Humor escrito en el cuerpo
Aunque haya humoristas de corte intelectual, siempre he creído que el humor se lleva escrito en el cuerpo, como si fuera una mancha de nacimiento, como un don y como una condena. Desde la más tierna infancia la cómica o el cómico hacen reír, pero esa risa les produce a un tiempo alegría y desconcierto, porque no llegan a saber si cuentan con un poder mágico para encandilar al prójimo o si hay algo extraño en su forma de mirar o de moverse, en la manera en que usan el lenguaje, una peculiar característica que los coloca siempre a un paso de la ridiculez. Quien solo sabe utilizar las armas del humor para mofarse de la flaqueza ajena no es en realidad un humorista genético sino alguien que tiene la astucia de advertir cuáles son los resortes que provocan la risa en un público que suele ser de su cuerda. Puedo asegurar que me conozco lo suficiente como para saber que pertenezco al grupo de los que llevan el humorismo escrito en el cuerpo, de los que asumen que por mucho que esa condición te ha permitido ganarte la vida siempre rumiarás la duda de si te consideran demasiado lista o demasiado tonta. Quien escribe o interpreta humor, porque tanto da, posee una inteligencia rara en la que confluyen la perspicacia para captar la debilidad humana y ese tipo de ingenuidad que hace mirar las cosas cotidianas con asombro. La humorista piensa con el resabio de una vieja y siente con la inocencia de la niña. No hay humor sin la poesía de quien cuenta lo común como si lo viera por primera vez.
No sé cuándo empecé a escribir humor, sí sé desde cuándo provocaba risa o irritación y eso me devuelve a mi niñez. Yo, que me pasé la infancia tratando de que me tomaran en serio, lo que hice al comenzar a trabajar a los diecinueve años fue transformar aquel desconcierto mío ante las risas ajenas en un oficio, en una manera de ganarme la vida, supe aprovecharme de eso que ya estaba en mí, eso que llaman vis cómica al referirse a la fuerza que poseen algunos cómicos para provocar la carcajada. A ciegas, sin escuela y sin maestras, comencé a escribir humor y a interpretarlo en un medio, la radio, en el que se me dejó actuar casi a mi capricho. Aprendí jugando y el humor fue el lenguaje natural que pasó de ser un rasgo descontrolado de mi personalidad infantil a un mecanismo con el que me di cuenta de que podía manipular las emociones de quien me escuchaba. El humor es música, es ese ritmo que te permite controlar las reacciones ajenas. Y ese control produce mucho placer.
Aprendí jugando y el humor fue el lenguaje natural que pasó de ser un rasgo descontrolado de mi personalidad infantil a un mecanismo con el que me di cuenta de que podía manipular las emociones de quien me escuchaba
De todos aquellos personajes que concebí en esa primera época de mi vida laboral y que han sido olvidados –el humor, y más en la radio, tiene un elemento de fugacidad– sobrevivió Manolito, que de voz pasó a texto, donde siguió siendo voz gracias a la imaginación de tantos pequeños lectores. Se trata de historietas humorísticas que podían responder a ese reclamo que se escribía en los carteles de las viejas películas, Para todos los públicos, porque es así como fue leído, por niños y por adultos que no se avergüenzan de tener entre sus manos un libro de literatura infantil. Manolito, niño de clase trabajadora de un barrio periférico, irrumpió en ese género con un lenguaje propio, mezcla de calle y de ingenio de chaval fantasioso, que se integró en el habla cotidiana con expresiones que han repetido hasta presidentes de gobierno. Si cada persona que utiliza la expresión "el mundo mundial", incluidos extranjeros que han aprendido español con el personaje, me citara como se cita a un clásico sería abrumador, pero es así como funciona la cultura popular, sea literaria o de otro orden: olvidando la autoría para cederla al lenguaje del pueblo. Ese es su mayor logro.
Cuando comencé a escribir humor en el periódico yo ya tenía cierta experiencia con los contratiempos que provoca la libertad en el uso del lenguaje. Es probable que fueran los libros para niños los que antes sufrieran el recorte de los moralistas, pero al tratarse de un universo poco frecuentado por los críticos de literatura adulta son historias que han sido muy poco contadas. Manolito se enfrentaba en cada país al que era traducido a un tipo de censura acorde con las obsesiones pedagógicas de cada cultura, que se empeñaba en encontrar, en un libro que desbordaba un humor inocente, insospechadas referencias sexuales o inconveniencias del habla. En realidad, era una censura que definía, como siempre ocurre, a los censuradores, gente con la mente muy sucia o que tenía poca confianza en la inteligencia de los niños. Seguramente hoy, de tanto sacar las tijeras para recortar los textos, hayan conseguido una merma en la comprensión del humor como juego verbal en el público infantil. Aún así sigue siendo leído con entusiasmo desde hace treinta años. Ha sobrevivido a la estupidez. Yo ya venía entrenada, como digo, por aquellos que suelen encontrar en un texto algo que tú no has escrito pero, aun así, fiel a mi ingenuidad de humorista de nacimiento, abordé un verano del año 2000 una especie de comedia por entregas en el que tomando como materia prima una familia parecida a la mía escribía un episodio diario en un tono abiertamente humorístico con la osada pretensión de hacer reír al lector de la revista de verano publicada por El País. Siempre me he sentido dentro de la tradición del humor español, mezcla del absurdo, del humor negro y de la observación costumbrista, atenta al diálogo y a los juegos semánticos, hermana por supuesto del humorismo judío. No me han importado, es más, las he buscado, las resonancias cervantinas, las de los pícaros, o la escuela del absurdo, con Mihura, Jardiel, Tono, Gila o Azcona. Así que no consideraba que estuviera innovando con mi humor sino cultivando aquello que alguien había sembrado antes.
El desprecio hacia quien hace humor procede a menudo del enojo del que no entiende la gracia, se siente excluido y no puede tolerar que los demás se diviertan abiertamente
Pero ocurrió algo imprevisto a lo que yo no había dado ninguna importancia: quien escribía ese diario disparatado era una mujer, una mujer con evidentes relaciones en el mundo cultural que no parecía tenerle respeto alguno a la cultura y que se valía de los elementos horteras, chonis o vulgares de la cultura popular para describir la vida doméstica de dos escritores [su marido es el escritor Antonio Muñoz Molina]. Por esa comedia pasaron, parodiados naturalmente, mi marido, mis hijos, mi padre (que era uno de los mejores personajes), mis vecinos, mis hermanos, amigos que a veces hacían cameos con su nombre real y un sinfín de celebridades que iban de lo excelso a lo macarra, sin distinción. Fue esa falta de prejuicios, ese hacer burla traspasando los límites de lo establecido como alta cultura, lo que sacudió a ciertos hombres que debían sentir que el mundo se tambaleaba bajo sus pies, y también, por qué no decirlo, a ciertas mujeres a las que irritaba que la narradora se autoparodiara como torpe, desinteresada por ciertos sesudos saberes, neurótica, obsesionada con el paso del tiempo, interesada por asuntos considerados frívolos y poco edificantes, como el cuidado personal. En resumen, una reina de las contradicciones que no cuadraba con la imagen heroica que al parecer habían de tener las mujeres que aparecen en la comedia. Nos gusta la comedia, sí, pero no tanto como para que una mujer haga chistes sobre las contradicciones que atormentan, me temo, a tantas mujeres.
Burlesco y femenino
De esta cotidianidad familiar se había escrito mucho antes, pero se trataba de algo admisible si el narrador era un hombre. En aquellos tiempos, hace veinticuatro años, cuando se ejercía la misoginia ni siquiera se tenía conciencia de que tu juicio estuviera movido por ella. Se daba por hecho que los juicios eran objetivos. También contribuyó el enorme eco que tuvo que se publicara en un periódico, a la vista, por así decirlo, de todo el mundo. Pero, a pesar del desdén de algunos, esas viñetas cómicas tuvieron tanto éxito que fueron replicadas en años posteriores en otros medios, en un tono parecido y escritas, sí, por columnistas. Aunque vivamos en una época en que se inaugura el mundo a diario, con cada libro, con cada podcast, con cada ocurrencia, a mí me gusta pensar que alguien lo hizo antes que yo, que no hay invención total sino un destilado de todo aquello que te hizo aprender y entiendo que la tradición humorística española es demasiado poderosa como para ignorarla. Creo que lo novedoso en mi caso fue el atrevimiento de jugar con elementos de mi propia vida desde un punto de vista burlesco femenino, y tengo la satisfacción de que quien más entrara en el juego fueran los lectores que tenían la mente abierta para reírse, porque la risa también es producto de la libertad de espíritu.
Aunque entonces no hubiera redes que produjeran una reacción rápida a lo dicho o publicado, no se vivía en un mundo feliz exento de polémicas y descalificaciones. Lo que ocurría es que sucedían a un ritmo mucho más lento; no era la marabunta que ruge sino una serie de picotazos que puedo asegurar que también hacían daño. El desprecio hacia quien hace humor procede a menudo del enojo del que no entiende la gracia, se siente excluido y no puede tolerar que los demás se diviertan abiertamente. Es sin duda la comedia el género más popular y, por eso mismo, al que se da menos mérito intelectual, pero el humor no puede nacer solo de una reflexión cerebral porque está asociado a lo más básico del ser humano: a la frustración, a la mala suerte, a lo escatológico, a lo sexual, a lo mezquino, al hambre, al miedo, a la picaresca. Diría también que no hay humor verdadero si la mujer que lo practica no sabe dispararse alguna vez en el pie, porque si todo consiste en burlarse del de enfrente está haciendo trampa, faltando al principio esencial del humorismo que es el de atreverse con las propias contradicciones.
Redes sociales y bajos fondos
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A pesar de la condescendencia de algunos o de algunas hacia esos escritos, creo que mereció la pena pisar ese charco. Se trataba de experimentar el miedo y el orgullo de que la gente te buscara y te leyera a diario. Se parecía mucho al desconcierto y la alegría que sentía de niña cuando hacía algo que provocaba risa: una especie de melancolía que asalta a quien hace reír porque sabe que posee la inteligencia de los raros y que esa inteligencia suele ser considerada en muchas ocasiones como algo de poca monta. También he de decir que me sentí acogida en esa tradición a la que yo quería pertenecer. Aún guardo los mensajes de Azcona, de Armiñán, de Fernán Gómez o de Emma Cohen, que me iban comentando lo que leían. Años después, la exquisita editorial Fulgencio Pimentel reunió todos los Tintos en un libro precioso y, para sumar recompensas, recibí el premio Ja!Bilbao a mi dedicación a esta causa. Y ya no añado más porque recuerdo algo que me dijo de Rafael Azcona tras la presentación de un libro en el que tuvo la generosidad de acompañarme. Se ve que yo no paraba de excusarme por todas las gamberradas que había escrito y me susurró al oído: “No des más explicaciones. No tienes que dar explicaciones a nadie”. Y aunque me cuesta, trato de seguir su consejo.
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*Elvira Lindo es escritora.