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Víctimas de las mentiras: así se las invisibilizó para polarizar a la opinión pública

Velas encendidas en los aledaños de la estación de Atocha recordando el aniversario de los atentados.

Víctor Sampedro Blanco

El discurso conspiranoico sobre el 11M presenta, como aquella masacre, una doble dimensión, internacional y doméstica. Ambas revelan que la desinformación había arraigado en 2004. Entonces, como ahora, genera una pseudorealidad paralela que encubre intereses espurios, sean geoestratégicos o electorales. Quien gobierna elude, así, rendir cuentas y se refugia en la mentira. Esta última perdura invisibilizando a las víctimas, suplantando su identidad y criminalizando al adversario en el frente bélico o político.

Los afectados del 11M encarnan a los caídos en las retaguardias del siglo XXI: mueren sin que nadie asuma responsabilidades. Se les minoriza, despersonaliza u oculta. Se manipulan las identidades de las víctimas y de los verdugos. De modo que ambas etiquetas, vaciadas de contenido, sirven para polarizar y embaucar a la opinión pública.

La ocupación de Iraq en marzo de 2003 desencadenó un año después la masacre del 11M y anticipó las guerras que se justifican como antiterroristas. Terrorista es, indefectiblemente, el otro bando, convertido en una amenaza letal e invisible, enmascarada y mutante. Desde los atentados de las Torres Gemelas, las guerras son “eternas”: se prolongan sin un objetivo preestablecido ni un final anunciado. Y, cuando las calles se convierten en el frente, la violencia se ceba en los civiles más vulnerables. Quien explosiona un tren o les bombardea, los toma como rehenes y les expone a una muerte aleatoria, absurda y estéril. La que corresponde a los no uniformados y expatriados.

Los asesinados el 11M eran trabajadores, estudiantes y, en una gran parte, migrantes que carecían de documentos de residencia y no acudieron a los hospitales. Temían ser detenidos, antes que atendidos. Su invisibilidad y extracción social, así como la novedad de aquel homicidio masivo allanaron una campaña de desinformación precursora de las actuales. En 2004 surgió la hidra de la pseudoinformación (del griego pseudo, mentira) que nos acosa.

No es que escupa fake news (noticias falsas) sino que, más bien, inocula mentiras que toman la apariencia de noticia para ganar credibilidad. Quien las emite miente, porque, en lugar de informar verazmente, pretende persuadir: transmite propaganda encubierta y fraudulenta que no reconoce su propósito ni sus financiadores. Su implantación genera pseudocracia, el poder del mejor embaucador. Aplicado al caso que nos ocupa y según los sondeos, ese dominio se plasma en que alrededor de un tercio de los españoles aún cree que ETA participó en el 11-M. Y así lo sostienen la mitad de los votantes del PP.

Los infundios sobre el arsenal de Sadam Hussein no provenían de la CIA, sino de los aparatos de propaganda de Washington y Londres. También en la Moncloa se creó un comité de crisis sin presencia del CNI. Sus portavoces sostuvieron la posible autoría etarra hasta la jornada electoral del 14 de marzo… y más allá. Algunos líderes del PP, entre ellos, José Manuel García-Margallo han asegurado en sus memorias que el Gobierno de José María Aznar sopesó que, de conocerse la autoría yihadista, el partido se hundiría. Y, en consecuencia, mintieron. No solo en las 72 horas previas a las votaciones. La victoria electoral de José Luis Rodríguez Zapatero desató la conspiranoia más insidiosa y longeva en nuestro entorno.

Donald Trump cuestionó la nacionalidad estadounidense de Barack Obama durante siete años. Los aún conspiranoicos, en cambio, propalan los mismos infundios que hace dos décadas. Les interesa más fabular sobre el después (los nunca probados réditos electorales de una conspiración ficticia) que investigar el antes (las causas de la tragedia para evitar que se repita). Intentaron manipular las urnas y pervirtieron el periodismo, convirtiéndolo en relaciones públicas encubiertas y despreocupándose de la seguridad ciudadana. La presencia de tropas españolas en Irak había incrementado la amenaza de que los atentados yihadistas previos, en Bagdad y Casablanca, tuviesen una réplica en la península. Así ocurrió, debido a fallos de prevención y coordinación entre las fuerzas de seguridad con responsables directos que aún desconocemos.

Magnificando errores (por supuesto, involuntarios) se encubrieron responsabilidades desatando los peores bulos que puedan concebirse. Acusaban al PSOE de gobernar tras permitir (y, después, ocultar) un atentado en el que ETA asesinaría a civiles y, por tanto, a posibles votantes socialistas. Semejante despropósito quebró el consenso de la Transición, que ya venía minado por la crispación de los años 90. Constatada su efectividad electoral, este discurso se convirtió en eje de una campaña permanente. Desde entonces, el PP niega al PSOE legitimidad para gobernar. Y éste invoca la memoria histórica para imputarle al PP vínculos con el franquismo.

Las patrañas sobre el 11M surgieron del sistema político-informativo heredado del 78. Implosionaría el 15M, apenas siete años después. Pero en 2004 colapsó. Se demostró incapaz de transmitir una información, literalmente, vital: quién había asesinado a 192 personas. Los medios y partidos de entonces impidieron a la ciudadanía votar con un mínimo referente real y de seguridad. La persistencia de aquellos infundios ha agravado, si cabe, ciertas dinámicas que conllevan una profunda regresión del debate público y el consiguiente riesgo de involución democrática.

Vox centró su primera intervención parlamentaria (2019) en los atentados de 2004. Durante la investidura de Pedro Sánchez, Santiago Abascal expuso un relato conspiranoico que el nacionalismo español, en gran medida, parece haber hecho propio. Identifica todas las víctimas del terrorismo con las de ETA y califica al independentismo de terrorista o golpista. Así criminaliza sus objetivos y, por extensión, a quien pacta (o siquiera dialoga) con la periferia soberanista. Abascal calificó al todavía presidente de Gobierno como “usufructuario de un proceso que arrancó el 11M”: “El señor Zapatero puso en marcha una hoja de ruta para blanquear la historia de ETA, legalizar sus marcas políticas, para excarcelar y conceder medidas de gracia a terroristas, para entregar Navarra al separatismo vasco o para incluso promover una reforma constitucional que contemple el derecho de autodeterminación y, por tanto, la liquidación de la soberanía nacional”.

Esta narrativa condensa los bulos sobre la autoría etarra del 11M con la connivencia del PSOE y una lista delirante de supuestos colaboradores. Los conspiranoicos suplantaron la identidad de las víctimas del yihadismo sembrando dudas sobre sus verdugos. Teorías abracadabrantes y contradictorias vinculaban a ETA con los servicios secretos españoles y/o franceses y/o marroquíes y/o (más recientemente) norteamericanos y/o judíos, y/o… Copulativas y disyuntivas señalan la estrategia del todo vale en un relato modulable a conveniencia.

Incluso quienes se reclaman liberales asumen este relato. En vísperas del aniversario de 2023, el portavoz de Ciudadanos sostenía en una pregunta al Gobierno que “la investigación policial y judicial […] resultó inconclusa en lo concerniente a la autoría intelectual […] no pudiéndose demostrar y condenar a los responsables”. Resonaban las palabras de José María Aznar que, en 2005 y 2007, afirmó en sede parlamentaria que el “autor intelectual” del 11M no residía “en desiertos remotos ni en montañas lejanas”. El expresidente no ha dejado de invocar en numerosos medios al susodicho “autor intelectual”, una ficción usada para exculparse imputándole sus propios errores. No existe como figura jurídica porque en democracia la mente no delinque. Los delitos de pensamiento y conciencia atañen a los confesionarios, no a la esfera pública.

Revictimizar a los afectados

La mencionada intervención de Edmundo Bal, parecía una de las más de 400 preguntas que el PP formuló en el Congreso sobre el 11M durante la primera legislatura presidida por Zapatero. La estrategia, como ahora, pretendía bloquear el legítimo ejercicio de un Gobierno sustentado por las fuerzas políticas surgidas de las urnas. Corresponde al expresidente Aznar y a sus ministros contestar las cuestiones sobre unos atentados de 2004 que debieron prever y prevenir, así como informar con veracidad sobre las primeras investigaciones. El PSOE no asumió el gobierno hasta el mes de abril, pero no paró en seco la conspiranoia ni amparó, como se merecían, a los funcionarios públicos y policías que le hicieron frente.

Magnificando errores (por supuesto, involuntarios) se encubrieron responsabilidades desatando los peores bulos que puedan concebirse. Acusaban al PSOE de gobernar tras permitir (y, después, ocultar) un atentado en el que ETA asesinaría a civiles

El Congreso se convirtió en una cámara de eco que reverberaba las “exclusivas” e “investigaciones” de los adláteres mediáticos del PP. Aumentaban tirada y audiencia, mientras recibían fondos y licencias de emisión de las administraciones afines; en concreto, de la Comunidad y del Ayuntamiento de Madrid. Ese ecosistema o, más bien, jungla mediática, subvencionada y ligada a la (ultra)derecha, no ha dejado de extenderse. Ampliada digitalmente, ejerce un innegable papel polarizador respecto al Gobierno central y la periferia. Calificar a Isabel Díaz Ayuso de trumpista resulta, así, un desliz histórico que no reconoce la intensa erosión del debate público durante el aznarato.

La insidia evitó la debacle electoral del PP. Inevitable si, desde el primer momento, se hubiese aclarado la autoría yihadista, tal como confirmaban todos los indicios. O si algún medio o partido hubiera denunciado el electoralismo y el riesgo que entrañaba la manifestación del 12 de marzo que convocó Moncloa. Pretendía monopolizar la cobertura mediática en la jornada de reflexión y, de manera irresponsable, reunió a la ciudadanía para manifestarse “Con las víctimas, con la Constitución y por la derrota del terrorismo”. El comando yihadista, que días después intentó volar una línea del AVE y que se inmoló para evitar la detención, podría haber atentado contra los más de dos millones de madrileños que salieron a la calle, desprotegidos como los viajeros de los trenes de cercanías un día antes.

Aquella convocatoria instrumentalizaba la empatía y la solidaridad con los afectados. Falsificaba los objetivos de unos asesinos a quienes nada importaba la Constitución. Y arengaba a combatir a los terroristas (etarras). En la práctica y ante las elecciones, el PP se presentaba como paladín de las “víctimas” y garante de una victoria “constitucionalista” y “antiterrorista”. Esta tríada de conceptos se ha vuelto indisoluble y parece patrimonio de la (ultra)derecha.

Quienes llevan 20 años revictimizando a los afectados del 11M agravan el duelo de una de cada dos personas asesinadas por el terrorismo en Madrid. Y a casi una quinta parte de las víctimas mortales de todas las variantes terroristas en España. El volumen de los casi 200 muertos y 2000 heridos del 11-M es directamente proporcional a la suma de mentiras y agravios recibidos, incluyendo delitos de odio que siguen impunes.

El 11M fue la réplica europea del 11S estadounidense. Lo sabía el mundo entero, desde el minuto cero. Y la Unión Europea calendarizó las efemérides como Día de las Víctimas del Terrorismo, pensado para el homenaje institucional y el duelo solidario. Sin embargo, aquí esta fecha genera polarización, extremismo y sectarismo; resultado de discursos fúnebres extemporáneos y manipuladores, centrados en las víctimas de ETA. Cada 11 de marzo, los conspiranoicos desentierran a las víctimas para practicarles una autopsia perpetua, reiterada hasta la saciedad y la necedad. Buscan “la verdad”, que se niegan a reconocer. Disputan y se arrogan el dolor ajeno. Desvinculan a las víctimas de sus verdugos, convirtiéndolas en botín electoral y mercancía mediática. “Arietes de la lucha antiterrorista” les llamaba Eduardo Zaplana, con un ardor guerrero sin tiempo para el luto e insensible a las heridas.

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Gobiernos de distinto signo y nivel administrativo han tenido tiempo sobrado para parar la pseudocracia refutando unos bulos que ya resultaban insostenibles hace dos décadas. Pseudoperiodistas mercenarios y mercaderes del voto los repiten, confiriéndoles veracidad. Y quienes callan, consienten. Son colaboradores necesarios. Su silencio deja vía libre a la conspiración.

Los afectados, los policías e informadores que desmintieron a los conspiranoicos pagaron un altísimo precio. Desde posiciones sociales e ideológicas muy distintas –pero con idéntico compromiso cívico, deontológico y de servicio público– mantuvieron la verdad desde el primer momento. Y, frente a la Verdad única, ofrecen otra de carácter coral: plural y convergente; tan valiosa como el precio que pagaron por sostenerla. Avalada por su coherencia. Los afectados del 11M merecen el homenaje de Estado, laico y con los máximos honores, que se les niega. Encarnan una memoria democrática que frena la degradación moral y la involución a las que otros nos abocan. Démosles el abrazo ciudadano y recordemos lo olvidado: “Todos íbamos en aquellos trenes”.

*Víctor Sampedro acaba de publicar Voces del 11M. Víctimas de la mentira (Planeta, 2024).

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