Un suicidio artístico de 40 años y 120 millones: ni a la crítica ni al público le gusta 'Megalópolis' de Coppola
Contrariamente a lo que se pueda pensar, la carrera de Francis Ford Coppola no se torció con el fracaso de Corazonada en 1982 y el consiguiente endeudamiento. Ocurrió algo antes, en Apocalypse Now. Sí, este film bélico tuvo una gran recaudación, ganó la Palma de Oro y se le considera una de las mejores películas de la historia, pero creativamente fue letal. El director casi se había vuelto loco durante esos 238 días de rodaje en la jungla, exponiéndose él y su equipo a un sufrimiento desmedido en pos del arte. Lo peor que podía pasar es que ese sufrimiento fuera legitimado por el triunfo posterior de Apocalypse Now. Así no había lección que aprender.
Como además este film culminaba la década más perfecta que jamás haya podido pergeñar director alguno —los dos Padrinos con La conversación en medio, y luego Apocalypse Now—, nadie podría convencer a Coppola de que no era un genio infalible, y mucho menos de que había cosas que no compensaba hacer solo por realizarse artísticamente. No es de extrañar que fuera al poco de volver de Filipinas cuando el cineasta empezó a darle vueltas a Megalópolis: en los 80, mientras la industria le daba la espalda a partir de Corazonada, Coppola fraguó la historia de un arquitecto visionario cuyos sueños amenazaban la mediocridad del statu quo: un aparato de poder timorato y cobarde que podían ser las élites de una Nueva Roma, o simplemente Hollywood.
Coppola no pudo hacer Megalópolis entonces. Su carrera se condenó a un pulso constante entre lo que quería hacer y lo que le permitía un sistema escéptico ante sus arrebatos quijotescos, aunque de vez en cuando sí hubo armonía entre ambas fuerzas. Tucker, un hombre y su sueño gustó mucho en 1988. El mundo volvía a darle la razón. Preston Tucker había sido un diseñador obsesionado con crear el coche del futuro, y el biopic concluía con una escena preciosa: sus rivales ganaban en el sentido de que dicho coche no se seguiría produciendo pero no podían evitar que, durante un solo día, cincuenta Torpedos Tucker desfilaran por el centro de Chicago. Todo había valido la pena por ese día. Por ese instante de belleza, que resulta ser el motor de Megalópolis porque Tucker era Coppola, y ahora Coppola es un arquitecto llamado César Catilina.
Los límites de la fábula
A primera vista, tanto el Tucker que interpretaba Jeff Bridges como sobre todo el Catilina que en Megalópolis encarna Adam Driver recordarían a Howard Roark. Esto es, al arquitecto de El manantial, que Ayn Rand publicó en 1943 asentando los principios del objetivismo. Este pensamiento, que exalta el individualismo sobre masas amenazantes y aborregadas, ha devenido parte troncal del sentido común neoliberal de nuestros días, pero no sería apropiado vincularlo a Coppola. El objetivismo solo es un vestigio histriónico de la Guerra Fría que Occidente abrazó para imponer agenda. No tiene escuela ni tradición, solo es una retórica populista de tantas. Con Megalópolis el pensamiento de Coppola estaba yendo más allá. O, mejor dicho, más atrás.
A finales de 2023 se extendió en redes sociales el interrogante de con qué frecuencia pensaban los hombres en el Imperio Romano. El mismo Coppola se prestó a aclararlo —“bastante”, dijo—, fortaleciendo una narrativa que vinculaba masculinidad con esta suerte de fetiche histórico. Ocurre, entonces, que la idea de Megalópolis ya le daba en los 80 totalmente la espalda al objetivismo —seguramente Coppola ni sepa lo que es—, porque su responsable había decidido ubicar la odisea del arquitecto en una Roma reimaginada, inspirándose en la historia real de la conjura de Lucio Sergio Catilina contra el cónsul de la república Marco Tulio Cicerón.
Por eso Catilina tiene ese apellido y su rival es el alcalde Cicerón (Giancarlo Esposito), conservando otros personajes esta misma genealogía con nombres como Julia (Nathalie Emmanuel, hija del alcalde que se enamora de Catilina), Clodio (Shia LaBeouf, pérfido primo de Catilina que intenta sabotear sus planes) o Craso (Jon Voight, padre de Clodio y banquero de la ciudad). Otro razonamiento que hizo Coppola fue asumir que, puestos a pensar cuál sería la Roma actual, sin duda sería Nueva York. Con lo que la ciuda protagonista, Nueva Roma, es una localización retrofuturista que mezcla paisajes urbanos reconocibles con elementos antiguos, donde Catilina quiere construir una utopía valiéndose de un material descubierto por él. El Megalón.
Coppola convirtió este argumento una obsesión personal que se enquistó según la industria se negaba a darle el dinero necesario y sucedían contratiempos como el 11S: Nueva Roma iba a sufrir una catástrofe que impulsara el proyecto de Catilina, así que con la tragedia de las Torres Gemelas tan reciente la película volvió a aparcarse. Por unos motivos o por otros ha habido que esperar 40 años a que Coppola venda sus viñedos y pague 120 millones de dólares de su propio bolsillo para financiar Megalópolis. La épica está servida, claro, pero también el desconcierto inevitable de enfrentar un relato más grande que la vida cuyo narrador, irónicamente y fruto de la narcisista torre de marfil en la que lleva años recluido, resulta no tener un interés verdadero por la historia.
Por la Historia con mayúscula, habría que precisar. Solo asumir Nueva York como Roma es sintomático: Coppola sostiene que los problemas que enfrentó la sociedad romana son análogos a los de esta ciudad futurista-pero-no-mucho —una decadencia derivada de la opresión de la genialidad individual y el conservadurismo para mirar el horizonte—, lo que resulta una impugnación infantil del materialismo histórico. En lugar de lucha de clases, lo que Coppola cree que guía la Historia son los genios como Catilina —los genios como él—, así que parece natural que Nueva York se parezca a la antigua Roma. Ni cambia el escenario, ni las energías motoras.
Pero no hay que ponerse marxista para calibrar la torpeza de Coppola. Basta con extrapolar su miopía al hecho de pensar EEUU como país que debiera encapsular el progreso del mundo —no solo omitiendo su continua violencia interna y externa, sino también un colapso actual que se explica por gran parte de los principios bendecidos por Megalópolis—, o reparar en el machismo que tan bien encaja con la romanofilia del meme (o con las acusaciones de acoso sexual que han pendido sobre Coppola durante el rodaje). Las mujeres de Megalópolis solo están para admirar al genio, atormentarlo o manipularlo con sus malas artes femeninas, en roles subsidiarios de una propuesta que por culpa de estos imaginarios anquilosados apenas funciona como ficción.
El subtítulo de Megalópolis es “Una fábula”. Encomendándonos a él podríamos justificar el exceso, los apuntes asfixiantemente arquetípicos, la sensación constante de que Coppola nos está gritando. El problema es que Megalópolis no es una fábula, porque no tiene moraleja. La moraleja de las fábulas se construye desde ficciones estructuradas según un progreso nítido, donde los giros examinan contradicciones y conducen orgánicamente a la enseñanza. Megalópolis no “conduce” a la enseñanza, “es” la enseñanza. Es un manifiesto antes que una película, y visto desde este prisma quizá resulte, glups que el empeño de Coppola no llega a fracasar del todo.
Un manifiesto por el futuro
Robin van den Akker, Alison Gibbons y Timotheus Vermeulen editaron en 2017 una antología de textos en torno al recién bautizado “metamodernismo”. El metamodernismo, aseguran, es una tendencia cultural en ciernes, entendida como una “estructura de sentimiento que emerge de lo posmoderno”. “Mientras los posmodernos reciclan la cultura popular y las obras canónicas mediante la parodia y el pastiche, los metamodernos recogen del montón de chatarra de la historia aquellos elementos que le permiten resignificar el presente y reimaginar el futuro”, podemos leer en su libro Metamodernismo: Historicidad, afecto y profundidad después del posmodernismo.
Si asumimos que este movimiento emana de una comprensión responsable de la historia Megalópolis no sería metamoderna: está sumida en demasiadas claves posmodernas individualistas y cortoplacistas como para así declararla. Y sin embargo el film está obsesionado con el futuro. Catilina está tan obsesionado con el futuro como lo está Coppola, pero en su calidad de cineasta recurre a unas estrategias metamodernas que rebuscan futuros en el pasado. No tanto con su trasnochado repliegue sobre la antigua Roma, sino con su propio aparato audiovisual.
Megalópolis ha empleado pantallas verdes y la misma tecnología acuñada por The Mandalorian (apodada The Volume) para emplazar a los personajes en este escenario neorromano-neoyorquino. Y las ha empleado de una forma terriblemente desaliñada, que unida a las interpretaciones chaladas y los diálogos —plenos en citas culteranas y repelentes— justifican la experiencia tan delirante que supone ver la película. Driver y compañía están insertos en unos cromas intolerables que aíslan a los personajes, dando la sensación de andar atrapados en el febril cerebro de Coppola. Pero que también, al contrastar con otros referentes estilísticos, generan una estética propia.
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Este digital golpista, que recuerda al de la última temporada de Twin Peaks tanto como al film previo de Coppola —Twixt, donde el director había experimentado con el 3D para una historia de terror lovecraftiana—, se funde con la inquietud por devolver Megalópolis a otro tiempo cinematográfico. Concretamente a cien años exactos: las primeras tres décadas del siglo XX. Un plano de romanticismo arrebatado encuentra a Driver y Emmanuel besándose en el skyline de Nueva Roma, remitiendo a aquella foto de los obreros almorzando sobre una viga del rascacielos que en la memoria popular representa la Gran Depresión y, quizá, la víspera de la barbarie.
Puesto que las figuras de Mussolini y Hitler acaban irrumpiendo en Megalópolis, es lícito asumir que Coppola cree que hubo un punto donde la Historia quedó desactivada —quizá coincidiendo con la II Guerra Mundial—, y quiere devolvernos a las imágenes previas a ese punto para rectificarla. Para que, esta vez sí, concibamos un futuro. Lo hace combinando las herramientas del ahora —de como él entiende el ahora, totalmente aislado de nuestro mundo— con las del antes, construyendo las imágenes más majestuosas de Megalópolis. Ahí su desorientada ficción recupera los sabores de las vanguardias cinematográficas y convoca a D.W. Griffith o Abel Gance.
Así como los colores y movimientos de Megalópolis son tan irreales como para recordar al primitivo Technicolor que empezó a cultivarse en esa misma época, existe un esfuerzo mucho más consciente por parte de Coppola para que varios de los planos de su película desborden imagen pura. Vuelve para ello al plano triple que trabajó el Polyvision de Gance en Napoleón, y Megalópolis se crece en composiciones alucinadas, nuevas, que transmiten la ilusión de que el cine aún no lo ha enseñado todo. Que es un arma cargada de futuro y hay que abrazarla con actitud absolutamente metamoderna. Con lo que Coppola logra, a fin de cuentas y por muy fallido que pueda ser este monumento a su ego, lo mejor que pueden hacer los genios por el mundo: inspirar.