quizás lo más escandaloso fue la conducta de los jueces que, estamos convencidos, actuaron con buenas intenciones velan­do por el prestigio de las instituciones, pero, como dijo San Fran­cisco de Sales, el infierno está empedrado de buenas intenciones. No cumplieron con la ley, no salvaron las instituciones y propor­cionaron un nuevo motivo para el desprestigio de la justicia.

En este terrible caso no puede prescribir que cada palo aguante su vela, limitando la responsabilidad a uno u otro personaje, pues, como puede verse en la ausencia de votos particulares, salvando el de los magistrados Enrique Bacigalupo y Miguel Colmenero que apoyaron la exculpación de Manuel Prado al entender que su deli­to estaba prescrito.

Hay, pues, que atribuir a todos los magistrados que intervinie­ron en el asunto, o sea las propias instituciones, la Audiencia Nacio­nal y el Tribunal Supremo, la responsabilidad de una de las mayores tropelías cometida por la Judicatura a lo largo de la historia.

Nadie prestó atención a lo que en cualquier otro país hubiera movilizado a la prensa de todo el mundo. En los años noventa, con­cluida la guerra del Golfo, en España, con una democracia de primera clase y la correspondiente libertad de expresión, ni la prensa cumplió con su obligación básica ni la sociedad exigió informa­ción. Ni siquiera la opinión informada, ni la crema de la intelectua­lidad, ni los más sabios del lugar ni los políticos de distinto pelaje.

Parece que se confirma que la gente solo escucha lo que quiere escuchar, y en lo que respecta a los supuestos delitos del monarca prefería mirar para otro lado como, salvando las distancias, en el ca­so de los crímenes nazis de los que nadie en Alemania había oído hablar.

Los jueces tuvieron que parar el proceso contra Javier de la Rosa, el corruptor, y Manuel Prado, el administrador privado del rey, precisamente porque no podían aclarar si Prado se quedó con el dinero kuwaití o si, como acusaba De la Rosa, el destino de parte del dinero que administraba del fondo kuwaití, 100 millones de dólares, era precisamente el rey y el rey es irresponsable judicial­mente.

Manuel Prado no pudo negar que recibió 100 millones de dó­lares de Javier de la Rosa, pero aseguró que no procedían de KIO, sino de otros negocios que emprendió con el empresario catalán. Aseguró que los 100 millones de dólares los cobró en concepto de asesoramientos, dictámenes etc., una justificación que recuerda las cuentas del Gran Capitán cuando fue requerido a explicar sus gas­tos en Flandes.

Los magistrados no dieron crédito a ninguno de los dos, ni a De la Rosa ni a Manuel Prado, ya que no existía prueba documen­tal alguna de sus afirmaciones, algo increíble tratándose de seme­jantes cantidades.

Este fue el suceso más grave con el que se relacionó al monarca, que recibiera supuestamente los 100 millones para influir en que España participara en la guerra del Golfo. Habría que calificarlo por lo menos de prevaricación y, en sentido estricto, de incumpli­miento de su papel constitucional. Incluso de traición. Un proceso de catorce años en los que jueces, abogados, políticos y periodistas no pronunciaron el sagrado nombre del rey y en los que la socie­dad española en su conjunto decidió no darse por enterada.  

Conversaciones comprometedoras

Manuel Prado y Colón de Carvajal estaba instalado en la Zarzuela, donde era considerado como de la familia, según contó la reina a Pilar Urbano, y se encargaba de gestionar los negocios del monarca sin cortarse un pelo. Un personaje unido al rey desde antes de que este lo fuera, que sería condenado por sus trapicheos con Javier de la Rosa en la primera pieza separada del macrosumario de KIO instruido por la jueza Teresa Palacio, pero que fue eliminado, por consideración del emir kuwaití hacia el rey de España, de la lista de los que perseguía el emirato en la Corte Comercial de Londres, sede de las operaciones internacionales de la agencia pública kuwaití en busca del dinero desaparecido.

Prado se salvó de la persecución kuwaití a costa de implicar, involuntaria pero imprudentemente, a Juan Carlos I. No es que acusara al monarca —en eso Prado fue una tumba—, pero el rey aparecía en conversaciones telefónicas de Manuel Prado con importantes personalidades del emirato. Casualmente, tales cin­tas aparecieron en el despacho de Javier de la Rosa, quien las utilizó para justificar que los 100 millones de dólares habían sa­lido de KIO para premiar los servicios del monarca en la gue­rra del Golfo.

El 28 de enero de 1997, Manuel Prado declaró en la Fiscalía de Cataluña como perjudicado por tales grabaciones, que habían sido entregadas por JR al Ministerio del Interior en marzo de 1996. Las cintas fueron el origen de una querella mutua: Javier de la Rosa se querelló contra Prado por calumnias y este contra aquel por el pin­chazo de su teléfono. La solución fue salomónica: no había calum­nia, ni los pinchazos eran achacables al catalán.

El administrador privado del rey se libró por los pelos de la Corte Comercial londinense, pero no de los juzgados de Barcelo­na, Madrid y Sevilla. Joaquín Aguirre, juez de la Ciudad Condal, decretó, en diciembre de 1995, orden de prisión contra Prado por las irregularidades del Grand Tibidabo, empresa de la que era vice­presidente. Prado eludió la prisión tras depositar 150 millones de pesetas de fianza.

Cintas grabadas condenan a su majestad

Pero si la prensa no investigó a fondo las acusaciones contra el rey, la justicia hizo lo mismo. Las denuncias de Javier de la Rosa exigían que la justicia excitara su celo contra quien calumniaba al jefe del Estado asegurando que tenía cartas con membrete de la Casa del Rey; que disponía de grabaciones en el hotel Claridge’s de Lon­dres en las que don Juan Carlos agradecía las aportaciones hechas a Prado; que podía presentar cartas de este, que en nombre del rey agradecía el envío de 429 millones de dólares.

El fiscal general del Estado, Carlos Granados, en 1995, trató de conjurar el escándalo asegurando que «el rey era totalmente ajeno» a los negocios entre De la Rosa y Prado, pero no estimó conve­niente instar el procesamiento del supuesto calumniador.

En el fondo, fue una faena para el monarca, pues un juicio por calumnias hubiera permitido dejar libre de polvo y paja su buen nombre. Como en otras ocasiones relacionadas con el monarca, se optó por movilizar al CESID, que había realizado grabaciones al rey y que presionó para que Manuel Prado huyera de España.

El CESID no fue el único que trató de forzar la huida de Espa­ña de Manuel Prado y Colón de Carvajal, un personaje que sabía demasiado. Fernando Almansa, jefe de la Casa del Rey desde 1993, en presencia del monarca le pide que se refugie en Suiza, y Luis María Anson, custodio de la monarquía en servicio permanente, le presiona en el mismo sentido: que se refugie en Lausana donde este personaje tiene reconocida la residencia. Anson va más lejos e in­tenta que Juan Carlos I abdique en su hijo Felipe para salvar la ins­titución.

Prado afirma en sus memorias que se reunió con el rey tras de­clarar ante el fiscal José Aparicio Calvo Rubio, cuya investigación ordenada por el fiscal general del Estado Carlos Granados descartó cualquier relación del rey con los negocios que Manuel Prado y Colón de Carvajal hizo con JR: «Don Juan Carlos —dice— me recibió acompañado del jefe de la Casa Real, el ya mentado Fer­nando Almansa. Le conté en qué había consistido mi declaración (…) El almuerzo con el rey y Almansa no me satisfizo en absoluto. Almansa y yo chocamos. Me achacó que yo presumía impro­piamente de mi amistad con el rey en busca de medro propio. Le repliqué que mi lealtad con el rey la tenía yo bien probada». (Manuel Prado y Colón de Carvajal, Una lealtad real. Memorias, Almuzara, Córdoba, 2018).

«Manolo», para el rey, no quiere exiliarse

Prado no piensa marcharse. Representa demasiado en la vida del rey y sabe que nunca será abandonado por este. «Manolo», para el rey, es un buscavidas de resonante apellido, pero sin fortuna familiar, que presumía de ser descendiente de Cristóbal Colón por parte de madre. Nació en Quito en 1931, hijo de un diplomático chileno que luchó como voluntario franquista en la guerra de España. Estudió Derecho en Madrid, empleado primero y después empre­sario, fue mando intermedio en el sindicato franquista del metal.

Conoció a don Juan Carlos cuando este era príncipe de España, en una cena organizada por el infante don Carlos de Borbón-Dos Sicilias, duque de Calabria. Y parece que congeniaron a primera vista, «una relación intensa en la frecuencia y honda en la afectivi­dad», según expresión de Prado.

«Le esperaba en la linde de la finca de El Pardo —cuenta en sus memorias elaboradas con la colaboración de Joaquín Bardavío—. Mi familia tenía un chalé en la urbanización de Casaquemada, en la frontera con La Florida y hasta allí iba el príncipe don Juan Carlos en un modesto “todoterreno”. Dejaba el coche, y a través de un ágil salto de la tapia se presentaba en la clandestinidad ingenua y li­bre de mi mundo. Aquella casa era como un botellón de oxígeno para una vida encorsetada y vigilada en el entonces palacete de la Zarzuela, donde su augusto inquilino se sentía por temporadas huésped o rehén de la historia, pero nunca como señor de su casa». (Una lealtad real, ob. cit.).

Pronto vio las oportunidades de enriquecerse cultivando a de­terminados aventureros como el supuesto príncipe georgiano Zourab Tchokotoua, «Zu» para los amigos, de confusa andadura, casado con Marieta de Salas, una de las mejores amigas de la reina, con la que suele o solía ir de compras, y también amigo de Javier de la Rosa, juzgado y condenado por una estafa inmobiliaria en Palma de Mallorca.

O con Simeón de Bulgaria, el rey búlgaro entonces en el exilio, casado con Margarita Gómez Acebo, lo que le situaba en el entorno familiar de Juan Carlos I, un interesante personaje muy introducido en la corte franquista que no quiso reinar en su país cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, porque no estaba por la labor de ser rey restaurando una monarquía a la que no veía muchas posibilidades de consolidación, pero que fue primer ministro de 2001 a 2005.

Simeón de Bulgaria tenía buena entrada con la monarquía alauita que le honró nombrándole consejero de un patronato que administraba la fortuna del rey de Marruecos. Con ellos, Tchoko­toua y Simeón de Bulgaria, emprendió Prado su primera aventura empresarial: un holding que denominó Trebol del que Prado era so­cio mayoritario, dedicado a las inversiones inmobiliarias y a cuantas oportunidades pudieran presentarse.

Manolo intermediaba todo lo intermediable y lo no lícitamente intermediable, como el buen nombre de su majestad.

Empezó a ser requerido en los años setenta por distintas multi­nacionales en busca de personas bien situadas políticamente, a ser posible en la corte del rey Juan Carlos, como la compañía Ford, que no dudó en reclutar como consejero a quien se le tildaba de jefe de la «Casa bis de Su Majestad». Otro tanto hizo la General Electric que, como otras multinacionales americanas, practicaba la misma política.

Encontró un campo idóneo en el comercio internacional, en el import-export de petróleo, de barcos, de bienes de equipo, sin de­jar representaciones más o menos institucionales como la Funda­ción Onassis, la oficina de la Abu Dhabi Fund for Developement o el transporte aéreo de Costa Rica, que le mantenían conectado con personalidades influyentes.

De la Rosa y Prado, dos tiburones que se necesitaban

JR aportaba a la pareja su desaprensivo descaro en hacerse con el dinero ajeno asociando a Prado en sus pelotazos y este le servía cumpliendo los deseos de aquel en acercarse al rey. El catalán se había tomado las mayores molestias para intimar con el San Pedro de la Zarzuela, el amo de todas las llaves. Intentó hacerse con una finca en Huelva, lindante con la suya, y compró una caseta en la Feria de Sevilla para alternar con el administrador privado del rey.

Cuando empezó el escándalo en 1991 (tras la guerra del Gol­fo), De la Rosa arremetió contra todo el mundo —bancos, perio­distas etc.—, salvo contra su majestad.

«Fueron momentos —dicen Pérez y Horcajo en su libro JR, el tiburón (Temas de Hoy, Madrid, 1996)—, aquellos de 1990 de estre­cho contacto con Manuel Prado y Colón de Carvajal. La relación que le franqueó las puertas de la Zarzuela y le facilitó una fotogra­fía dedicada por el monarca con la que impresionaba a quienes en­traban en su despacho como incautos corderos en el matadero».

Cuando, terminada la guerra, y vueltos los emires a su emirato, comprueban que Jaffar y su «hermano» De la Rosa han vaciado la caja, Javier de la Rosa tiene que abandonar la vicepresidencia de Torras, la cabeza del holding de KIO en España. Entonces, el intré­pido catalán necesitaba más que nunca la respetabilidad que irra­diaba el monarca.

Prado le organiza un pequeño refrigerio con la familia real al completo. JR saca pecho. Quiere demostrar que está bien protegi­do. De vuelta a Barcelona se encuentra en el aeropuerto con Mi­quel Roca a quien invita a hacer el viaje en su avión privado. Tenía prisa en que se supiera en Barcelona, y en el mundo, con quien ha­bía comido y lo cordialmente que habían conversado.

A finales de 1993, cuando Prado intenta desmarcarse, ya es de­masiado tarde. Utiliza como pretexto la incompatibilidad de Grand Tibidabo con la presidencia de Partecsa, el parque recreativo cons­truido en el recinto de la Expo. JR, que intenta retenerle sin éxito, le arrastra en su caída. El administrador real es no solo beneficiario en algunas estafas de JR, sino también cooperador necesario. Se han desatado las hostilidades y ya solo se verán, no juntos sino fren­te a frente, en el banquillo de los acusados que comparten.

El administrador privado de su majestad se había metido en muchos charcos. Los más graves fueron los trapicheos con Javier de la Rosa. En uno de ellos, el vaciamiento del CNL por el que ocho mil personas perdieron sus ahorros —para algunos pensio­nistas eran los ahorros de toda su vida—, quedó implicada gente de la Generalitat. Javier de la Rosa cumplió con el secretario de la presidencia, Lluís Prenafeta, el hombre de confianza de Jordi Pu­jol, financiándole el diario nacionalista El Observador. La confian­za entre ellos fue tan cálida que Prenafeta nombró a Prado presidente de una compañía de inversiones de la familia, Vilassar Internacional.

El declinar de Prado comienza con la caída de su socio Javier de la Rosa tras la guerra del Golfo y el ascenso de Mario Conde en palacio, una operación que culmina en enero de 1993 cuando este se hace con la Casa Real y «coloca» de jefe a Fernando Almansa en sustitución de Sabino Fernández Campo.

 Prado se libró de la cárcel y de pagar

Las últimas condenas dictadas dejaron un mal sabor de boca a los abogados del Estado kuwaití, que llevaban catorce años reclamando la devolución de casi medio billón de las antiguas pesetas. Javier de la Rosa, el principal implicado, tan solo fue condenado a cuatro años de cárcel por la Audiencia Nacional, condena elevada en sep­tiembre de 2007 a seis por el Supremo, cuando la acusación pedía treinta y ocho, y Manuel Prado y Colón de Carvajal, el imputado que más preocupaba en la Zarzuela, a un año. El administrador del rey, además, vio cómo la sentencia exoneraba de responsabilidad civil alguna a sus más importantes propiedades, por lo que no tuvo que devolver nada.

Fue la sección primera de la sala de lo penal de la Audiencia Nacional, presidida por Javier Gómez Bermúdez, la que dictó la última sentencia del voluminoso «caso KIO», instruido y juzgado a lo largo de trece años en varias piezas separadas debido a la com­plejidad del mismo.

Para disgusto de los representantes de KIO, que llevaban más de una década acusando al financiero catalán Javier de la Rosa, su antiguo administrador en España, y a sus cómplices, la condena fue mínima e, incluso, hubo absoluciones en tres de las operaciones in­vestigadas.

En este último proceso se juzgaban las operaciones Pincinco, Oakthorn, Quail y Acie, denominadas así por el nombre de las sociedades instrumentales utilizadas para desviar los fondos, así como la presunta manipulación de acciones de Prima Inmobi­liaria, una de las filiales del grupo kuwaití en España en los años noventa.

La sala solo encontró delito probado en los casos de Pincinco y Oakthorn, mientras que los otros tres citados se saldaron con la ab­solución de los acusados. Gabriela de la Rosa, hija del principal acusado y abogada defensora de su padre durante el proceso, anun­ciaba un enésimo recurso ante el Supremo por los cinco años de cárcel de la condena final, pero no podía ocultar su satisfacción por lo reducido de la pena y las absoluciones.

El más satisfecho no hizo declaraciones ni se dejó ver. Manuel Prado y Colón de Carvajal vio cómo su última cuenta pendiente con la justicia se liquidó en apenas dos meses después de su ingreso en el penal de Sevilla II, pues la Dirección General de Instituciones Penitenciarias le excarcelaba aplicándole un «segundo grado» debi­do a su avanzada edad (tenía entonces setenta y dos años) y a diversos problemas de salud, una mínima condena de un año de arresto domiciliario que no concluyó por fallecimiento.

Además, obtuvo la liberación de la intervención judicial que sufrían varias de sus más importantes propiedades para poder hacer frente al pago que una futura condena le pudiera imponer. Prado dio muestras de su firme apego a sus posesiones cuando prefirió pi­sar la cárcel antes que desprenderse de alguna de ellas para pagar los 30 millones de euros que le requería la Audiencia Nacional como única condición para no ingresar en prisión.

Lo que esperaba la acusación particular era conseguir que Prado pagase parte de lo jurídicamente probado que sustrajo. Había tenido la habilidad de enmascarar sus más importantes posesiones, entre ellas una espléndida finca de recreo en el municipio onubense de Zufre, denominada Dehesa de Juan Esteban, bajo un manto de sociedades interpuestas.

El Supremo eleva, un poco, las penas

El 11 de septiembre de 2007 el Tribunal Supremo ratificó la sen­tencia de la Audiencia Nacional que condenaba a Javier de la Rosa por delitos continuados de apropiación indebida y falsificación de documentos por las operaciones Pincinco-Oakthorn-Prima Inmobiliaria y Quail-Acie, y elevó la pena impuesta de cuatro a seis años de prisión. También aumentó a cinco años de cárcel la pena de uno y medio impuesta al exconsejero delegado de Grupo Torras, Jorge Núñez Lasso.

El Supremo rechazó los recursos de casación presentados por los acusados e incrementó su pena por su responsabilidad en la sus­tracción de 65 millones de euros de la empresa Grupo Torras, filial de KIO, a través de la sociedad Quail, controlada por De la Rosa entre 1989 y 1992. La operación conocida como Quail formaba parte de la llamada operación Pincinco-Oakthorn-Prima Inmobi­liaria y Quail-Acie que derivó del escándalo del caso KIO.

La sentencia de 23 de junio de 2003, dictada por la sección pri­mera de la sala de lo penal de la Audiencia Nacional, ratificada por el Tribunal Supremo, también consideraba culpables al abogado Juan José Folchi, que fue condenado a tres años de cárcel, y Manuel Prado y Colón de Carvajal, a un año. (Cinco Días, 22 de septiembre de 2007).

Prado pudo, pues, respirar tranquilo, al igual que la Casa Real, que vio con esta sentencia que desaparecía la amenaza de un nuevo ingreso en prisión de su polémico amigo, salvándose, además, de que el nombre de Juan Carlos volviera a pronunciarse en sede judicial.

Confluencias entre la historia y la memoria en Carrero Blanco

A pesar de todo, la última sentencia del caso KIO no logró des­pejar las dudas que planearon sobre el monarca durante todo el proceso. Aunque los jueces no dieron credibilidad a los reiterados argumentos de JR respecto al destino final de los dineros desviados, tampoco lograron establecer a qué bolsillo fueron a parar, de­jando en una inquietante incógnita el puerto definitivo de la com­probada «apropiación indebida».

Casi calcada de la doctrina establecida por el Supremo en el caso Wardbase —el veredicto establecía que a los millones de la cuenta de Suiza controlada por Prado se les dio «un destino que no se conoce»—, la sentencia de la Audiencia Nacional en el caso Pincinco señalaba respecto a los fondos que fueron desviados «en gran parte hacia cuentas particulares de los implicados y de personas de su entorno», pero también que «existen partidas cuyo destino no se conoce».

En definitiva, en los trece años que duró el sumario del proceso de los cuatro juicios del caso KIO, el mayor de la historia, se probó que se desviaron al menos 1.400 millones de euros. 

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